De qué modo llegaron a mis manos los documentos que me han servido para
tejer una historia coherente es algo que el lector averiguará al final.
Sin embargo, es preciso que estos extractos vayan precedidos de una
aclaración sobre la forma en que obran en mi poder.
Consisten en
una serie de textos compilados para un libro de viajes, literatura de
moda en el siglo XIX, durante los años cuarenta y cincuenta. Un buen
ejemplo es el Diario de una estancia en Jutlandia y las islas danesas,
de Horace Marryat. Por lo general estos libros hablaban de alguna región
poco conocida; ilustrados con xilografías, y daban información sobre
alojamientos y medios de comunicación como esperamos encontrar hoy en
cualquier guía turística, y consistían en entrevistas con hombres
cultos, posaderos ocurrentes y campesinos parlanchines; gente abierta en
una palabra. La idea era compilar material para un libro así.
Su
autor es un tal señor Wraxall. Lo que sé de él procede de los datos que
aportan sus escritos, de los que infiero que era un hombre de mediana
edad, posición acomodada, y solo. Por lo visto carecía de residencia
fija en Inglaterra y era asiduo de hoteles y posadas. Es probable que
abrigara la idea de establecerse en un futuro que jamás llegó para él; y
creo también que muy posiblemente el incendio del Panthecnicon de
principios de los setenta destruyó gran cantidad de material que habría
arrojado abundante luz sobre sus antecedentes, porque alude una o dos
veces a las pertenencias que guardaba almacenadas en ese
establecimiento. Parece ser, además, que el señor Wraxall había
publicado un libro a propósito de unas vacaciones que había pasado una
vez en Bretaña. Salvo eso, no sé nada más de tal libro, porque después
de buscarlo activamente en las bibliografías he llegado al
convencimiento de que debió de sacarlo a la luz de manera anónima o bajo
seudónimo.
En cuanto a su carácter, no es difícil formarse una
opinión. Debió de ser un hombre inteligente y culto. Parece que estuvo a
punto de entrar en el consejo de gobierno de su Colegio de Oxford, el
de Brasenose, según deduzco del calendario. Su principal defecto fue una
excesiva curiosidad; un defecto quizá positivo en un viajero, pero que
éste en concreto pagó bastante caro al final. Estaba elaborando el
esquema de otro libro sobre la que resultó ser su última expedición.
Escandinavia, una región no tan conocida por los ingleses hace cuarenta
años, le había parecido un campo interesante. Debió de topar con unos
cuantos libros antiguos de historia o memorias de Suecia, y se le
ocurrió que había materia para una descripción del viaje por Suecia,
entremezclado con episodios de la historia de alguna gran familia sueca.
Así que se proveyó de cartas de presentación para personas importantes
en Suecia, y partió a principios del verano de 1863.
No hace
falta que hable de sus viajes por el norte ni de su estancia en
Estocolmo. Sí debo decir que cierto savant residente le puso tras la
pista de una importante colección de documentos familiares
pertenecientes a los propietarios de una antigua mansión de
Vestergothland y le consiguió un permiso para examinarlos. Llamaremos a
dicha mansión Rábäck (pronunciado algo así como Roebeck), aunque no es
ése su nombre. De los edificios de su género, es uno de los mejores de
toda la comarca, y el grabado de 1694 que lo reproduce en Suecia antigua
et moderna, de Dahlenberg, lo muestra prácticamente tal como el turista
puede verlo hoy. Se construyó poco después de 1600, y en términos
generales es muy semejante a las casas inglesas de ese período en lo que
respecta a materiales -ladrillo rojo y de piedra-. El hombre que mandó
construir esta mansión era vástago de la gran casa de De la Gardie, y
sus descendientes aún son dueños de ella. De la Gardie es el apellido
con que les voy a designar cuando tenga que hablar de ellos.
Acogieron
al señor Wraxall con gran amabilidad y cortesía, y le insistieron en
que se alojara en la casa durante sus investigaciones. Pero prefiriendo
la independencia, y desconfiando de su capacidad para conversar en
sueco, se instaló en la posada del pueblo. Este arreglo suponía hacer
andando todos los días, contando la ida y la vuelta, algo menos de una
milla hasta la mansión, que se alzaba en un parque y la rodeaban
-diríamos que ocultaban- unos cuantos árboles añosos y corpulentos.
