miércoles, 19 de diciembre de 2012

Las criptas de Yoh-Vombis.


Si los doctores tienen razón en su diagnóstico, me quedan tan sólo unas pocas horas marcianas de vida. Durante esas horas, intentaré contar, como una advertencia a otros que podrían seguir nuestros pasos, los extraordinarios y terribles acontecimientos que dieron fin a nuestras investigaciones en las ruinas de Yoh—Vombis. Si mi narración sirve al menos para impedir futuras exploraciones, el contarla no habrá sido en vano. Éramos ocho, arqueólogos profesionales con más o menos experiencia en la tierra y extraplanetaria, que partimos con guías nativos desde Ignarh, la metrópoli comercial de Marte, para estudiar esta antigua ciudad, abandonada durante evos. Allan Octave, nuestro líder oficial, debía su mando a conocer más arqueología marciana que ningún otro terrestre sobre la superficie del planeta; y otros del grupo, como William Harper y Jonas Halgren, habían estado asociados con él en muchas de sus anteriores exploraciones. Yo, Rodney Severn, era algo más novato, habiendo pasado apenas unos pocos meses sobre la superficie de Marte; y la mayor parte de mis incursiones ultraterrenas se habían visto confinadas a Venus. Los desnudos aihais, de pecho esponjoso, habían hablado, de manera disuasoria, sobre vastos desiertos llenos de tormentas de arena en continuo movimiento, a través de los cuales debíamos pasar para alcanzar Yoh—Vombis; y, a pesar de nuestras generosas ofertas de paga, había resultado difícil contar con guías para el viaje. Por tanto, estuvimos satisfechos a un tiempo que sorprendidos, cuando alcanzamos las ruinas tras siete horas de movernos lentamente por la plana desolación, amarilla naranja y sin árboles, al sudoeste de Ignarh.

Contemplamos nuestro destino, por primera vez, al ponerse el pequeño y remoto sol. Durante un rato, creímos que las torres, sin techo e inclinadas como árboles, y los monolitos rotos eran los de una ciudad desconocida, distinta de la que buscábamos. Pero la situación de las minas, que se extendían formando una especie de arco cubriendo casi por completo una elevación, de una legua de longitud gnéisica, compuesta por roca desnuda y erosionada, junto al tipo de arquitectura, pronto nos convencieron de que habíamos encontrado nuestro objetivo. Ninguna otra ciudad antigua de Marte estaba dispuesta de esa manera, y los extraños contrafuertes, de muchas terrazas, eran privativos de la raza prehistórica que había construido Yoh—Vombis. He visto los venerables muros de Machu Pichu alzarse al cielo en medio de los desolados Andes; y las murallas congeladas de Uogam, obra de gigantes, en las tundras glaciales del hemisferio nocturno de Venus. Pero éstas eran cosas como del ayer, comparadas con los muros que ahora contemplábamos. Toda la región estaba alejada de los vivificantes canales, más allá de cuyos contornos incluso la flora y la fauna más dañina era encontrada sólo raramente. Pero aquí, en este lugar de esterilidad petrificada, de miseria y soledad eternas, parecía que la vida nunca podría haber tenido lugar.

Creo que todos tuvimos la misma impresión cuando estuvimos de pie mirando en silencio mientras el pálido ocaso caía sobre las oscuras minas megalíticas. Recuerdo haber jadeado un poco, en un aire que parecía haber sido tocado por la frialdad irrespirable de la muerte; y escuché la misma aguda y laboriosa respiración procedente de otros de nuestro grupo.

—Este sitio está más muerto que una morgue egipcia —comentó Harper.
—Desde luego, es más antiguo —asintió Octave—. De acuerdo con las leyendas más dignas de confianza, los yorhis, quienes edificaron Yoh Vombis, fueron exterminados por la actual raza gobernante hace, por lo menos, cuarenta mil años.
—Hay una historia, ¿no? —dijo Harper— sobre cómo los últimos supervivientes de los yorhis fueron destruidos por un agente desconocido..., algo demasiado horrible y fuera de lo normal como para ser mencionado ni siquiera en un mito.
—Por supuesto, he oído esa leyenda –asintió Octave—. Quizá entre las minas encontremos pruebas que la afirmen o la desmientan. Los yorhis pueden haber sido barridos por alguna terrible epidemia, como la pestilencia Yashta, que era una especie de hongo verde que se comía los huesos del cuerpo, junto con los dientes y las uñas. Pero no debemos temer contagiarnos. Si hay momias en Yoh—Vombis..., las bacterias estarán tan muertas como sus víctimas, después de tantos ciclos de deshidratación planetaria.

