miércoles, 19 de diciembre de 2012
Un episodio de la historia de una catedral.
Había una vez un docto caballero al que le encargaron examinar los archivos de la catedral de Southminster y redactar un informe al respecto. El examen de estos legajos requería bastante tiempo, de modo que juzgó conveniente tomar alojamiento en la ciudad; porque aunque el cuerpo jerárquico de la catedral fue pródigo en sus ofrecimientos de hospitalidad, el señor Lake prefería ser dueño de su tiempo, cosa que a todo el mundo le pareció razonable. Finalmente el deán escribió al señor Lake sugiriéndole que, si aún no había buscado sitio, se pusiese en contacto con el señor Worby, sacristán mayor, que ocupaba una casa vecina a la iglesia, el cual acogería con mucho gusto a un huésped tranquilo por tres o cuatro semanas. Este arreglo era precisamente lo que el señor Lake deseaba. Acordó en seguida las condiciones con el sacristán, y a primeros de diciembre, como un nuevo señor Datchery —se recordó a sí mismo—, nuestro investigador se encontró ocupando un muy confortable aposento en una casa antigua y catedralesca.
Una persona tan familiarizada con la vida y costumbres de las catedrales, y tratado con tan manifiesta consideración por el deán y el cabildo entero de ésta, no podía dejar de inspirar respeto al sacristán mayor. El señor Worby accedió incluso a corregir ciertas explicaciones que solía ofrecer desde hacía años a los grupos de visitantes. El señor Lake, por su parte, encontró en el sacristán un compañero jovial, y al acabar el trabajo de la jornada aprovechaba cualquier ocasión que se le presentaba para disfrutar de su conversación. Una noche, alrededor de las nueve, el señor Worby llamó a la puerta de su huésped.
—Tengo que ir a la catedral, señor Lake —dijo—; y creo que le prometí ofrecerle la oportunidad de ver su aspecto en plena oscuridad. Hoy hace una noche ideal, si le apetece acompañarme.
—Desde luego; le agradezco mucho que se haya acordado, señor Worby. Un momento que coja el abrigo.
—Aquí lo tiene, señor; y aquí traigo otro farol que le aconsejo que lleve para las escaleras; porque no tenemos luna.
—Cualquiera pensaría que somos una nueva edición de Jasper y Durdies, ¿no cree? —dijo Lake mientras cruzaban el atrio; porque había averiguado que el sacristán había leído Edwin Drood.
—Sí, desde luego —dijo el señor Worby con una risa breve—; aunque no sé si deberíamos tomarlo como un cumplido. A veces pienso que tenían extrañas costumbres en esa catedral, ¿no le parece? Maitines con el coro al completo a las siete de la mañana todos los días del año. Eso hoy no sienta bien a las voces de nuestros niños, y me parece que hay un adulto o dos que pedirían aumento de sueldo si tuviera que intervenir el cabildo... en particular los contraltos.
Habían llegado a la puerta sudoeste. Mientras el señor Worby daba una vuelta a la llave, dijo Lake:
—¿Alguna vez se ha quedado alguien encerrado aquí accidentalmente?
—Dos veces. Una fue un marinero borracho; aunque no sé cómo entró. Supongo que se dormiría durante el servicio religioso; pero cuando lo descubrí estaba dando unas voces que amenazaban con derrumbar el techo. ¡Santo Dios, la escandalera que armó! Dijo que era la primera vez en diez años que ponía los pies en una iglesia, y maldito si lo volvía a hacer. La otra vez fue una vieja oveja: una broma de los chicos.
Aunque no lo volvieron a intentar. Bien, señor; vea lo que parecemos: nuestro difunto deán solía traer grupos de cuando en cuando, aunque prefería las noches de luna; y había un verso que les recitaba, referente a una catedral escocesa, creo. Pero no sé. Casi creo que el efecto es mejor cuando está todo a oscuras. Parece que aumenta de tamaño y de altura. Si no le importa quedarse ahora en algún lugar de la nave mientras subo yo al coro a recoger una cosa, verá lo que quiero decir. Así que Lake se quedó esperando apoyado en un pilar. Y observó cómo la luz balanceante se desplazaba a lo largo de la iglesia y subía la escalera del coro, hasta que la ocultó algún tipo de mueble, con lo que sólo pudo ver el resplandor en los pilares y el techo. No habían pasado muchos minutos cuando reapareció Worby en la puerta del coro y agitó la linterna indicando a Lake que se reuniese con él.
-Supongo que es Worby y no una suplantación-, se dijo Lake mientras cruzaba la nave. No hubo ningún percance. Worby le mostró los papeles que había ido a recoger del sitial del deán y le preguntó qué le parecía el espectáculo; Lake coincidió en que era algo que merecía la pena ver.
—Supongo —comentó mientras iban juntos hacia el altar— que estará usted demasiado acostumbrado a andar por aquí de noche para sentirse nervioso... pero seguro que se habrá llevado algún que otro sobresalto al caerse un libro o abrirse sola alguna puerta, ¿no?
—No, señor Lake; no puedo decir que me preocupen mucho los ruidos; al menos hoy por hoy. Mucho más me preocupa descubrir un escape de gas, o que reviente una cañería de la calefacción. Aunque hubo sus más y sus menos hace años. ¿Ha observado aquel sencillo sepulcro-altar? Nosotros decimos que es del siglo XV; no sé si estará usted de acuerdo. Bueno, si no lo ha visto, vaya un momento y échele una mirada, haga el favor.