Cerca de ella encontrabas el jardín vallado, y a continuación una
apretada arboleda que bordea uno de esos lagos de que está salpicado el
país. Después venía el muro que cerraba la propiedad, y ascendías a un
empinado monte, y en la cima estaba la iglesia cercada de árboles altos y
oscuros: era un edificio singular para unos ojos ingleses. La nave
central y las laterales eran bajas, y estaban ocupadas con bancos y
galerías. En la galería oeste se alzaba un órgano antiguo, de colores
alegres y tubos plateados. El techo había sido decorado por un artista
del siglo XVII con un extraño y horrendo juicio final lleno de llamas
pálidas, ciudades que se derrumbaban, barcos ardiendo, almas llorando y
demonios marrones y sonrientes. Del techo colgaban coronas de latón; el
púlpito era como una casa de muñecas, y estaba cubierto de pequeños
querubines y santos en madera policromada; adosado al atril del
predicador había un estante con tres ampolletas. Cosas así pueden verse
hoy en muchas iglesias suecas, pero lo que distinguía a ésta era un
añadido al edificio original.
Adosado al extremo este de la nave
norte, el dueño de la mansión había erigido un mausoleo para él y su
familia. Consistía en un edificio octogonal alargado, iluminada por una
serie de ventanas ovaladas, y con el techo en cúpula, coronado por una
especie de calabaza que se prolongaba hacia arriba en espiral, forma que
les gustaba enormemente a los arquitectos suecos. La cubierta era de
cobre y estaba pintada de negro, mientras que los muros eran blancos.
Este mausoleo carecía de acceso desde la iglesia; tenía su pórtico y
escalinata en la fachada norte. Pasado el cementerio que rodea la
iglesia arranca el camino del pueblo, y en sólo tres o cuatro minutos se
llega a la puerta de la posada.
El primer día de estancia en
Rábäck, el señor Wraxall encontró la iglesia abierta, y tomó notas del
interior que acabo de resumir. No pudo entrar en el mausoleo. Observó,
mirando por el ojo de la cerradura, que tenía bellas imágenes de mármol,
sarcófagos de cobre y abundantes ornamentos heráldicos, cosa que le
puso muy ansioso en pasar un buen rato inspeccionando. Los papeles que
examinó resultaron ser del tipo que quería incluir en su libro. Había
correspondencia familiar, diarios y libros de los primeros dueños, todo
guardado y escrito con letra clara, lleno de detalles curiosos. El
primer De la Gardie aparecía en ellos como un hombre fuerte e
inteligente. Poco después de construida la mansión hubo un período de
agitación en la comarca, los campesinos se habían levantado y habían
atacado varios castillos causando algún estrago. El dueño de Rábäck tuvo
un papel destacado en la represión de la revuelta, y se hacía
referencia a la ejecución de los cabecillas y a diversos castigos
infligidos con mano implacable.
El retrato de este tal Magnus de
la Gardie era de los mejores que había en la casa, y el señor Wraxall lo
estudió con interés. No da una descripción detallada de él, pero intuyo
que el rostro debió de causarle impresión más por su fuerza que por su
belleza; de hecho, dice que el conde Magnus era un hombre fenomenalmente
repugnante.
Ese día el señor Wraxall cenó con la familia y regresó andando ya tarde, aunque aún no era de noche.
Recordar
preguntarle al sacristán -escribe- si puede dejarme entrar en el
mausoleo junto a la iglesia. Está claro que él sí puede porque le he
visto esta noche delante de la puerta.
Encuentro que al día
siguiente, por la mañana temprano, el señor Wraxall tuvo una
conversación con el posadero. Al principio me sorprendió que la
consignara con detalle, pero en seguida me di cuenta de que los papeles
que tenía ante mí eran, inicialmente al menos, material para el libro
que pensaba escribir, y que iba a ser de esas obras que admiten la
inclusión de entrevistas. Su propósito, dice, era averiguar si subsistía
alguna noticia oral del conde Magnus de la Gardie en el escenario donde
desplegó sus actividades, y si gozaba o no de la estima popular.
