Primero fue la vaga sospecha de que otra cosa, y no el viento, moldeaba
formas extrañas en las cortinas. Un demente hubiese jurado que aquel
trazo de seda se apoyaba sobre una figura invisible, acariciando sus
contornos femeninos, haciendo de las cortinas una media forma de mujer,
espectral y arrebatadora.
Ahora, cuando pienso en aquella noche,
me río de mi ignorancia. No fue el viento quien esculpió su fisionomía,
ni la luna quien dibujó el mármol de su piel.
Apareció precedida
por una inquietud sorda. Débiles atisbos de un terror arcaico fueron
barridos a medida que sus ojos cobraron consistencia. Surgió entre los
pliegues de la seda; caminando altiva, torciendo la realidad con el
movimiento de sus caderas. Avanzó en silencio hasta mi lecho,
silenciosa, fugitiva.
La belleza puede ser motivo de desaliento,
de profunda desolación, y así me sentí en su presencia. Todas las líneas
de su cuerpo habían sido cinceladas, urdidas en la noche del tiempo,
cuando por el mundo se arrastraban seres sin nombre; olvidados por los
sabios pero evocados diariamente por los niños que temen aquello que
respira, implacable, en la oscuridad de sus cuartos.
La figura
siguió avanzando. Sus pasos etéreos parecían flotar sobre el suelo.
Contemplé su cabello: ráfagas de penumbra derramándose sobre un cuello
blanco e interminable. Sus labios parecían los pétalos suaves de alguna
flor ignota; apenas entreabiertos, prometiendo un dulce paraíso de
tortuosa delectación. Detrás, el resplandor apagado de unos dientes
luctuosos, que bajo la luz incierta de la luna brillaron como pequeñas
dagas hechas de hielo.
Y los ojos. ¡Los ojos! Me abandoné en
aquellos pozos oscuros mientras la figura acomodaba sus caderas sobre mi
cuerpo. Reposó su piel helada sobre mi y comenzó su danza. Sus manos me
recorrían desgarrándome el pecho. Acompañé sus movimientos torpemente a
medida que el ritual crecía. Espasmos circulares fueron ardiendo sobre
ambos. Sus piernas se cerraron sobre mis flancos, y permaneció inmóvil,
escrutando mis ojos, mi alma, mi deseo furioso de aniquilarme bajo sus
caricias; mientras me quemaba en su interior.
Entonces dejó caer
su cuerpo sobre el mío, cubriéndome con su piel fría. Besó delicadamente
mi cuello, saboreando la promesa, la anticipación de un placer
infinitamente mayor.
Mañana.
Si aquella voz sonó en mi
mente o vibró en aire, no lo sé. El día arde en el horizonte, y un
crepúsculo rojo baña las últimas nubes del poniente. Escribo estas
líneas desde mi lecho, pues sospecho que mañana mis ojos ya no
contemplarán el día.
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