El sol se había puesto con una rapidez sorprendente, como si hubiese desaparecido por medio de una especie de prestidigitación, más que por el proceso normal de su puesta. Sentimos al instante el frío del verdiazul ocaso; y el éter sobre nosotros era como una enorme cúpula transparente de hielo sin sol salpicado con un millón de brillos apagados que eran las estrellas. Nos pusimos nuestras capas y nuestros gorros de piel marciana, que siempre debíamos llevar por la noche; y, dirigiéndonos al oeste de las murallas, establecimos nuestro campamento a su socaire, para estar un poco protegidos del jaar, el cruel viento del desierto que siempre sopla antes del alba. Entonces, encendiendo las lámparas de alcohol, que habían sido traídas con propósitos culinarios, agrupamos en torno a ellas mientras la cena era preparada y consumida. Después, por comodidad más que por cansancio, nos retiramos pronto a nuestros sacos de dormir; y los dos aihais, nuestros guías, se envolvieron en los pliegues de sus telas de bassa, semejantes a mortajas, que es toda la protección que sus pieles correosas parecen necesitar, incluso a temperaturas por debajo de cero. Hasta dentro de mi gordo saco, de forro doble, notaba el rigor del aire de la noche; y estoy seguro de que fue esto, más que ninguna otra cosa, lo que me mantuvo despierto mucho rato e hizo mi eventual reposo algo intranquilo e interrumpido. En cualquier caso, no estaba preocupado ni por el menor presagio de alarma o peligro; y me habría reído ante la idea de que algo peligroso podía acechar en Yoh—Vombis, entre cuya pasmosa e insospechable antigüedad, los propios fantasmas de sus muertos habían de haberse desvanecido en la nada hacía mucho tiempo.

Debí quedarme adormecido una y otra vez, con intervalos de estar despierto a medias. Por fin, durante uno de estos intervalos, fui vagamente consciente de que las lunas gemelas, Fobos y Deimos, proyectaban enormes y alargadas sombras sobre las torres sin techo; sombras que casi tocaban las formas brillantes y embozadas de mis compañeros. Toda la escena estaba encerrada en una tranquilidad pétrea, y ninguno de los durmientes se revolvió. Entonces, cuando mis párpados estaban a punto de cerrarse, recibí una impresión de movimiento desde la oscuridad congelada; y me pareció que una parte de la sombra delantera se había separado y se arrastraba en dirección a Octave, que descansaba más cerca de las ruinas que los demás. Incluso a través de mi pesado letargo, me sentí molesto por una advertencia de algo antinatural y tal vez ominoso. Empecé a incorporarme, y, mientras me movía, el objeto umbrío, lo que quiera que fuese, retrocedió y se mezcló de nuevo con la sombra más grande. Su desaparición me sorprendió despertándome por completo; y, con todo, no podía estar seguro de haber visto la cosa. En aquel breve vistazo final me había parecido como un trozo de tela o cuero, toscamente circular, oscuro y arrugado, de diez o doce pulgadas de diámetro, que corría por el suelo doblándose como un gusano, plegándose y estirándose de una manera sorprendente mientras avanzaba.

No volví a dormirme en casi una hora; y, de no haber sido por el frío extremo, me habría levantado, indubitablemente, e investigado para asegurarme si había contemplado un objeto de una naturaleza tan fuera de lo común o si sencillamente lo había soñado. Pero me convenció, más y más, que se trataba de algo demasiado improbable y fantástico como para haber sido otra cosa que el producto de un sueño. Y, por fin, comencé a cabecear con un sueño ligero. Me despertó el suspiro, gélido y demoniaco, del jaar a través de las paredes melladas, y vi que la débil luz de la luna había recibido la ascensión incolora de un alba temprana. Todos nos levantamos y preparamos nuestros desayunos con dedos que se quedaban atontados a pesar de las lámparas de alcohol. Mi rara experiencia visual de la noche había adquirido, más que nunca, una irrealidad fantasmagórica; y no le dediqué más que un pensamiento pasajero y no se la mencioné a los otros. Estábamos ansiosos por comenzar nuestras exploraciones; y, un poco más tarde de la puesta de sol, comenzamos nuestro paseo inicial de examen. Por extraño que pareciese, los dos marcianos se negaron a acompañarnos; impasibles y taciturnos, no ofrecieron una razón explícita, pero, evidentemente, nada les induciría a entrar en las ruinas de Yoh—Vombis. Si estaban o no asustados de las ruinas, fuimos incapaces de establecerlo; sus caras enigmáticas, con sus pequeños ojos oblicuos y enormes fosas nasales abiertas, no traicionaban ni miedo ni ninguna otra emoción comprensible al hombre. Como respuesta a nuestras preguntas, simplemente dijeron que ningún aihai había puesto el pie entre las ruinas desde hacía mucho tiempo. Aparentemente, había algún tabú misterioso relacionado con aquel lugar.

Como equipo en aquel paseo preliminar, nos llevamos tan sólo dos linternas eléctricas y una palanca de hierro. Nuestras otras herramientas, y algunos cartuchos de explosivo de alta potencia, los reservábamos para emplearlos más tarde, en caso de que resultasen necesarios una vez que hubiésemos explorado el terreno. Uno o dos llevábamos armas automáticas; pero éstas también fueron dejadas atrás, porque parecía absurdo imaginar que alguna forma de vida sería encontrada entre las ruinas. Octave estaba visiblemente nervioso al comenzar nuestra inspección; y mantuvo un fuego constante de comentarios y exclamaciones. El resto de nosotros estuvo tranquilo y silencioso; era imposible apartar el sombrío temor y el asombro que nos provocaban aquellas piedras megalíticas. Avanzamos alguna distancia por entre los edificios triangulares con terrazas, siguiendo las calles en zigzag que correspondían a esta peculiar arquitectura. La mayoría de las torres estaba, más o menos, en ruinas; y, por todas partes, vimos la profunda erosión ocasionada por ciclos de viento soplando y por la arena que, en muchos casos, había gastado, redondeándolos, los ángulos afilados de los poderosos muros. Entramos en algunas de las torres, pero encontramos en su interior el más completo vacío. Lo que quiera que hubiesen contenido a manera de mobiliario debía haberse deshecho en el polvo hacía mucho tiempo; y el viento había sido soplado lejos por las inquisitivas galernas del desierto.