Averiguó que el conde no era querido. Si sus colonos llegaban tarde al
trabajo se les ataba al potro, o eran azotados en el patio de la
mansión. Hubo uno o dos casos de dueños de tierra que adentraron su
linde en los dominios del señor, y cuyas casas habían ardido de manera
misteriosa una noche de invierno con toda la familia dentro. Pero lo que
parecía tener más impresionado al posadero -porque volvió sobre ello
más de una vez- era que había tomado parte en la Peregrinación Negra, de
la que se había traído algo o a alguien.
Naturalmente, me
preguntaréis -como hizo el señor Wraxall- qué es eso de la Peregrinación
Negra; pero vuestra curiosidad tendrá que quedar insatisfecha, como
quedó la del señor Wraxall. El posadero eludió darle explicaciones, o
responderle siquiera; y al requerirse su presencia en otra parte, se
apresuró a marcharse con evidente alivio, asomando la cabeza por la
puerta unos minutos después para decir que tenía que salir para Skara y
que no estaría de vuelta hasta la noche. Así que el señor Wraxall tuvo
que acudir un poco frustrado a su trabajo diario en la mansión. Los
papeles que tenía entre manos en ese momento dieron muy pronto otro
curso a sus pensamientos, ya que se trataba de la correspondencia entre
Sophia Albertina, de Estocolmo, y su prima casada Ulrica Leonora, de
Rábäck, durante los años 1705-1710. Las cartas eran de excepcional
interés, dada la luz que arrojaban sobre la cultura de ese período en
Suecia, como puede confirmar cualquiera que las haya leído en el Boletín
de Manuscritos Históricos de Suecia, donde se publicaron en su
totalidad.
Por la tarde había terminado con ellas, y tras
devolver las cajas donde se guardaban a su sitio en la estantería,
procedió a bajar algunos de los volúmenes para decidir a cuál se
dedicaría al día siguiente. El anaquel con el que había dado estaba
ocupado en su mayor parte por una colección de libros de contabilidad,
con la letra del primer conde Magnus. Uno de ellos, no era de cuentas,
sino de alquimia, escrito con otra letra del siglo XVI. Como no está
familiarizado con la jerga alquímica, el señor Wraxall dedica un tiempo
que habría podido ahorrarse a desentrañar los títulos y preámbulos de
diversos tratados: el libro del Fénix, el libro de las Treinta Palabras,
el libro del Sapo, el libro de Miriam, el Turba philosophorum y otros; y
seguidamente expresa con gran entusiasmo su alegría al descubrir hacia
la mitad del libro, en una hoja originalmente en blanco, cierto escrito
del propio conde Magnus titulado. Liber nigrae peregrinationis. Es
cierto que eran sólo unas líneas, pero bastaban para demostrar que el
posadero se había referido esa mañana a una creencia al menos tan
antigua como el propio conde Magnus, y que probablemente éste compartía.
He aquí la traducción del escrito:
...Si alguien quiere obtener
una vida larga, si quiere asegurarse un mensajero fiel y ver la sangre
de sus enemigos, debe ir primero a la ciudad de Chorazin, y rendir allí
homenaje al príncipe... -aquí había raspada una palabra borrada, de
manera Wraxall la sustituyó por aeris (del aire). Pero no había más
texto: sólo una línea en latín:
Qui ere reliqua hujus materiei inter secretiora.
Ver el resto de esta materia entre las cosas más secretas.
Es
innegable que esto arrojaba una luz siniestra sobre los gustos y
creencias del conde; pero para el señor Wraxall la idea de que a su
poder hubiera podido añadir la alquimia, y a la alquimia algo así como
la magia, no contribuyó sino a hacérselo más pintoresco; y cuando, tras
contemplar su retrato en el vestíbulo, emprendió el regreso a la posada,
lo hizo absorto en el conde Magnus. No tenía ojos para ver a su
alrededor, ni percibía las fragancias vespertinas del bosque, ni la luz
del crepúsculo en el lago; y cuando de repente volvió en sí, se quedó
asombrado al descubrir que se hallaba ya ante la reja del cementerio. Su
mirada se detuvo en el mausoleo.
