¿Como encontrar un vampiro real? -nos interroga una insistente muchacha de Salto, Uruguay.
La
respuesta a este válido y abstruso interrogante excede nuestras
posibilidades, de modo que -acompañado por Rodolfo Champetrie, Javier
Sanorini y un primo de Monte Grande, cuyo nombre hemos olvidado-
recurrimos al Dr. Lugano, especialista en cuestiones relativas al vampirismo barrial.
-¿Como encontrar un vampiro real?
-repitió el buen doctor, sacando la nariz de un vaso de ginebra. -¡Pero
qué preguntas son ésas, mi amigo! No es éste el lugar para entrar en
misterios de orden geográfico. Sin embargo, le daré la mejor respuesta
que permiten las circunstancias.
(Miradas absortas, expectantes.
El primo de Monte Grande ahogó un quejido infantil, cuasi femenino, que
nos sobresaltó poéticamente)
-...
-¿Y bien, doctor? ¿En dónde se puede encontrar un vampiro real?
-En Carapachay. Calle Antofagasta al 1200, segundo patio. Pregunten por Lela Estamburra.
-¿Y ella sabe dónde hay un vampiro real?
-¿Eh? Si, por supuesto.
Llegamos
a la calle mencionada casi a la medianoche. Un perro lánguido nos
observó desde un macetón. Sobre el portón metálico se veía la marca de
una mano: tres dedos rasgando la pintura oscura. Aquello confirmaba la
leyenda de precariedad dactilar de los vampiros.
Golpeamos.
Una señora obesa entornó la puerta, y desde adentro nos observó recelosamente.
-Nos han dicho que aquí pueden decirnos dónde encontrar un vampiro real. -dijo alguien, presumiblemente, yo.
-Entren
-dijo ella, haciendo retumbar los senos contra el portón- ¿Ven aquella
piecita? ¿La del fondo? Bien: entren y esperen. No enciendan la luz.
Estimulados
por un rapto de violentísima curiosidad, entramos. Una vez dentro de la
piecita, oímos una voz, una especie de ronquido descascarado,
artificial, como la voz de un moribundo que elabora una frase fatal,
determinante, ante un auditorio de selectos deudos.
-Los vampiros no existen. -dijo la voz- Existo yo.
Nos
precipitamos hacia la puerta. Alguien se tropezó con una silla. Luego
se oyó una risa demencial, vacía, carente de humor, que nos rasgó las
espaldas con un frío sepulcral. Al salir al pasillo, dando empujones y
puteando al aire, escuchamos otro sonido, más gutural, acaso como el
chasquído lúbrico de un estómago de proporciones abominables,
inabarcables. Pensé en un gusano descomunal arrastrándose por la ladera
de una montaña.
Ya en la parada del 71 alguien elucubró el siguiente razonamiento:
-Los vampiros no existen, pero existe el tipo de la calle Antofagasta al 1200, segundo patio.
Archivamos
mentalmente aquel dato siniestro. Nadie mencionó el frío cortante de
aquella voz, ni la risa desmesurada, seguida por un chasquido líquido de
succión. Tampoco dijimos nada sobre la ausencia de aquel ignoto primo
de Monte Grande.
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