miércoles, 19 de diciembre de 2012

Y ningun pajaro canta

Las chimeneas rojas de la casa a la que me dirigía eran visibles desde el exterior de la estación en la que me había apeado, y según me dijo el chófer la distancia no llegaba a un paseo de dos kilómetros si se tomaba un sendero por entre los campos. Iba en línea recta hasta llegar a la linde de un bosque que pertenecía a mi anfitrión y por encima del cual se veían las chimeneas. Encontraría una puerta en la valla que rodeaba el bosque, desde la que salía un camino que lo atravesaba y desembocaba cerca del jardín. Por eso, en aquella adorable primera hora de la tarde de un día de principios de mayo, me pareció una pérdida de tiempo hacer otra cosa que no fuera pasear cruzando prados y bosques, y partí a pie mientras el vehículo llevaba mi equipaje.
Era uno de esos días dorados que ocasionalmente se salen del paraíso y caen sobre la tierra. La primavera había llegado tarde, pero ahora había explotado y el mundo entero hervía con la sabia de la vida. Jamás había visto tal riqueza de flores primaverales, ni tal fuerza del verde, ni había escuchado cantos tan melodiosos de los pájaros que había en los setos; ese paseo por los prados fue un jubileo de éxtasis festivo. Y lo mejor de todo, me prometía a mí mismo, sería cruzar el bosque que tenía delante y que hacía poco que se había cubierto de un verde lechoso. Encontré la puerta delante de mí y al cruzarla entré en el moteado de sombras y luces del camino cubierto de hierba.

Viniendo de la brillante luz del sol era como entrar en un túnel oscuro; se tenía la sensación de haber subido repentinamente del brillo de la primavera para entrar en una caverna subacuática. Por encima, las copas de los árboles formaban un techo verde que excluía la luz en un grado notable. Había entrado en un mundo de oscuridad movediza. Después, conforme se fueron distanciando más, su lugar era ocupado por espesos avellanos arbustáceos que irrumpían en el camino, y finalmente el terreno descendía y me condujo hasta un claro cubierto de helecho y brezo y tachonado de abedules. Pero aunque volvía a caminar bajo el cielo luminoso, desde el que se derramaba la luz del sol, el brillo parecía haber perdido su fulgor. El resplandor estaba velado —¿se trataba de alguna extraña ilusión óptica?—, como si brotara desde detrás de un crespón. Y sin embargo allí estaba el sol, muy por encima de las copas de los árboles, en un cielo sin nubes; no obstante la luz era la de un día invernal tormentoso, sin calidez ni brillo. Había además un extraño silencio; había previsto que los arbustos y los árboles resonarían con el canto de apareamiento de los pájaros, pero aunque presté atención no pude oír ninguna nota, ni el aflautado del zorzal o el mirlo, ni el alegre run run del pinzón, ni el arrullo de la paloma torcaz, ni el clamor estridente del arrendajo. Me detuve para verificar ese silencio extraño; no había ninguna duda. Resultaba fantástico y misterioso, pero supuse que los pájaros sabían bien lo que hacían, y si estaban demasiado atareados para cantar era asunto de ellos.

Al avanzar me sorprendió que desde que había entrado en el bosque no había visto ningún tipo de pájaro; y ahora, al cruzar el claro, mantuve la mirada alerta, pero en vano, y poco después crucé el círculo espeso de árboles que lo rodeaba. Me di cuenta de que en su mayor parte eran hayas que crecían muy cerca unas de otras, y en el suelo sólo había una alfombra de hojas caídas y algunas zarzas delgadas. Con esa curiosa oscuridad y con el espesor de los árboles era imposible ver muy lejos a derecha o izquierda del camino, y por primavera vez desde que salí del claro escuché algún sonido indicativo de que había vida. No lejos oí un crujido de hojas, y pensé que se estaba moviendo algún conejo. Pero no sé por qué me dio la impresión de que no transmitía la pauta de movimiento de un animal pequeño; tenía una pesadez sigilosa, como si algo mucho más grande se estuviera deslizando y deseara que no le oyeran. Me volví a detener para ver qué podía surgir de la maleza, pero en ese instante cesó el sonido. Simultáneamente me di cuenta de que llegaba hasta mí un olor débil pero pestilente, un olor sofocante y corrupto, y sin embargo acre, más semejante al olor de algo vivo que de algo podrido. Resultaba especialmente vomitivo, y como no quería acercarme más a su origen seguí mi camino.