Al cabo, llegamos al muro de una vasta terraza, tallada de la propia meseta. En esta meseta, los edificios centrales estaban agrupados en una especie de acrópolis. Un tramo de escaleras, comidas por el tiempo, diseñadas para miembros más largos que los de los hombres o incluso de los larguiruchos marcianos modernos, permitía el acceso a la plataforma tallada. Parándonos, decidimos retrasar nuestra investigación de los edificios superiores, los cuales, más expuestos que los demás, se hallaban doblemente ruinosos y estropeados, y lo más probable es que poco tuviesen que ofrecernos como recompensa a nuestros esfuerzos. Octave había comenzado a expresar su desilusion ante nuestro fracaso a la hora de encontrar un artefacto que arrojase alguna luz sobre la historia de Yoh—Vombis. Entonces, un poco a la derecha de la escalera, encontramos una entrada en la pared principal, medio bloqueada por antiguos escombros. Detrás del montón de detritus, encontramos el nacimiento de un tramo de escaleras descendentes. De la abertura salía oscuridad, mustia con la primordial estancación de la podredumbre; y no podíamos ver por debajo del primer escalón, que daba la impresión de estar suspendido sobre una sima negra. Arrojando el rayo de su linterna en el abismo, Octave comenzó a descender por las escaleras. Su ansiosa voz nos llamó para que le siguiésemos. Al fondo de los altos y difíciles escalones, encontramos una cripta larga y amplia, como un salón subterráneo. Su suelo tenía una profunda capa de polvo de antigüedad inmemorial. El aire estaba singularmente cargado, como si los restos de una antigua atmósfera, menos tenue que la del Marte de hoy, se hubiesen acomodado y quedado en aquella oscuridad estancada. Era más difícil de respirar que el aire exterior; estaba lleno de efluvios desconocidos, y el ligero polvo se levantaba ante nosotros a cada paso, difundiendo un leve olor de corrupción pasada, como el polvo de momias maceradas.

Al fondo de la cripta, ante un tramo de escaleras que se levantaban, nuestras linternas mostraron una inmensa urna o cuenco hueco, apoyado en unas piernas cortas con forma de cubo, y hecho con un material apagado de color verde negruzco. En su fondo descubrimos un depósito de fragmentos oscuros parecidos a cenizas, que daban un leve pero desagradable olor pungente, como el fantasma de otro olor más poderoso. Octave, inclinándose sobre el borde, empezó a toser y estornudar al inhalarlo.

—Ese material, lo que quiera que fuese, debió ser un fumigante bastante fuerte —comentó—. La gente de Yoh—Vombis debió usarlo para desinfectar estas criptas.

El umbral detrás de la urna hueca nos admitió a una habitación más grande cuyo suelo estaba relativamente libre de polvo. Encontramos que la oscura piedra debajo de nuestros pies estaba marcada con dibujos geométricos multiformes, dibujados con piedra ocre, entre los cuales, como en las cartelas egipcias, había incluidos jeroglíficos y dibujos altamente formalizados. Poco podíamos interpretar de la mayoría de ellos, pero las figuras que muchos contenían estaban sin duda diseñadas para representar a los propios yorhis. Como los aihais, eran altos y angulosos, con grandes pechos como fuelles. Las orejas y las fosas nasales no eran tan enormes como las de los marcianos modernos, hasta el punto que podíamos juzgar. Todos estos yorhis estaban representados desnudos; pero en una de las cartelas, realizada con un estilo más apresurado que las demás, nos fijamos en dos figuras cuyos cráneos, altos y cónicos, estaban envueltos en una especie de turbantes, los cuales parecían estar a punto de quitarse o de ajustar. El artista había dado un especial énfasis al gesto con el que los sinuosos dedos, de cuatro articulaciones, estaban tirando de estos tocados; y toda la postura parecía extrañamente contorsionada. Naciendo de la segunda cripta, había pasadizos que se ramificaban por todas direcciones, conduciendo a un verdadero dédalo de catacumbas. Aquí enormes urnas panzudas del mismo material que el cuenco de fumigar, pero más altas que la cabeza de un hombre y equipadas con tapaderas de asas angulares, estaban alineadas en filas solemnes a lo largo de las paredes, dejando escaso espacio para que dos de nosotros pasásemos andando juntos. Cuando conseguimos quitar una de las enormes tapas, vimos que la jarra estaba llena hasta el borde con cenizas y fragmentos de hueso incinerado. Indubitablemente (como es todavía la costumbre marciana), los yorhis habían guardado los restos incinerados de familias enteras en una única urna.

