Según una
leyenda castellano-manchega recogida por Pilar Alonso y Alberto Cid en
su antología Historias y leyendas de Castilla-La Mancha un
vampiro errante pasó hace muchos años por las cercanías de Huélamo
(Cuenca), villa de origen árabe asentada en un cerro próximo al embalse
de La Toba. De dónde venía, a dónde iba o qué le había traído a estas
tierras es un misterio, pues la leyenda sólo nos narra su casual
encuentro con un joven de la villa.
Trascurría la temida Noche de Todos los Santos, cuando los muertos y los
vivos entrecruzan sus caminos. En lugar de estar en su casa, José
Manuel se encontraba paseando por las cercanías del pueblo. No tenía
ningún miedo a aquella fecha, y, de hecho, unos minutos antes había
saltado la tapia del cementerio como respuesta al desafío de un rival en
amores. A tanto llegaba su valentía o su temeridad.
Mientras entraba en la plaza del pueblo, le salió al paso un hombre con
aspecto de extranjero que se cubría con una elegante capa negra. De
forma muy educada, pidió a José Manuel que le indicase el camino hacia
La Serna. Como la noche era tranquila y aquel pueblo no distaba mucho de
Huélamo, se ofreció a acompañarle, a lo cual el otro accedió.
Tranquilamente, emprendieron el camino. Cruzaron las calles vacías del
pueblo, a aquellas horas de la noche con un aire solitario y, hasta
cierto punto, desolado, hasta salir al pedregoso camino que conducía a
La Serna. El forastero no pronunciaba una sola palabra, y Juan Manuel no
se atrevía a romper el silencio un tanto ominoso que se había cernido
sobre ellos. Un sexto sentido le obligaba a mantenerse alerta.
Mientras pasaban por un sitio conocido como el Alto de la Horca, José
Manuel miró a su acompañante. Le pareció ver que una especie de llamas
azuladas le brotaban de las manos y los pies. “No puede ser”, pensó, “ha
de tratarse de algún extraño efecto óptico causado por la luz de la
luna”. Y, aunque algo más intranquilo, volvió a concentrar su atención
en el oscuro camino.
Unos metros más adelante no pudo evitar volver la vista hacia el
forastero. Entonces comprobó con horror que aquellas llamas azules
seguían allí, recubriendo sus manos y sus pies. En lugar de desaparecer
habían ido en aumento, y ninguna causa natural parecía explicarlas.
Intentando ocultar su miedo, se dirigió al extranjero y le pidió que
esperara allí un momento mientras él se apartaba un poco del camino para
cumplir con una necesidad natural ineludible. El tétrico personaje le
respondió con tono inesperadamente autoritario:
-Está bien, pero será mejor que regreses antes de que oigas tres
palmadas: clap, clap, clap, y ni una más. Me desagrada que me hagan
esperar.
José Manuel se apartó del camino y, cuando consideró que la oscuridad
lo ocultaba de la visión del extranjero, echó a correr lo más rápido que
pudo en dirección a Huélamo. Mientras huía, escuchó en la lejanía tres
palmadas. A la tercera, estaba ya casi entrando en el pueblo. Entonces
miró atrás, y vio al extranjero siguiéndole no demasiado lejos. Sus pies
no se movían, simplemente flotaba sobre el suelo en dirección a él.
Antes de que lo alcanzase, logró entrar en su casa y cerrar la puerta.
Unos fuertes golpes sacudieron la hoja de madera, mientras una voz se
lamentaba desde el exterior: “Que de tus pies te has valido, que si no
tu sangre me hubiera bebido”.
Después todo quedó en calma.
A la mañana siguiente, cuando el sol hubo salido y las risas de los
niños llegaban desde la calle, José Manuel se preguntó si lo que había
vivido la noche anterior no habría sido una pesadilla. Al abrir la
puerta vio sobre su parte exterior las marcas de unas grandes manos grabadas a
fuego...
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