Al poco llegué a la linde del bosque; directamente delante de mí había una extensión de prado y tras éste una puerta de hierro situada entre dos muros de ladrillo, a través de la cual pude vislumbrar un prado bien cuidado y lechos de flores. A la izquierda se levantaba la casa, y sobre la casa y el jardín se derramaba el brillo sorprendente de las últimas horas de la tarde.
Hugh Granger y su esposa estaban sentados fuera, sobre la hierba, con el grupo habitual de perros de diversas razas: un collie galés, un perdiguero amarillo, un foxterrier y un pequinés. Sus protestas al entrar yo dieron paso a la bienvenida cuando me reconocieron y fui admitido en el círculo. Teníamos muchas cosas que contarnos, pues había estado fuera de Inglaterra en los últimos tres meses, durante los cuales Hugh se había mudado a esta pequeña finca que le había dejado un tío de costumbres solitarias, y Daisy y él habían estado atareados durante las vacaciones de Pascua mudándose a la casa. Se trataba ciertamente de una herencia muy atractiva; la casa, que me estaban enseñando en ese momento, era una deliciosa y pequeña mansión de la época de la Reina Ana, y su situación junto a la estribación de la cordillera de Surrey, recubierta de brezo, era soberbia.

Tomamos el té en un pequeño salón entablado que daba al jardín, y al poco tiempo los temas generales fueron reduciéndose a los del día y el momento. Daisy me preguntó si había llegado caminando desde la estación: ¿lo había hecho a través del bosque o siguiendo el camino que lo rodeaba? Planteada así, la cuestión resultaba bastante trivial; no había en su voz indicio alguno de que le importara en absoluto el camino por el que yo había llegado. Pero me pareció evidente que no sólo ella, sino también Hugh, prestaron una atención intensa a mi respuesta. Él acababa de encender una cerilla para el cigarrillo, pero la mantuvo en alto hasta que oyó la respuesta. Cierto, había cruzado el bosque; pero, aunque hubiera tenido en él algunas impresiones extrañas, me pareció ridículo mencionarlas. No podía decir seriamente que la luz del sol era de muy mala calidad, y que en un punto de mi travesía había olido algo horrible. Había cruzado el bosque; eso era lo único que tenía que decirles.

Hacía muchos años que conocía a mis anfitriones, y entonces, cuando pensé que sólo podía ofrecer de las experiencias que allí había tenido un material puramente imaginario, observé que intercambiaron una rápida mirada que pude interpretar con facilidad. Cada uno de ellos miró al otro con expresión de alivio; tal como deduje de las miradas, se decían que en todo caso yo no había encontrado nada inusual en el bosque, y se sentían complacidos de ello.
Pero entonces, antes de que se hubiera producido una verdadera pausa a mi respuesta de que había cruzado el bosque, recordé la extraña ausencia de pájaros y sus cantos, y me pareció una observación inocente de historia natural que pensé podría mencionar.

