Varios de ustedes ya deben estar enterados del caso, especialmente
aquellos que viven en Buenos Aires. Para mí, lo mórbido del asunto
radica en que conocí personalmente a Franco, y nunca, ni en mis sueños
más exaltados, pude imaginar que en su alma se agitasen semejantes
fantasmas.
Para quien tenga la voluntad de hacerlo dejo a
continuación algunas de las notas que pude copiar de los originales, los
cuales están en poder de la policía, naturalmente. Traducir los
garabatos de mi amigo fue una tarea difícil. Cuando los escribió,
evidentemente, ya padecía de severas alucinaciones.
Aquí está el Diario de los últimos días de Franco.
Jueves. Noche.
El silencio era mi compañía, y los libros, claro; siempre los libros.
Mi
felicidad adquiere muy pocas formas, y una de ellas es la lectura.
Supongo que en un mundo como el nuestro, cada vez menos gente siente ese
cariño por los libros, y no hablo de la lectura en su totalidad;
generalidad inconcebible que abarca hasta las indicaciones de un
prosaico jabón en polvo, sino de la lectura de libros, del libro como
rostro de la felicidad.
Hace algunos años heredé la biblioteca de
mi abuelo, el cual poseía algunas primeras ediciones, nada demasiado
notable, me temo; pero en cuya inmensidad me había sumergido durante mis
primeras exploraciones literarias.
Recibí los textos en mi
hogar, y pronto comencé a deambular por aquellos parajes conocidos, que
sin embargo habían adquirido con los años algunos matices nuevos,
tersuras que no había sospechado en mi juventud. Así fue como dí con el Libro de los Vampiros.
Estoy
seguro que el abuelo lo adquirió en los años posteriores a mi partida,
ya que de otra manera lo hubiese reconocido: Lomo negro, cinco anillos,
cuero de Tesalia, oscuro y duro como la cima del Parnaso, y en la tapa,
un rostro, la viva imagen de mis pesadillas.
Esperaré al fin de
semana para estudiarlo, no quiero que nada importune ese momento de
profunda intimidad que es la lectura. El sólo pensar en devanar sus
páginas me produce un vértigo casi patológico; casi me atrevo a afirmar
que la aguda puntada que siento en el estómago, es producto del placer
anticipado de su lectura.
Viernes. Crepúsculo.
Me
senté frente al libro, con una taza de café y un bloc de notas para ir
desgranando mis observaciones, tarea en la que suelo dar algunos atisbos
de astucia mal encauzada. Nada, ni siquiera la lectura de los más
abominables grimorios medievales, iban a prepararme para los horrores
que contemplé en sus páginas.
La primera página impresa contenía
unos caracteres que no me resultaron extraños, eran abreviaturas, pero
no del latín vulgar, como suele ocurrir en estos casos, sino de un
dialecto, muy utilizado por los monjes italianos del siglo XII para
comunicarse con los copistas enviados por los países nórdicos, pero poco
conocido en las escrituras encriptadas de siglos posteriores, llamado
la Teufalia.
En esta página se hacían ciertas advertencias al
lector, sobre cómo se debía actuar en caso de caer en las manos del
clero, o aún peor, en las de su brazo armado, la Santa Inquisición.
La
primera prueba impuesta al iniciado era el desarraigo de las cuestiones
mundanas, razón por la cual, se imponía como prueba de valor realizar
un crimen, cuyas particularidades consistían en estirar el sufrimiento
de la víctima hasta los límites del infierno. Mis ojos no daban crédito a
lo que veían: allí se daban instrucciones precisas sobre como dilatar
las agonías del envenenamiento durante años, incluso décadas.
¿Qué
macabra voluntad es capaz de contemplar los horribles estertores
durante años, los gritos lastimeros, agónicos, y sin embargo seguir
suministrando a la víctima las dósis necesarias para que sufra
indeciblemente, pero negándole el placer de una capitulación?
La
sola lectura de ese texto diabólico era nauseabunda en extremo, de sus
páginas se desprendían las más horribles pesadillas que un hombre puede
concebir. De todas maneras, y pido perdón a Dios por ello, sus hedores
tenían algo de narcótico, algo persuasivo que impulsaba hacia adelante, a
seguir sin importar qué nuevas formas del horror nos depararían las
siguientes páginas.
Ya bien entrada la madrugada, cerré el libro, agotado, con un agudo palpitar en el estómago.
Sábado. Alguna hora de la Oscuridad.
No
sé que extraña fuerza me atenaza, pero no pude tocar el libro mientras
el sol estaba alto en el cielo. Supongo que debo estar ciertamente
sugestionado, y no es para menos. No sé qué me atemoriza más, si mi
atracción hacia el manuscrito, o mi absoluta ausencia de pesadillas
durante la noche posterior a su lectura.
Los dolores de estómago ceden durante la lectura del texto.