Incluso Octave guardó silencio mientras continuábamos, y una especie de pasmo meditativo pareció sustituir su anterior nerviosismo. El resto de nosotros, creo, nos sentíamos aplastados como un solo hombre por la sólida oscuridad y la antigüedad que desafiaba la imaginación, en la cual parecía que nos introducíamos más a cada paso. Las sombras temblaban a nuestro alrededor como las alas, monstruosas y deformes, de murciélagos fantasmas. Por todas partes no había nada más que el polvo atomizado de las edades, y las jarras que contenían las cenizas de un pueblo largo tiempo extinto. Pero, pegada al techo alto en una de las criptas siguientes, vi una mancha, oscura y arrugada, de forma circular, como un hongo marchito. Era imposible alcanzar la cosa, y continuamos, después de mirarla, haciendo muchas conjeturas inútiles. Por extraño que parezca, no conseguí recordar en aquel momento el oscuro objeto que había visto, o con el que había soñado, la noche antes. No tengo ni idea de la distancia que habíamos recorrido cuando llegamos a la ultima cripta; pero parecía que habíamos estado vagabundeando durante años por aquel olvidado mundo subterráneo. El aire se estaba volviendo más asqueroso e irrespirable, con una cualidad densa, empapada, como procedente de un sedimento de podredumbre material; y casi habíamos decidido dar la vuelta. Entonces, sin previo aviso, al final de una larga catacumba, con urnas alineadas, nos encontramos frente a frente con una pared lisa. Aquí nos topamos con uno de nuestros descubrimientos más extraños y el más desconcertante..., una figura momificada, e increíblemente desecada, de pie junto a la pared. Tenía más de siete pies de estatura, era de un color marrón bituminoso y estaba completamente desnuda a no ser por una especie de capucha negra que cubría la parte superior de su cabeza y caía en pliegues arrugados a los lados. Por su tamaño y contorno generales, era claramente uno de los antiguos yorhis..., quizá el único miembro de su raza cuyo cuerpo había permanecido intacto.

Todos sentimos un estremecimiento inexplicable ante la increíble antigüedad de esta cosa encogida, que, en el aire seco de las criptas, había aguantado todas las vicisitudes históricas y geológicas del planeta, para proporcionar un lazo visible con ciclos perdidos. Entonces, mientras mirábamos más de cerca con nuestras linternas, vimos por qué la momia había conservado una posición vertical. En los tobillos, rodillas, cintura, hombros y cuello estaba sujeta a la pared por pesadas bandas de metal, tan profundamente gastadas y oscurecidas por una especie de herrumbre, que no habíamos conseguido distinguirlas a primera vista de las sombras. La extraña capucha sobre la cabeza, al examinarla más de cerca, seguía confundiéndonos. Estaba cubierta de una pelusa, como moho, tan sucia y polvorienta como antiguas telarañas. Algo respecto a ella, no sabría decir qué, resultaba repugnante y vomitivo.

—¡Vive Dios! ¡Este es un auténtico hallazgo! —exclamó Octave mientras acercaba su linterna al rostro momificado, donde las sombras se movían como seres vivientes en las cuencas de los ojos profundas como la brea, y en las enormes fosas nasales triples y anchas orejas de soplillo que se despegaban por debajo de la capucha.

Sujetando aún la linterna, levantó la mano libre y tocó el cuerpo con mucha delicadeza. A pesar de lo delicado que fue su tacto, la parte inferior del tronco de barril, las piernas, las manos y los antebrazos, todos comenzaron a pulverizarse dejando la cabeza, la parte superior del tronco y los brazos colgando aún de las argollas de metal. El proceso de deterioro había sido extrañamente desigual, porque las porciones restantes no daban señal alguna de desintegración. Octave gritó desalentado, y entonces comenzó a toser y a estornudar, mientras la nube de polvo marrón, flotando liviana como el aire, le envolvía. Los demás retrocedimos para evitar el polvo. Entonces, por encima de la nube que se extendía, vi algo increíble. La capucha negra sobre la cabeza de la momia empezó a encogerse y a hacer movimientos nerviosos hacia arriba en las esquinas, se retorcía con un movimiento verminoso, cayó del cráneo encogido, pareciendo doblarse y desdoblarse de manera convulsiva en mitad del aire mientras caía. Entonces, descendió sobre la cabeza desnuda de Octave, quien, en su desconcierto ante la desintegración de la momia, se había quedado de pie cerca de la pared. En ese instante, con un espasmo de repentino terror, recordé la cosa que se había arrastrado desde las sombras de Yoh—Vombis a la luz de las lunas gemelas, y que había retrocedido como un fragmento de mis sueños ante los primeros movimientos de mi despertar. Agarrándose fuertemente como una tela ceñida, la cosa envolvió el pelo, la frente y los ojos de Octave, y él gritó salvajemente, con incoherentes peticiones de ayuda, y tiró con dedos frenéticos de la capucha, pero no consiguió aflojarla. Entonces, sus gritos empezaron a ascender en un loco crescendo de agonía, como si estuviese bajo el instrumento de alguna tortura infernal; y bailaba y daba saltos ciegamente por la cripta, evitándonos con extraña rapidez cuando saltábamos adelante en un esfuerzo para alcanzarle y liberarle de su extraño estorbo.