—Me sorprendió algo extraño —empecé a decir, y al instante vi que la atención de ambos volvía a clavarse en mí—. No vi un solo pájaro ni escuché a ninguno desde que entré en el bosque hasta que salí de él.
—También yo había observado eso —dijo Hugh encendiendo el cigarrillo—. Y resulta bastante notable. Se trata ciertamente de un bosque antiguo, y cabría pensar que los pájaros habrían anidado en él desde época inmemorial. Pero lo mismo que tú no he visto ni oído a ninguno en él. Y tampoco he visto un conejo.
—Creí oír uno esta tarde —añadí yo—.Se movió algo entre las hojas de haya caídas en el suelo.
—¿Lo viste? —preguntó él.
Recordé entonces que había decidido que el ruido no era el de un conejo.
—No, no lo vi; y quizás no fuera un conejo. Recuerdo que sonaba como si fuera algo más grande.
De nuevo Hugh y su esposa cruzaron una mirada inequívoca, y ella se levantó.
—Debo irme —dijo—. El correo sale a las siete y he pasado toda la mañana sin hacer nada. ¿Qué vais a hacer vosotros?
—Algo al aire libre, por favor —dije yo—. Quisiera conocer la propiedad.

Hugh y yo salimos a pasear con la cohorte de perros. La finca era realmente atractiva; al otro lado del jardín había un pequeño lago con un juncal del que brotaban múltiples trinos, y unos márgenes cubiertos de matas por los que al llegar nosotros se alejaron velozmente fochas y pollas de agua. En el extremo se elevaba un montículo cubierto de brezo y lleno de madrigueras de conejo, que los perros olfatearon con placenteras expectativas, y ahí nos quedamos sentados un rato, observando el bosque que cubría el resto de la finca. Incluso entonces, bajo el destello del sol cercano a su puesta, parecía hallarse en sombras, mientras el resto de la vista reflejaba el brillo, pues ni una sola nube moteaba el cielo y los rayos envolvían el mundo en un esplendor carmesí. El bosque, en cambio, estaba gris y oscurecido. Me di cuenta de que también Hugh lo estaba mirando, y en ese momento, con aire de estar abordando un tema desagradable, se volvió hacia mí.

—Cuéntame, ¿te sorprende algo de ese bosque?
—Así es, parece yacer en la sombra.
—Pero no puede ser, entiéndeme —replicó frunciendo el ceño—. ¿De dónde viene esa sombra? No del exterior, pues cielo y tierra están encendidos.
—¿Del interior, entonces? —pregunté.
—Hay algo extraño en ello —dijo por fin tras guardar un momento de silencio—. Allí hay algo y no sé qué es. Daisy también lo percibe; nunca va al bosque, y parece ser que tampoco lo cruzan los pájaros. ¿Será sólo el hecho de que por alguna razón inexplicable no haya pájaros en él lo que pone en marcha nuestra imaginación?
—Bueno, todo eso son tonterías —contesté poniéndome en pie de un salto—.Entremos ahora en él y encontraremos un pájaro. Te apuesto a que lo encontramos.
—Seis peniques por cada uno que veas —añadió Hugh.

Bajamos la colina y rodeamos el bosque hasta encontrar la puerta por la que había entrado aquella tarde. La sostuve abierta después de haberla cruzado para que lo hicieran los perros. Pero se quedaron allí, aproximadamente a un metro, sin que ninguno de ellos se moviera.
—Vamos, perros —dije, y Fifi el foxterrier, se adelantó un paso, pero luego, lanzando un pequeño gemido, volvió a retroceder.
—Siempre hacen lo mismo —dijo Hugh—. Ninguno de ellos pondrá una pata dentro del bosque. ¡Fíjate!
Les silbó y les llamó, les halagó y les reprendió, pero fue inútil. Los perros permanecían allí, moviendo la cola y lanzando pequeños gemidos de excusa, pero absolutamente decididos a no entrar.
—Pero, ¿por qué? —pregunté.