-¡Ah, estás ahí, conde Magnus! -dijo- ¡Cómo me gustaría verte!
Como
les ocurre a muchos hombres solitarios -escribe-, tengo el hábito de
hablar solo en voz alta; y a diferencia de las partículas griegas y
latinas, no espero respuesta. Desde luego, y quizá por fortuna en este
caso, no hubo ninguna voz ni nada digno de tener en cuenta: lo único que
pasó fue que a la mujer que limpiaba la iglesia se le cayó al suelo
algo metálico, supongo, y el ruido me sobresaltó. El conde Magnus, creo,
duerme profundamente.
Esa misma noche, el posadero, que había
oído decir al señor Wraxall que quería ver al cura ó diácono (como
suelen llamarlo en Suecia), le presentó a dicho personaje en el bar de
la posada. Al punto quedó acordada para el día siguiente una visita al
panteón de De la Gardie, y siguió una pequeña charla general. Al señor
Wraxall -recordando que una de las funciones de los diáconos
escandinavos es instruir a los que van a recibir la confirmación- se le
ocurrió refrescar su propia memoria sobre una cuestión bíblica.
-¿Podría decirme algo -dijo- sobre Chorazin?
El diácono pareció sobresaltarse, pero le explicó de buen grado cómo ese pueblo fue denunciado una vez.
-Seguramente, -dijo el señor Wraxall- hoy no quedarán de él más que ruinas.
-Eso espero. -replicó el diácono- Nuestros viejos sacerdotes dicen que el Anticristo nacerá allí; y hay rumores...
-¿Y qué cuentan esos rumores? -preguntó el señor Wraxall.
-Rumores, iba a decir, que he olvidado -dijo el diácono, y poco después se despidió.
El posadero se quedó solo y a merced del señor Wraxall.
-Herr
Nielsen, -dijo- he averiguado algo sobre la Peregrinación Negra, así
que puede contarme lo que sepa. ¿Qué trajo consigo el conde a su
regresó?
Puede que los suecos sean lentos en contestar, o puede
que el posadero fuera una excepción, no sé; pero el señor Wraxall anota
que se le quedó mirando al menos un minuto antes de abrir la boca. Luego
se acercó a su huésped y, tras un esfuerzo considerable, dijo:
-Señor
Wraxall, voy a contarle esa historia, pero nada más: ninguna más. Así
que no me pregunte nada cuando termine: en tiempos de mi abuelo (o sea,
hace noventa y dos años), dijeron dos hombres: El conde ha muerto; se
acabaron las preocupaciones. Esta noche cazaremos a placer en su bosque;
el gran bosque que cubre el monte, que ha visto usted detrás de Rabäck.
Bien, pues los que les oyeron les dijeron: No vayáis; seguro que si
vais os encontraréis con alguien que no debería andar; con alguien que
debería reposar, no andar. Pero los dos hombres se echaron a reír. No
había guardabosques que vigilasen, porque nadie quería cazar allí, y la
familia no estaba en la casa, de modo que podían hacer lo que quisieran.
Fueron
al bosque esa noche. Mi abuelo estaba sentado aquí, en esta sala. Era
verano, y con la ventana abierta podía ver el bosque, y oírlo. Estaba
con dos o tres parroquianos, escuchando. Al principio todos estaban en
silencio; después oyeron a alguien (ya sabe la distancia que hay) gritar
como si le arrancaran el alma. Los que estaban aquí se horrorizaron, y
permanecieron así al menos tres cuartos de hora. Después oyeron a
alguien a sólo unas trescientas anas: le oyeron reír a carcajadas; no
era ninguno de los que habían ido a cazar, y lo cierto es que nadie de
los presentes aquí se atrevió a decir que fuera una risa humana. Poco
después oyeron cerrarse una enorme puerta.