Todo el acontecimiento resultaba tan misterioso como una pesadilla; pero la cosa que había caído sobre su cabeza era claramente una forma de vida marciana sin clasificar que, contrariamente a todas las leyes de la ciencia, había sobrevivido en aquellas catacumbas de antigüedad primordial. Debíamos, si podíamos, rescatarle de sus garras. Intentamos aproximarnos a la figura frenética de nuestro jefe..., que en el espacio, lejos de amplio, entre las últimas urnas y la pared, debería haber sido un asunto fácil. Pero, alejándose, de una manera doblemente incomprensible a causa de su situación de tener los ojos tapados, nos rodeó y se alejó, desapareciendo entre las urnas hacia la parte exterior del laberinto de catacumbas entrecruzadas.

—¡Dios mío! ¿Qué le ha sucedido? –exclamó Harper—. Este hombre actúa como si estuviese poseído.
No había tiempo, evidentemente, para ponerse a discutir el enigma, y todos perseguimos a Octave tan de prisa como nuestra sorpresa nos lo permitió. Le habíamos perdido de vista en medio de la oscuridad; y, cuando llegamos a la primera división de las criptas, estábamos dudando qué pasadizo habría tomado, hasta que escuchamos un grito agudo, repetido varias veces, en una catacumba que estaba muy a la izquierda. Había una extraña cualidad ultraterrena en aquellos gritos, que podría haber sido producida por el aire largamente estancado, o por las peculiares condiciones acústicas de las cavernas que se ramificaban. Pero, de alguna manera, no podía imaginármelos partiendo de labios humanos..., por lo menos, no los de un hombre viviente. Tenían una cualidad agónica, mecánica y sin alma, como si hubiesen sido arrancados de un cadáver empujado por los demonios. Precedidos por las luces de nuestras linternas en las sombras agazapadas, fugitivas, corrimos entre las filas de grandes urnas. Los gritos se habían apagado en el silencio sepulcral; pero en la distancia escuchamos el sonido ligero y apagado de pies que corrían. Continuamos en una precipitada persecución; pero, jadeando dolorosamente en el aire viciado, infecto, pronto nos vimos obligados a aflojar el paso sin tener a nuestra vista a Octave. Muy débilmente, más lejos que nunca, escuchamos, como los pasos de un fantasma que se hubiese tragado la tumba, sus pasos, que desaparecían. Entonces, se detuvieron; y no escuchamos nada que no fuese nuestro aliento convulso, y la sangre que latía en nuestras sienes como tambores de alarma continuamente resonantes.

Continuamos, dividiendo nuestro grupo en tres contingentes, cuando llegamos a una triple división de las cavernas. Harper, Halgren y yo tomamos el pasaje del medio, y, después de que hubiésemos recorrido un intervalo infinito sin encontrar señal de Octave, y nos hubiésemos abierto camino por cavidades enormes repletas hasta el techo de urnas colosales que deben haber contenido las cenizas de cien generaciones, llegamos a una cámara enorme con dibujos geométricos en el suelo. Aquí, tras un breve rato, se reunieron con nosotros los demás, que, igualmente, habían fracasado en encontrar a nuestro desaparecido líder. Sería inútil relatar nuestra renovada búsqueda de una hora de duración a lo largo de la miríada de criptas, muchas de las cuales no habíamos explorado hasta ese momento. Todas estaban vacías, en lo que respecta a vida. Recuerdo haber pasado una vez más por la cripta en la que había visto la mancha redonda en el techo, y haber notado con un escalofrío que la mancha había desaparecido. Fue un milagro que no nos perdiésemos en aquel laberinto subterráneo; pero al cabo alcanzamos de nuevo la cripta final en la que habíamos encontrado la momia encadenada. Escuchamos un estrépito recurrente a intervalos regulares mientras nos aproximábamos a aquel lugar..., un sonido de lo más alarmante y desconcertante considerando las circunstancias. Era como el martilleo de los duendes en un olvidado mausoleo. Cuando nos aproximamos, los rayos de nuestras antorchas pusieron al descubierto una visión que no era menos inesperada que sorprendente. Una figura humana, con su espalda vuelta hacia nosotros, y la cabeza oculta por un objeto negro hinchado que había adquirido el tamaño y la forma de un almohadón de sofá, estaba de pie, junto a los restos de la momia, golpeando la pared con una barra de hierro puntiaguda. Cuánto tiempo había estado allí Octave y dónde había encontrado la barra, no podíamos saberlo. Pero la pared lisa se había deshecho bajo sus furiosos golpes, dejando en el suelo un montón de fragmentos parecido al cemento; y una pequeña y estrecha puerta, del mismo material ambiguo que las urnas funerarias y el cuenco de fumigación, había quedado al descubierto.