—El mismo motivo que tienen los pájaros, supongo; sea el que sea. Fíjate por ejemplo en Fifi, la perrita de temperamento más dulce; una vez intenté cogerla para entrar con ella en brazos, y me mordió. No quieren tener ninguna relación con el bosque; lo rodean al trote y regresan a casa.
Los dejamos allí y bajo la luz del crepúsculo, que empezaba ahora a desaparecer, nos pusimos en marcha. Usualmente la sensación de algo fantástico desaparece cuando se tiene un compañero, pero entonces, aunque Hugh caminaba a mi lado, el lugar me pareció más extraño todavía que aquella tarde, y me obsesionó una sensación intolerable de inquietud que fue aumentando hasta convertirse en una especie de pesadilla en estado de
vigilia. Antes había pensado que el silencio y la soledad habían engañado a mis nervios;
pero con Hugh a mi lado no podía ser eso, y me di cuenta de que ciertamente no era esa la idea que estaba en la raíz del miedo, sino más bien la convicción de que acechaba allí alguna presencia, todavía invisible, pero que invadía la oscuridad que allí se reunía. No podía hacerme ni la más ligera idea de qué podía ser, o de si se trataba de algo material o fantasmal; lo único que podía diagnosticar, basándome en mis sensaciones, era que se trataba de algo maligno y antiguo. Cuando llegamos al claro de la mitad del bosque Hugh se detuvo, y observé que había sudor en su frente, aunque la tarde era fría.
—Realmente desagradable —dijo—. No me extraña que a los perros no les guste. ¿Qué opinas de esto?
Antes de que pudiera responder levantó la mano señalando con ella el anillo de árboles que había más allá.
—¿Qué es eso? —preguntó con un susurro.
Seguí la dirección de su dedo y por medio segundo pensé haber visto sobre el bosque una vaga vibración, gris o débilmente luminosa. Se agitó como si hubiera sido la cabeza o la parte delantera de una serpiente enorme que se alzara sobre la parte posterior, pero desapareció al instante y mi visión había sido tan momentánea que no pude confiar en mi impresión.
—Ha desaparecido —dijo Hugh, mirando todavía en la dirección que había señalado; y mientras estábamos allí en pie escuché de nuevo lo mismo que aquella tarde, un crujido entre las hojas caídas. Pero allí no había viento ni se movía brisa alguna.
Hugh se volvió hacia mí.
—¿Qué diablos fue eso? —preguntó—. Parecía como una enorme babosa irguiéndose. ¿Lo viste?
—No estoy seguro de si lo vi o no —contesté—. Creo que simplemente capté una visión fugaz de lo que dices.
—¿Pero qué podía ser? —volvió a preguntar—. ¿Un ser material y real, o...?
—¿Algo fantasmal, quieres decir? —pregunté.
—Algo a medio camino entre los dos. Más tarde, cuando hayamos salido de aquí, te diré a qué me refería.

Aquella cosa, fuese lo que fuese, había desaparecido entre los árboles situados a la izquierda de donde estaba nuestro camino, y en silencio cruzamos el claro hasta que llegamos a la zona en la que los árboles formaban una especie de túnel. Sinceramente, odiaba y temía pensar en sumergirnos en esa oscuridad con la conciencia de que no lejos de allí había algo de la naturaleza acerca de lo cual yo no podía ni siquiera tener la más débil conjetura, pero que no me cabía duda que era lo que llenaba el bosque con un terror innombrable. ¿Era algo material, algo fantasmal, o (y entonces comenzó a formarse en mi mente un atisbo de lo que Hugh quería decir) un ser que estaba en la línea fronteriza entre ambas cosas? De todas las posibilidades siniestras, ésa parecía la más aterradora.

Cuando volvimos a entrar en los árboles, percibí de nuevo ese hedor, vivo y sin embargo corrupto, que ya había olido antes, pero que resultaba ahora mucho más poderoso, y apresuramos el paso, sofocados por el olor que, me daba cuenta ahora, no era el de la putrefacción de la decadencia, sino la sustancia viva de aquello que se arrastraba y se erguía en la oscuridad del bosque en el que ningún pájaro buscaría abrigo. En algún lugar entre aquellos árboles acechaba aquel ser reptiliano que desafiaba toda capacidad de credibilidad, y sin embargo obligaba a ella.