Esa madrugada, cuando salió el sol, fueron todos al cura, y le dijeron:
-Padre, vístase y venga a enterrar a Anders Bjórnsen y Hans Thorbjorn.
Como
comprenderá, estaban seguros de que habían muerto. Así que fueron al
bosque. Mi abuelo jamás lo olvidó; contaba que iban muertos de miedo. El
cura, también, estaba blanco como el papel. Después de escucharles
comentó:
-He oído un alarido en mitad de la noche, y después he oído una risa. Si no consigo olvidar eso, no podré volver a dormir.
Fueron,
pues, al bosque, y encontraron a esos hombres en la linde. Hans
Thórbjorn estaba de pie, con la espalda contra un árbol, y no paraba de
empujar con las manos el vacío que tenía delante. Así que no había
muerto. Lo llevaron a Nykjoping; pero murió antes del invierno; estuvo
empujando con las manos hasta el final. También encontraron a Anders
Bjornsen; pero estaba muerto. De él le puedo decir esto: había sido un
hombre guapo, pero ahora no tenía rostro; le habían succionado la carne,
dejándole los huesos. Mi abuelo no lo olvidó. Cargaron a Anders
Bjórnsen, le echaron un trapo sobre la cabeza, abrió la marcha el cura, y
se pusieron a cantar el salmo de difuntos lo mejor que sabían. Y cuando
iban por el final del primer versículo, tropezó uno de ellos, el que
llevaba la cabeza de la camilla, por lo que los otros se volvieron,
vieron que los ojos de Anders Bjórnsen miraban fijamente porque no
tenían párpados que los cerrasen. No podían soportarlo. Así que el cura
volvió a echarle el lienzo encima, mandó traer una azada, y allí mismo
le enterraron.
El señor Wraxall consigna al día siguiente, poco
después de desayunar, pasó el diácono a recogerle, y le llevó a la
iglesia y al mausoleo. Observó que la llave del mausoleo colgaba de un
clavo juntó al púlpito, y se le ocurrió que, como al parecer no cerraban
la puerta de la iglesia, no le sería difícil efectuar una segunda y más
reservada visita a los monumentos. No dejó de encontrar imponente el
edificio al entrar. Los monumentos, en su mayoría erigidos en los siglos
XVII y XVIII, eran dignos aunque recargados, y abundaban los epitafios y
los blasones. El espacio central de la estancia lo ocupaban tres
sarcófagos de cobre cubiertos de ornamentos. Dos de ellos tenían, como
es frecuente en Suecia y en Dinamarca, una gran cruz metálica en la
tapa. El tercero, del conde Magnus, al parecer, en vez de cruz tenía
grabada una efigie de tamaño natural, y alrededor varias franjas que
representaban diversas escenas. Una era una batalla, con un cañón
escupiendo humo, plazas amuralladas y tropas de piqueros. Otra
representaba una ejecución. En una tercera, entre árboles, había un
hombre corriendo con todas sus fuerzas, el pelo flotante y los brazos
extendidos. Tras él iba una figura extraña; era difícil determinar si el
artista había pretendido representar a un hombre y no había sabido
darle la semejanza necesaria, o si la había hecho todo lo monstruosa que
parecía. Dada la destreza con que estaba trazado el resto de la escena,
el señor Wraxall se inclinaba por esta segunda posibilidad. Era una
figura grotesca, envuelta en un ropaje con caperuza que arrastraba por
el suelo. La extremidad de la figura que asomaba no tenía forma de
brazo; el señor Wraxall la compara al tentáculo de un pulpo. Y añade: Al
ver esto me dije: Evidentemente se trata de alguna representación
alegórica; un demonio persiguiendo a un alma acosada. Quizá sea el
origen de la historia del conde Magnus y su misterioso compañero. Veamos
cómo está representado el montero: sin duda será un demonio tocando el
cuerno.
Pero, como descubrió a continuación, sólo encontró la
forma de un hombre envuelto en una capa en lo alto de un cerro, apoyado
en un bastón, observando la persecución con un interés que el grabador
había tratado de expresar en la actitud.