Sorprendidos, inciertos, confusos de una manera inexpresable, todos éramos incapaces de acción y voluntad en aquel momento. Todo el asunto resultaba demasiado fantástico y horripilante, y estaba claro que Octave había sido dominado por alguna especie de locura. Por lo menos yo, sentí un violento espasmo de repentina náusea cuando identifiqué la cosa, repugnantemente hinchada, que se pegaba a la cabeza de Octave y se reclinaba en obscena tumescencia sobre su cuello. No me atrevo a hacer suposiciones sobre la causa de su hinchazón. Antes de que ninguno de nosotros pudiese recobrar sus facultades, Octave arrojó a un lado la barra de metal y empezó a tantear buscando algo en la pared. Debía ser algún muelle oculto; aunque cómo podía haber conocido su situación y su existencia queda más allá de cualquier conjetura legítima. Con un apagado, y terrible, sonido chirriante, la puerta descubierta se abrió hacia adentro, ancha y pesada como la puerta de un mausoleo, descubriendo una apertura desde la cual la más profunda medianoche parecía manar como un torrente de podredumbre enterrada durante evos. De alguna manera, en aquel instante, nuestras linternas eléctricas temblaron y se volvieron más débiles; y todos respiramos un hedor sofocante, como procedente de mundos de inmemorial putrescencia. Ahora, Octave se había dado la vuelta hacia nosotros, y permanecía de pie sin hacer nada junto a la puerta abierta, como alguien que hubiese terminado una tarea prescrita. Fui el primero de nuestro grupo en librarse del hechizo paralizante, y, sacando mi navaja —lo único parecido a un arma que transportaba—, corrí hacia él. Retrocedió, pero no lo bastante deprisa como para evitarme, cuando hundí la hoja de cuatro pulgadas en la negra masa tumescente que había envuelto la parte superior de su cabeza y colgaba sobre sus ojos.

Lo que fuese la cosa, prefiero no imaginármelo... aunque pudiese hacerlo. Era tan informe como una gran sanguijuela, sin cabeza ni cola ni órganos visibles..., una cosa inflada, sucia y correosa, cubierta con esa pelusilla como moho que he mencionado antes. El cuchillo la desgarró como si fuese pergamino podrido, y el horror pareció colapsarse como un globo deshinchado. De él, se escapó un torrente nauseabundo de sangre humana, mezclada con masas oscuras hiladas que podrían haber sido pelo medio disuelto, y trozos flotantes gelatinosos como hueso derretido, y restos de una sustancia blanca coagulada. En el mismo momento, Octave empezó a tambalearse y se cayó cuan largo era sobre el suelo. Revuelto por su caída, el polvo de la momia se levantó en una nube que se retorcía, debajo de la cual él descansó con una quietud mortal. Venciendo mi asco, y ahogándome a causa del polvo, me incliné sobre él y arranqué el fláccido horror purulento de su cabeza. Salió con una facilidad inesperada, como si estuviese quitando un trapo lacio; pero juro por Dios que preferiría haberlo dejado como estaba. Debajo, ya no era un cráneo humano, porque todo había sido devorado, incluyendo las cejas, y el cerebro medio devorado quedó al descubierto cuando levanté el objeto como una tapadera. Dejé caer la cosa innominable de dedos que habían perdido repentinamente su fuerza, y se dio la vuelta al caer, revelando el lado interior de muchas hileras de ventosas rosadas, colocadas en círculos en torno a un pálido disco que sugería una especie de plexo.

Mis compañeros se habían amontonado en torno a mí; pero, durante un rato apreciable, ninguno habló.

—¿Cuánto tiempo supones que lleva muerto? —fue Halgren quien susurró la terrible pregunta, que todos nos habíamos estado haciendo a nosotros mismos. Aparentemente, nadie se sentía dispuesto, o capaz, de contestarla; y tan sólo éramos capaces de contemplar a Octave en un estado de horrible fascinación intemporal.

Al cabo, hice un esfuerzo para apartar la mirada; y, volviéndola al azar, me fijé en los restos de la momia encadenada y noté, por primera vez, con un horror mecánico e irreal, el estado, devorado a medias, de la cabeza encogida. De esto, mi vista se volvió a la puerta recientemente abierta a un lado, sin darme cuenta, por un momento, de qué era lo que había llamado mi atención. Entonces, sorprendido, contemplé bajo el rayo de mi linterna, lejos de la puerta, como en una sima exterior, un movimiento de sombras que se arrastraban bullicioso, multitudinario, vermiforme. Parecían hervir en la oscuridad; y entonces, sobre el ancho umbral de la puerta, se vertió la vermiforme vanguardia de un incontable ejército: cosas que eran parientes de la monstruosa y diabólica sanguijuela que había arrancado de la cabeza devorada de Octave. Algunas eran delgadas y lisas, como discos de tela o cuero que se doblasen y se retorciesen, y otras eran más o menos hinchadas, y se arrastraban con un lento hartazgo. Qué habían encontrado para alimentarse en aquella medianoche sellada, no lo sé; y rezo para no saberlo nunca.

Salté apartándome de éstas, electrificado por el terror, enfermo de asco, y el negro ejército se acercaba incesantemente, pulgada a pulgada, con una velocidad de pesadilla, desde aquel abismo abierto, como el nauseabundo vómito de un infierno harto de horrores. Mientras se vertían hacia nosotros, ocultando de la vista el cuerpo de Octave bajo una ola temblorosa, vi un resto de vida en la cosa, aparentemente muerta, que había tirado, y vi el horrible esfuerzo que hacia para curarse y unirse a las demás. Pero ni yo ni mis compañeros podíamos soportar seguir mirando más tiempo. Nos dimos la vuelta y echamos a correr entre las filas de grandes urnas, con la masa de sanguijuelas demoniacas arrastrándose cerca de nosotros, y nos dividimos, presas de un pánico ciego, cuando llegamos a la primera división de las criptas. Sin hacer caso los unos de los otros, ni de ninguna otra cosa que no fuese la urgencia de nuestra fuga, nos adentramos al azar en los pasajes que se ramificaban.