Fue un bendito alivio salir del oscuro túnel hacia el aire sano del claro y la luz de la tarde. Cuando regresamos vimos las cortinas corridas, y lámparas encendidas dentro de la casa. Había un principio de helada y Hugh encendió con una cerilla el fuego de su habitación, donde los perros, todavía con actitud de querer excusarse, nos saludaron con grandes movimientos de cola.

—Y ahora hablemos y tracemos nuestros planes —dijo Hugh—. Pues sea lo que sea lo que hay en el bosque, tenemos que llegar al final. Y si quieres saber lo que creo que es, te lo diré.
—Adelante —contesté.
—Puedes reírte de mí, si quieres, pero creo que es un elemental. A eso me refería cuando dije que era un ser a medio camino entre lo material y lo fantasmal. Nunca había visto uno hasta esta tarde; sólo sentí que había allí algo horrible. Pero ahora lo he visto y es tal como los espiritualistas y esas personas describen a un elemental. Una babosa enorme y fosforescente nos dicen de él, que puede rodearse de oscuridad a voluntad.
Ahora que nos encontrábamos seguros dentro de la casa, bajo la alegre luz y el calor de la habitación, aquella sugerencia me resultó simplemente grotesca. Fuera, en la oscuridad de ese incómodo bosque, algo en mi interior había temblado y estaba dispuesto a creer en cualquier horror; pero ahora el sentido común se rebelaba.
—¿No querrás decirme que crees en esa basura? Lo mismo podrías decir que era un unicornio. Y además, ¿qué es un elemental? ¿Quién ha visto nunca a uno, salvo esas personas que escuchan golpes en la oscuridad y dicen que los ha producido su tía fallecida?
—Entonces, ¿qué es?
—Pensaría que sobre todo son nuestros nervios —contesté—. Sinceramente reconozco que tuve escalofríos cuando crucé el bosque la primera vez, y fue mucho peor cuando lo hice acompañado por ti. Pero eran sólo nervios; nos asustábamos de nosotros mismos, y nos dábamos miedo el uno al otro.
—¿Y también los perros se asustan de sí mismos, y los unos a los otros? ¿Y los pájaros?
Era bastante difícil darle una respuesta; y lo cierto es que abandoné. Hugh, siguió hablando:
—Bueno, sólo por el momento supongamos que alguna cosa, no nosotros mismos, nos asustó a nosotros, a los perros y los pájaros; y que vimos algo semejante a una babosa enorme y fosforescente. No le daré el nombre de elemental, si pones objeciones a eso; lo llamaré Eso. Además hay otra cosa que explicaría la existencia de Eso.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, se supone que Eso es alguna encarnación del mal; es una forma corpórea del diablo. No sólo es espiritual, es material en la medida en que puede ser visto, en forma corporal, y oído, y también, tal como observaste, olido, y... que Dios no lo permita, tocado. Entonces se mantendrá vivo alimentándose. Y eso explica quizás la razón de que todos los días, desde que estoy aquí, he encontrado en el montículo hasta media docena de conejos muertos.
—Armiños y comadrejas —dije.
—No, no son armiños ni comadrejas. Los armiños matan su presa y se la comen. A esos conejos no los habían comido: los habían bebido.
—¿Qué demonios quieres decir? —pregunté.
—Examiné a varios. Sólo tenían un pequeño agujero en la garganta, y les habían chupado la sangre. Quedaba sólo la piel y los huesos, y una especie de amasijo gris de fibra, como... como la fibra de una naranja que haya sido succionada. Además había sobre ellos un olor horrible. ¿Y aquello que vislumbraste se parecía a un armiño o una
comadreja?
Se detuvo cuando oímos el tirador de la puerta.
—Ni una palabra a Daisy —dijo Hugh cuando ésta entró.
—Os oí llegar —dijo ella—. ¿Dónde estuvisteis?
—Por la finca —contesté yo—, y regresamos por el bosque. Es extraño; no vimos ni un solo pájaro; aunque en parte puede explicarse porque estaba oscuro.
Vi que sus ojos buscaban los de Hugh, pero no encontró allí ninguna comunicación. Imagino que estaba planeando algún ataque a Eso al día siguiente, y no deseaba que ella
se enterara de lo que estaba tramando.
—El bosque no es muy popular—dijo él—. Ahí no van ni los pájaros, ni los perros ni Daisy. Debo añadir que también yo comparto esa sensación, pero tras vencer el terror de su oscuridad, he roto el hechizo.
—Estaba todo tranquilo, ¿no? —preguntó ella.
—Tranquilo no sería la palabra exacta. Podríamos haber oído a un kilómetro de distancia la caída de la aguja más pequeña.
Esa noche, después de que ella se acostara, hablamos de nuestros planes. La historia de Hugh sobre los conejos succionados era bastante horrible, y aunque no existiera una conexión cierta entre esos cuerpos vacíos de animales y lo que habíamos visto, parecía razonable que existiera dicha relación. Pero en cualquier caso, tal como señaló Hugh, lo que podía alimentarse de ese modo no carecía, evidentemente, de un aspecto material... los fantasmas no cenaban, y si aquello era material, era vulnerable.