El señor Wraxall observó
los sólidos candados de acero que cerraban el sarcófago. Uno de ellos
había desprendido. Acto seguido, no queriendo entretener más al diácono
ni quitar más tiempo a su propio trabajó, continuó su camino hacia la
mansión.
Es curioso cómo -anota-, cuando uno hace un trayecto
familiar se abisma en sus pensamientos al extremo de perder la noción de
lo que le rodea. Esta noche es la segunda vez que no me he dado cuenta a
dónde me dirigía (es verdad que había planeado hacer una visita secreta
al mausoleo para copiar los epitafios), cuando de repente he vuelto en
mí, por así decir, y me he sorprendido abriendo la reja del cementerio
y, creo murmurando algo así cómo: ¿Estás despierto, conde Magnus?
¿Duermes, conde Magnus?; y algo más que no recuerdo. Creó que llevaba un
rato comportándome de esta manera insensata.
Encontró la llave
del mausoleo, y copió la mayor parte de lo que quería; de hecho, estuvo
allí hasta que empezó a quedarse sin luz.
Creó que me equivoqué
-escribe- al decir que había uno de los candados del sarcófago del conde
en el suelo; esta noche he visto que hay dos. Los he recogido y los he
puesto en el alféizar de la ventana después de intentar cerrarlos en
vano. El tercero sigue firme, y aunque supongo que es de resorte, no sé
cómo se abre. De haberlo sabido creo que habría cometido la osadía de
abrir el sarcófago. Es extraño el interés que se me ha despertado por la
personalidad de este antiguo noble, me temo que algo feroz y siniestro.
El
día siguiente resultó ser el último en que el señor Wraxall iba a
visitar Rábäck. Recibió cartas que le informaban de ciertas inversiones y
que hacían aconsejable su regreso a Inglaterra; había terminado su
trabajo con los documentos, y el viaje era lento. Así que decidió
despedirse, añadir unos toques finales a las notas, y partir. Estos
toques finales le ocuparon más de lo calculado. La hospitalaria familia
insistió en que se quedase a comer -comían a las tres-, y eran cerca de
las seis y media cuando traspuso la reja de hierro de Rábäck. Se fue
demorando a cada paso en su camino junto al lago, dispuesto a saturarse
de impresiones del lugar. Y al llegar al cementerio, en lo alto del
monte, se detuvo unos minutos a contemplar la ilimitada perspectiva de
bosque, desde sus pies a la lejanía, totalmente oscuro bajo un cielo
verde líquido. Cuando se volvió finalmente para reanudar la marcha, se
le ocurrió que debía despedirse del conde Magnus cómo había hecho del
resto de la familia de De la Gardie.
La iglesia estaba a sólo
veinte yardas, y sabía en dónde colgaba la llave del mausoleo. Un
momento después estaba ante el gran ataúd de cobre, y como de costumbre,
hablando consigo mismo en voz alta: Quizá fuiste algo bribón en tus
tiempos, Magnus -decía-; de todos modos, me habría gustado conocerte; o
mejor dicho...
En ese instante -cuenta-, sentí un golpe en el
pie. Lo retiré instintivamente, y algo pesado cayó en el pavimento. Era
el tercero y último de los candados que mantenía cerrado el sarcófago.
Me incliné a recogerlo, y -el Cielo es testigo- antes de incorporarme
sonó un chirrido de bisagras metálicas, y vi con absoluta claridad que
se levantaba la tapa. Quizá tuve una reacción cobarde, pero por nada del
mundo habría permanecido allí un segundo más. Salí del terrible
edificio en menos de lo que tardo en escribir estas palabras... casi con
la misma celeridad con que hubiera podido decirlas; y lo que aún me
asusta más: no pude echar la llave a la cerradura. Sentado aquí en mi
habitación, mientras consigno estos hechos (aún no hace veinte minutos
de todo esto), me pregunto si continuó el chirrido metálico. Sólo sé que
hubo algo más que me alarmó aparte de lo que he dicho, aunque no
consigo precisar si se trataba de un ruido o de una visión. ¿Qué he
hecho?