Detrás de mí, escuché cómo alguien tropezaba y caía, con una maldición que aumentó hasta un loco aullido; pero sabía que, si me paraba y retrocedía, solo serviría para atraer sobre mí la misma maligna condena que había alcanzado al último de nuestro grupo. Agarrando aún mi linterna eléctrica y mi navaja abierta, corrí a lo largo de un pasaje menor, el cual, creía recordar, más o menos directamente, daba a la gran cripta exterior con el suelo pintado. Allí me encontré solo. Los otros habían seguido las catacumbas principales; y podía escuchar a o lejos un apagado Babel de locos gritos, como si varios de entre ellos hubiesen sido atrapados por sus perseguidores. Parecía que debía haber estado equivocado respecto a la dirección del pasaje; porque se daba la vuelta y giraba de una manera que no me resultaba familiar, con muchas intersecciones, y al punto me encontré desorientado en medio del negro laberinto, donde el polvo había descansado inalterado por pies vivientes durante incontables generaciones. El laberinto cinerario había quedado de nuevo en silencio; y escuché mis propios frenéticos jadeos, elevados y estertóreos como los de un titán en medio de un silencio de muerte.

Repentinamente, mientras continuaba, mi linterna iluminó una figura humana dirigiéndose hacia mí en la oscuridad. Antes de que pudiese dominar mi sorpresa, la figura había pasado junto a mí y se había alejado con grandes zancadas mecánicas, como si regresase a las criptas interiores. Creo que era Harper, ya que la estatura y la constitución correspondían; pero no estoy completamente seguro, porque los ojos y la parte de la cabeza estaban ocultos por la oscura e inflada capucha; y los pálidos labios estaban encajados como en el silencio de una tortura tetánica... o de la muerte. Quienquiera que fuese, había dejado caer su linterna; y estaba corriendo a ciegas, bajo el impulso de aquel vampirismo ultraterreno, buscando la auténtica fuente de aquel horror desencadenado. Sabia que él estaba más allá de la ayuda humana; y ni siquiera imaginé intentar detenerle.

Temblando violentamente, reemprendí mi huida, y fui adelantado por dos más de nuestro grupo, andando con paso majestuoso con aquella rapidez y seguridad mecánicas, encapuchados con aquellas satánicas sanguijuelas. Los otros debieron regresar por los pasajes principales; porque no me encontré con ellos y nunca más volvería a verlos. El resto de mi huida es una confusión de terror infernal. Una vez más, después de creer que me encontraba cerca de la cripta exterior, me encontré perdido, y escapé durante una eternidad de filas de urnas monstruosas, por criptas que debían extenderse por una distancia desconocida más allá de nuestras exploraciones. Parecía que había estado allí durante años; y mis pulmones estaban ahogándose con aquel aire muerto durante evos, y mis piernas estaban preparadas para deshacerse debajo de mí, cuando vi, en la distancia, un punto de bendita luz del día. Corrí hacia éste, con todos los horrores de la extraña oscuridad agrupándose detrás mío, y sombras malditas moviéndose ante mí, y vi que la cripta terminaba en una entrada baja, en ruinas, con escombros esparcidos sobre los que caía un débil arco de luz. Era una entrada distinta a aquella por la que habíamos penetrado en este letal mundo subterráneo. Me encontraba a unos doce pies de la entrada cuando, sin emitir sonido u otro aviso, algo cayó sobre mi cabeza desde el techo, cegándome inmediatamente y cerrándose en torno a mí como una red tensa. Sentí en mi frente y en mi cuero cabelludo, al mismo tiempo, un millón de dolores como de agujas..., una múltiple y siempre creciente agonía que parecía atravesar el mismo hueso y converger desde todos lados al interior de mi cerebro.

El terror y el sufrimiento de aquel momento fueron peores que nada que puedan contener los infiernos de la locura y el delirio mundanos. Sentí la zarpa repugnante, vampírica, de una muerte atroz... y de algo más que la muerte. Creo que dejé caer la linterna; pero los dedos de mi mano derecha aún conservaban la navaja abierta. Instintivamente —ya que apenas era capaz de movimientos voluntarios—, levanté el cuchillo y lo blandí ciegamente, una y otra vez, muchas veces, en la cosa que había sujetado sus mortíferos pliegues en torno mío. La hoja debió atravesar la monstruosidad colgante para desgarrar mi propia carne en una docena de sitios; pero no sentí el dolor de aquellas heridas en el tormento, de un millón de latidos, que me poseía. Por fin, vi la luz y observé que una cinta negra, aflojada de encima de mis ojos y goteando con mi propia sangre, estaba colgando sobre mis mejillas. Se retorcía un poco, incluso mientras colgaba, y desgarré los otros restos de la cosa, jirón tras purulento jirón, de mi frente y mi cabeza. Entonces, me tambaleé hacia la entrada; y la pálida luz se convirtió en una llama bailarina, lejana y alejándose mientras daba un traspiés y salía de la caverna..., una llama que escapó como la última estrella de la Creación sobre el caos, abierto y deslizante, sobre el que descendió...