Por tanto nuestros planes eran muy simples: íbamos a recorrer el bosque de la misma manera que se acerca uno a las perdices en un campo de nabos, cada uno con una escopeta y cartuchos. No puedo decir que disfrutara anticipando la expedición, pues odiaba el pensamiento de aproximarme a ese misterioso habitante de los bosques; pero sí producía una cierta excitación suficiente para mantenerme despierto mucho tiempo, y para producirme, cuando me dormí, sueños vívidos y terribles.

No se cumplió en la mañana la promesa del claro atardecer; el cielo estaba bajo y nuboso y caía una lluvia fina. Daisy tenía que hacer unas compras que la obligaban a ir a la ciudad, y en cuanto partió iniciamos nuestro asunto. El perdiguero amarillo, loco de alegría al ver las escopetas, vino dando saltos con nosotros a través del jardín, pero en cuanto entramos en el bosque regresó cabizbajo a la casa.

El bosque tenía una forma aproximadamente circular, con un diámetro de un kilómetro. Tal como dije, en el centro había un claro de unos quinientos metros de diámetro, rodeado por el anillo de árboles gruesos, y después por un bosquecillo de unos doscientos metros de anchura. Nuestro plan era recorrer primero juntos el camino que conducía a través del bosque, con todo el sigilo posible, esperando escuchar algún movimiento de aquello que habíamos ido a buscar. Si no lo lográbamos, penetraríamos en el bosque en una dirección circular y separados el uno del otro por unos cincuenta metros; con dos o tres de esos circuitos cubriríamos bastante bien todo el terreno. No teníamos ninguna idea de la naturaleza de nuestra presa, si trataría de escapar de nosotros o podría atacar; sin embargo parecía que el día anterior nos había evitado.

La lluvia llevaba una hora cayendo uniformemente cuando entramos en el bosque; siseaba un poco en las copas de los árboles; pero era tan espesa la cobertura que el suelo apenas estaba húmedo. Fuera hacía una mañana oscura; dentro podría decirse que el sol ya se había puesto y había caído la noche. Con gran silencio recorrimos el camino de hierba, donde nuestros pasos no hacían ruido, y en una ocasión captamos una vaharada de ese olor a corrupción viva; pero aunque nos detuvimos y prestamos atención no se oyó sonido alguno, salvo la lluvia sibilante sobre nuestras cabezas. Cruzamos el claro y llegamos a la puerta del otro extremo sin encontrar señal alguna.