Comencé la lectura en esa hora incierta que precede a la aurora.
En
los nuevos capítulos anidan nuevos fantasmas. Al parecer, el manuscrito
es, después de todo, una versión de un grimorio desaparecido,
posiblemente relacionado con el Códex Seraphinianus, pero anterior al
Petit Albert. Ya se vislumbra la sombra de los vampiros,
sus indicaciones son precisas, quirúrgicas. Cada vez me convenzo más de
que ninguna mano humana ha podido esgrimir semejante lienzo de
espantos.
No. La Respuesta hay que buscarla en otro lado.
La segunda parte de la iniciación consiste en la profanación de tumbas, tarea atroz que es descrita con toda minuciosidad.
Es necesaria la carne impura de un pariente de sangre para realizar el ritual, cuya lectura pretendo finalizar antes de mañana.
Domingo. Noche.
La
verdad me ha iluminado con un resplandor cegador. Las últimas páginas
hablan de pasión, de sangre; hablan del despertar a una nueva realidad.
Tiene
que ser cierto. Todo es demasiado coherente para enmascarar un fraude.
El abuelo bien lo sabía, y la abuela...bueno, la abuela ha sido un
elemento necesario, vital, de la Gran Obra.
Dejo un breve
fragmento para que entiendas, Sebastián, que las palabras no son frías
expresiones de la mente humana, sino de algo más:
"...Así como el
Salvador vierte su sangre divina para purificar al mundo, nosotros
vertimos la nuestra para concebir a nuestros hermanos; y Él, hijo del
cielo, que convirtió a los hombres en sagrados mediante su sacrificio,
nosotros, os santificamos con nuestro sublime amor, cuya naturaleza
consiste en alejar a los hombres de las garras de la fe. No huiremos, ni
rehusaremos de nuestra esencia. Nuestro señorío permanece en las
sombras, más no nos ocultamos, vivimos entre el ganado, entre el latir
de vuestros corazones, entre las revoluciones que se agitan en vuestras
venas, cáliz de vuestros espíritus efímeros e informes. Escuchad nuestro
llamado y abrid los ojos a la Noche Eterna, nuestra tierna Madre os
espera para arroparos con su manto de sutil ternura, de caricias que no
conocen la vergüenza. Escuchad nuestro susurro en las cortinas de la
habitación, en el viento que agita los árboles, en la sombra furtiva que
se escapa a vuestros ojos, pero que palpita en vuestros espíritus con
la intensidad de la realidad más tangible. Escuchad el llamado, Ella os
espera..."
El cementerio está cerca...la piel que envuelve este
cuerpo humano pronto será un velo para la otra naturaleza, aquella que
palpita en mis venas con una pulsión irrefrenable.
No hay nada
más para escribir, no tengo palabras, Sebastián, no hay herramientas en
ninguna lengua humana que puedan expresar este fuego en los labios, esta
necesidad de vida, de sentir el terciopelo de un ignoto cuello estallar
bajo mis colmillos.
Me despido, el Libro es tuyo, para quemarlo...o para leerlo, y unirte a nosotros.
Tu Amigo, Franco.
El
resto pertenece a las noticias policiales, las cuales han dedicado
algunas líneas a esta pequeña tragedia, y nada más. El mundo jamás se
sacia de horrores.
Para completar algunos detalles oscuros del
relato, diré que Franco violentó la bóveda donde descansaban los restos
familiares y practicó allí sus rituales, los cuales, por prudencia,
prefiero omitir.
Los forenses, quienes debieron primero probar
que los restos que aún se conservaban pertenecían a los abuelos de mi
amigo, han logrado abrir un nuevo sumario sobre el que nada se sabía
antes de esta pesadilla. Al parecer, en el cadáver de la abuela de
Franco, Martina Chialvino, se han encontrado restos de algo que bien
pueden ser las secuelas de un cáncer óseo (del que nunca tuvimos
conocimiento), o los residuos de la ingesta prolongada de ciertas
sustancias tóxicas.
De Franco, no sabemos nada; después de profanar el sepulcro familiar ha desaparecido. La policía confía en atraparlo pronto.
Sobre el Libro de los Vampiros
no puedo decir mucho, ya que no pude encontrar ningún manuscrito que
coincida con la descripción que se da en el Diario de mi difunto amigo.
Por
estos días me estoy hospedando en la casa de Franco, hasta terminar con
las tediosas e interminables tareas burocráticas que suelen rodear a la
muerte de un hombre joven. Reconozco que durante las noches tengo
miedo, imagino que en cualquier momento oiré sus pasos acercándose a mi
habitación; pero a decir verdad, lo que más me preocupa no son los pasos
de mi amigo, ni El Libro de los Vampiros,
ni las profanaciones ni los espectros, sino este curioso y punzante
dolor de estómago, que coincidió con el inicio de estos horrores, y que
cada día comienza a duplicar su violencia.
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