Se me ha informado de que mi inconsciencia fue de breve duración. Recuperé el sentido, con las caras crípticas de los dos guías marcianos inclinadas sobre mí. Mi cabeza estaba llena de dolores lacerantes, y terrores recordados a medias se cerraban sobre mi mente como las sombras de arpías que se reúnen. Me revolví y miré a la boca de la caverna, desde la cual los marcianos, después de encontrarme, me habían arrastrado durante alguna distancia pequeña. La boca estaba debajo del ángulo de la terraza de uno de los edificios exteriores, y a la vista de nuestro campamento. Miré la negra apertura con una terrible fascinación, y noté un movimiento vago entre las sombras..., el retorcido y vermiforme movimiento de algo que avanzaba en la oscuridad pero que no emergía a la luz. Sin duda, no podían soportar la luz, estas criaturas de la noche subterránea y de la corrupción sellada durante ciclos.

Fue entonces cuando el horror definitivo, el nacimiento de la locura, llegó a mí. En medio de mi escalofriante asco, mi deseo de huir provocado por la náusea de escapar de aquella bulliciosa boca de la cueva, se despertó un impulso odiosamente conflictivo de regresar; de recorrer mi camino de regreso por todas las catacumbas como los demás habían hecho; de descender donde ningún hombre excepto ellos, los inconcebiblemente condenados y malditos, había ido; de buscar, bajo aquella maldita compulsión, un mundo subterráneo que el pensamiento humano no puede concebir. Había una luz negra, una llamada insonora, en las profundidades de mi cerebro; la llamada implantada por la Cosa, como un veneno penetrante y mágico. Me atraía a la puerta subterránea que fue tapiada por la gente agonizante de Yoh—Vombis, para encerrar esas infernales e inmortales sanguijuelas que unen su propia vida abominable a los cerebros medio devorados de los muertos. Me llamaba a las profundidades remotas, en donde habitan aquellos apestosos, nigrománticos, de quienes las sanguijuelas, con todo su poder vampírico y diabólico, no son sino los menores sirvientes...

Fueron sólo los dos aihais los que me impidieron regresar. Me revolví, luché locamente contra ellos mientras me sujetaban con sus brazos esponjosos; pero debía estar bastante agotado a causa de todas las aventuras sobrehumanas de aquel día; y volví a desplomarme, al cabo de un rato, en una nada insondable, saliendo de la cual floté a largos intervalos, para darme cuenta de que estaba siendo acarreado a través del desierto en dirección a Ignarh. Bien, ésta ha sido mi historia. He intentado contarla por completo y coherentemente a un precio que resultaría inconcebible pana alguien cuerdo... Contarla antes de que la locura descienda de nuevo sobre mí, como lo hará muy pronto..., como lo está haciendo ahora... Sí, os he contado mi historia... y vosotros la habéis escrito toda, ¿no? Ahora debo regresar a Yoh—Vombis, regresar por el desierto y bajar por las catacumbas a las criptas más amplias que están debajo. Hay algo en mi cerebro que me lo ordena y que me guiará..., os lo digo, debo ir...

Postdata:
Como interno en el hospital terrestre de Ignarh, tuve a mi cargo el caso singular de Rodney Severn, el único miembro superviviente de la expedición Octave a Yoh—Vombis, y tomé nota de la narración anterior siguiendo su dictado. Severn había sido transportado al hospital por los guías marcianos de expedición. Sufría de unas condiciones de horrible desgarro e inflamación en frente y cuero cabelludo, así como de un delirio extremo durante parte del tiempo, y tenía que ser atado a la cama durante los recurrentes ataques de una locura frenética que resultaba doblemente inexplicable a la vista de su extrema debilidad.

Los desgarros, como se habrá desprendido de la narración, eran principalmente autoinfligidos. Estaban mezclados con numerosas heridas pequeñas redondas, fáciles de distinguir de los desgarramientos del cuchillo, y situadas en círculos regulares. A través de éstas, un veneno desconocido había sido inyectado en el cuero cabelludo de Severn. La causa de estas heridas es difícil de explicar; a no ser que uno considere que la narración de Severn es cierta, y no se trata de una simple invención de su enfermedad.

Hablando en nombre propio, a la luz de lo que más tarde ocurrió, considero que no tengo otra salida que creerlo. Hay cosas extrañas en el planeta rojo; y tan sólo puedo secundar el deseo que fue expresado por el arqueólogo condenado en relación a futuras exploraciones. La noche siguiente a que hubiese terminado de contarme su historia, mientras otro doctor que no era yo mismo estaba de guardia, Severn consiguió escaparse del hospital, sin duda durante uno de los extraños ataques que he mencionado; una cosa de lo mas sorprendente, porque parecía más débil que nunca, después del largo esfuerzo de su terrible narración, y su fallecimiento se esperaba de hora en hora. Aún mas sorprendente, sus pisadas desnudas fueron encontradas en el desierto, dirigiéndose a Yoh—Vombis; hasta que desaparecieron en el curso de una leve tormenta de arena; pero ningún resto del propio Severn ha sido descubierto todavía.

Clark Ashton Smith (1893-1961) 
 

  



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