—Nos tendremos que meter entre los árboles —dijo Hugh—. Será mejor empezar por donde antes lo olimos.
Regresamos allí, una zona situada hacia la mitad del círculo de árboles. El olor seguía suspendido en el aire sin viento.
—Adelántate unos cincuenta metros —dijo él—. Luego partiremos. Si cualquiera de nosotros da con una pista, lanzará un grito.
Avancé por el camino hasta tener la distancia adecuada, le hice una señal y nos metimos entre los árboles.

Jamás había conocido esa sensación de soledad profunda. Sabía que Hugh avanzaba en paralelo conmigo, a sólo cincuenta metros, y si detenía mi avance podía oír débilmente sus pasos sobre las hojas de haya. Pero al mismo tiempo, en ese lugar oscuro me sentía como si estuviera completamente apartado de toda compañía humana; el único ser vivo que acechaba allí era esa monstruosa y misteriosa criatura maligna. Tan juntos estaban los árboles unos de otros que no podía ver más allá de diez metros en ninguna dirección; todos los lugares exteriores al bosque parecían infinitamente remotos, e infinitamente remoto me resultaba también todo lo que me había sucedido en la vida humana normal.

En ese lugar antiguo y maligno me sentía desprovisto de todas las experiencias sanas. La lluvia había cesado, ya no susurraba en las copas de los árboles, ya no era un testigo de que existía un mundo y un cielo exteriores, y sólo algunas gotas caían desde los árboles sobre las hojas de haya.
De repente oí la señal de la escopeta de Hugh, seguida por un grito.

—He fallado —gritó—. Va en tu dirección.
Le oí correr hacia mí, sobre las crujientes hojas de haya, y sin duda sus pasos ahogaron un ruido más sigiloso que estaba cercano a mí. Supongo ahora que hasta que volví a oír otro tiro de Hugh todo sucedió en menos de un minuto. De haber tardado más creo que no podría estar contándolo ahora.
Me preparé entonces, tras oír las voces de Hugh, con la escopeta amartillada, dispuesta a llevármela al hombro, y escuché sus pasos a la carrera. Pero seguía sin ver nada ni oír nada a lo que disparar. De pronto, entre dos hayas, muy cerca de mí, vi lo que sólo soy capaz de describir como una esfera de oscuridad. Rodaba velozmente hacia mí, sobre los escasos metros que nos separaban, y ya demasiado tarde escuché debajo el crujido de las hojas de haya. Antes de que me alcanzara, mi cerebro comprendió qué era, o qué podía ser, pero antes de que pudiera levantar la escopeta para disparar esa nada estaba sobre mí. Me arrebataron la escopeta de la mano y me vi envuelto en la negrura, que era la esencia misma de la corrupción. Me derribó, caí boca arriba y mientras estaba allí tumbado sentí sobre mí el peso de ese asaltante invisible.

Al mover desesperadamente las manos, éstas tocaron algo frío, barroso y peludo. Mis manos resbalaron en aquello y un momento después sentí sobre mi hombro y cuello algo parecido a un tubo de goma. El extremo se sujetó a mi cuello como una serpiente, y sentí que la piel se levantaba debajo. Intenté de nuevo desgarrar y apartar de mí aquella fuerza obscena, y mientras forcejeaba oí los pasos de Hugh muy cerca de mí a través de aquella capa de oscuridad que lo ocultaba todo.

Como tenía la boca libre, grité:
—¡Aquí, aquí! Cerca de ti, donde está más oscuro.
Sentí sus manos sobre las mías y que esa fuerza añadida separaba de mi cuello lo que lo estaba succionando. Lo que tenía enrollado con fuerza sobre las piernas y el pecho se sacudió, forcejeó y se relajó. Fuera lo que fuera lo que nuestras cuatro manos sujetaban, se escabulló y vi a Hugh de pie junto a mí. A uno o dos metros, desapareciendo entre los troncos de hayas, estaba esa negrura que había caído sobre mí. Hugh levantó la escopeta y le disparó su segundo cartucho.
La negrura se dispersó, y allí estaba lo que habíamos buscado, sacudiéndose y retorciéndose como un enorme gusano. Todavía estaba vivo, así que cogí la escopeta, que tenía a mi lado, y le disparé dos cartuchos más. Las sacudidas fueron convirtiéndose en simples estremecimientos hasta que finalmente se quedó inmóvil.