¡Pobre señor Wraxall! Al día siguiente emprendió el
regreso y llegó a Inglaterra sin novedad. Sin embargo, como deduzco del
cambio de letra y sus anotaciones incoherentes, era un hombre
psíquicamente destrozado. Uno de los varios cuadernos que me han
llegado, con anotaciones suyas, proporciona, no una clave, pero sí una
especie de indicio sobre su estado. Gran parte del viaje lo hizo en
trasbordador, y encuentro no menos de seis penosos esfuerzos por
enumerar y describir a sus compañeros de viaje. Son del siguiente tenor:
24. Sacerdote del pueblo de Skáne. Usual chaqueta negra y sombrero flexible negro.
25. Viajante de comercio que viene de Estocolmo y se dirige a Trollháttan.
26. Individuo con capa negra, sombrero de ala ancha, muy anticuado.
Esta
última anotación está subrayada; y añade el siguiente comentario: Tal
vez sea idéntico al número trece. Aún no le he visto la cara. Respecto
al número trece he averiguado que es un sacerdote romano con sotana.
El
resultado de la cuenta es siempre el mismo: de los veintiocho pasajeros
que cita, uno es siempre un hombre con una capa larga y sombrero ancho y
otro una figura baja con capucha oscura. Por otro lado, comenta que a
las comidas sólo asisten veintiséis; falta siempre el hombre de la capa,
y desde luego nunca está allí el individuo bajo. Al llegar a Inglaterra
parece que el señor Wraxall desembarcó en Harwich, y que decidió
ponerse fuera del alcance de cierta persona o personas que no
especifica, pero que evidentemente había llegado a creer que le seguían.
Así que tomó un vehículo -un coche cerrado-, ya que no se fiaba del
ferrocarril, y se dirigió a campo abierto al pueblo de Belchamp St.
Paul. Eran alrededor de las nueve de una noche de luna de agosto cuando
llegó. Iba mirando por la ventanilla cómo desfilaban veloces los campos y
los arbolados. De repente llegaron a una encrucijada, en una de las
esquinas había dos figuras de pie, inmóviles; las dos embozadas en ropas
oscuras; la más alta llevaba sombrero, la más baja una caperuza. No le
dio tiempo a verles la cara, ni los personajes hicieron gesto alguno que
él pudiese reconocer. Sin embargo, el caballo se espantó y emprendió el
galope, mientras el señor Wraxall se echaba hacia atrás en su asiento
presa del pánico. Los había visto anteriormente.
Llegado a
Belchamp St Paul, fue lo bastante afortunado para encontrar un
alojamiento amueblado y decoroso, y las siguientes veinticuatro horas
las vivió, relativamente hablando, en paz. Sus últimas notas las
escribió ese día. Son demasiado inconexas y exclamatorias para
incluirlas aquí; pero su sustancia es bastante clara.
Espera la
visita de sus perseguidores -no sabe cuándo ni cómo-, y su grito
constante es: ¿Qué he hecho?, y ¿Acaso no hay esperanza? Sabe que los
médicos le declararían loco, que la policía se reiría de él. El
sacerdote está ausente del pueblo. ¿Qué puede hacer, sino cerrar la
puerta con llave y encomendarse a Dios?
La gente de Belchamp St
Paul aún recordaba el año pasado cómo un señor desconocido llegó un
atardecer de agosto, hace años, y le encontraron muerto al segundo día
por la mañana, y hubo una investigación; los miembros del jurado que
vieron el cuerpo se marearon al ver el cadáver, y ninguno quiso contar
qué había visto; y el veredicto fue designio divino, y cómo las personas
que vivían en la casa la dejaron esa misma semana y se fueron del
lugar. Pero creo que ignoran que se haya arrojado nunca ninguna luz
sobre ese misterio. Y ocurre que el año pasado, esa casa vino a parar a
mis manos como parte de un legado. Llevaba desocupada desde 1863, y no
parecía haber esperanza alguna de alquilarla; de modo que la mandé
derribar. Entonces aparecieron los papeles que acabo de resumir en una
alacena olvidada bajo la ventana del mejor dormitorio.
M.R. James (1862-1936)
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