Con la ayuda de Hugh me puse en pie y los dos volvimos a cargar antes de acercarnos. Sobre el suelo había algo monstruoso, mitad babosa mitad gusano. No tenía cabeza; terminaba en una punta roma con un orificio. Era de color gris, cubierto de unos pelos negros dispersos; creo que su longitud era de algo más de un metro, su grosor en la zona más ancha era como el del muslo de un hombre, reduciéndose hacia cada extremo. Los perdigones le habían dado por todas partes, y de los agujeros que habían hecho no rezumaba sangre, sino una materia gris y viscosa.

Mientras estábamos allí en pie se inició un rápido proceso de desintegración y decadencia. Fue perdiendo el perfil, se fundió, se licuó y un minuto después estábamos observando una masa de hojas de haya manchadas y coaguladas. Rápidamente el licor de la corrupción desapareció, y no quedó a nuestros pies rastro alguno de lo que allí había habido. Desapareció el poderoso hedor y brotó entonces el dulce aroma de la tierra húmeda de primavera, y desde arriba entró el fulgor de un rayo de sol que traspasaba las nubes. Entonces unos ruidos repentinos entre las hojas muertas hicieron que el corazón se me sobresaltara de nuevo y amartillé la escopeta. Pero sólo era el perdiguero amarillo de Hugh, que se había unido a nosotros.

Nos miramos el uno al otro.
—¿No estás herido? —preguntó él.
—Ni una pizca —contesté manteniendo alta la barbilla—. No tengo la piel abierta, ¿verdad?
—No; sólo una marca redonda y rojiza. Dios mío, ¿qué era eso? ¿Qué sucedió?
—Primero habla tú —respondí—. Y empieza por el principio.
—Di con él de pronto. Yacía enroscado como un perro durmiendo detrás de una gran haya. Antes de que pudiera disparar partió en la dirección en la que sabía que estabas tú, le disparé un cartucho entre los árboles, pero debí fallar, pues oí los crujidos que se alejaban. Te grité y corrí tras él. Había un círculo de oscuridad absoluta en el suelo, y tu voz salía del centro. No podía verte en absoluto, pero al meter mis manos en esa negrura me encontré con las tuyas. También toqué algo más.
Regresamos a casa y ya habíamos guardado las escopetas antes de que Daisy regresara de sus compras. También nos habíamos frotado, cepillado y lavado. Ella entró en la sala de fumadores.
—Qué perezosos sois —dijo ella—. El tiempo ha aclarado y todavía estáis en casa. Salgamos enseguida.
—Hugh me ha contado que te desagrada el bosque —dije yo poniéndome en pie—. Y la verdad es que es un bosque encantador. Ven y lo verás; él y yo caminaremos a tu lado, cogiéndote de la mano. Y los perros nos protegerán.
—Ni uno de ellos penetrará un metro en ese bosque —dijo ella.
—Oh sí, lo harán. Al menos trataremos de que lo hagan. Prométenos que entrarás si ellos lo hacen.
Hugh les silbó y emprendimos el camino hacia la puerta. Se sentaron jadeando hasta que la abrimos, y se metieron en la espesura persiguiendo olores interesantes.
—¿Y quién decía que no hay pájaros aquí? —preguntó Daisy—. ¡Fijaros en ese petirrojo! Vaya, si son dos. Y parece que están buscando una casa.

E.F. Benson (1867-1940) 
 


No hay comentarios:

Publicar un comentario