Estaba en el lado norte del coro, y muy mal colocado: a sólo tres pies del cancel de piedra. Era bastante simple, como había dicho el sacristán, construido con simples losas. Una cruz metálica de regular tamaño en el lado norte —el más próximo al cancel— era el único detalle de interés. Lake estuvo de acuerdo en que no era anterior al periodo gótico.
—Pero —dijo—, a menos que sea el sepulcro de un personaje notable, me perdonará si digo que no me parece especialmente relevante.
—Bueno, no puedo decir que sea la tumba de un personaje destacado de la historia —dijo Worby con una sonrisa seca en la cara—, porque no hay constancia ninguna de quién está enterrado ahí. A pesar de todo, si cuando volvamos a casa dispone de media hora, señor Lake, puedo contarle algo sobre ese sepulcro. Prefiero hacerlo después; aquí hace frío, y no tenemos por qué quedarnos toda la noche.
—Claro que me gustaría oírlo; muchísimo.
—Muy bien, señor, pues lo oirá. Ahora, ¿puedo hacerle una pregunta? —prosiguió mientras caminaban por la nave que flanqueaba el coro—. En nuestra pequeña guía local (y no sólo ahí, sino también en el librito de la serie sobre catedrales que trata de la nuestra) encontrará que pone que esta parte del edificio fue construida antes del siglo XII. Naturalmente, me encantaría aceptar esa opinión, pero... (cuidado con el escalón, señor), pero, le pregunto yo: ¿encuentra en la disposición de la piedra de esta porción de muro —la golpeó con la llave— un sabor a lo que podríamos llamar mampostería sajona? No. Me lo imaginaba. Yo tampoco. Y créame, se lo he dicho con toda claridad a esos señores: al encargado de nuestra biblioteca, y a ese otro que vino de Londres a propósito; si no se lo he dicho cincuenta veces no se lo he dicho ninguna. Pero como si se lo hubiese dicho a esa pared. O sea que ahí tiene; cada cual se aferra a sus opiniones, supongo.
Las reflexiones sobre este aspecto particular de la naturaleza humana ocupó al señor Worby casi hasta el momento en que él y Lake entraron en casa. El fuego del gabinete del señor Lake languidecía de tal modo que el señor Worby sugirió terminar el día en su propio cuarto de estar. Así que unos momentos después los encontramos instalados en dicha habitación. El señor Worby se explayó alargando la historia todo lo que quiso, de manera que no la voy a contar en su orden ni con sus palabras. Poco después de oírla, Lake confió al papel lo esencial, junto con algunos detalles que se le quedaron literalmente grabados en el espíritu; quizá lo más práctico sea que resuma un poco lo consignado por Lake. Parece ser que el señor Worby nació hacia el año 1828. Su padre había estado ligado a la catedral antes que él, lo mismo que su abuelo. Uno o los dos habían cantado en el coro; y de mayores habían trabajado de cantero y carpintero respectivamente en el edificio. El propio Worby, aunque tenía una voz regular tirando para abajo como él mismo decía, había entrado en el coro a los diez años de edad. Fue en 1840 cuando la ola del resurgimiento gótico infectó la catedral de Southminster.
—Un montón de elementos preciosos desaparecieron entonces, señor —dijo Worby con un suspiro—. Mi padre casi no lo podía creer cuando le dieron la orden de desmontar el coro. El deán que había era el deán Burscough, un recién llegado; y mi padre había estado de aprendiz en una buena ebanistería de la capital y sabía cuándo tenía un buen trabajo delante de los ojos. Fue un sacrilegio, solía decir: todo aquel hermoso revestimiento de roble, en tan buen estado como el día en que lo colocaron, aquellas guirnaldas de hojas y frutas, y los antiguos dorados de los escudos y de los tubos del órgano. Todo fue a parar al almacén de madera: todo menos unas cuantas piezas labradas de la capilla de la Virgen, y la repisa de esta misma chimenea. Bueno, a lo mejor estoy equivocado, pero para mí que desde entonces nuestro coro no es tan bonito como antes. Aunque se descubrieron un montón de cosas sobre la historia de la iglesia, y no cabe duda de que anduviera necesitada de reparación. Muy pocos inviernos después perdimos un pináculo.
El señor Lake expresó su coincidencia con Worby en que necesitaba una restauración, pero confiesa su temor en ese momento de no llegar nunca a la historia propiamente dicha. Temor que probablemente se reflejó en su expresión. Worby se apresuró a tranquilizarle.
—Podría pasarme horas enteras hablando de este asunto, y lo hago cada vez que tengo ocasión. Pero en fin, el deán Burscough estaba obsesionado con el gótico, y nada le acomodaba, sino que debía hacerse todo conforme a eso. Y una mañana, después del servicio religioso, mandó recado a mi padre de que fuese a verle al coro, se quitó las vestiduras de oficiar en la sacristía y fue para allá con un rollo de papel en la mano; el sacristán que había entonces llevó una mesa. Y extendieron el rollo sobre la mesa, sujetándolo con devocionarios, y mi padre que les ayudaba vio que era un dibujo del interior de un coro. Y va y dice el deán (que era un señor con el habla pronta): -Bien, Worby, ¿qué piensas de esto?- -Pues —dice mi padre—, que no tengo el gusto de conocerla. ¿Puede ser la catedral de Hereford, señor?- -No, Worby —dice el deán—; es la catedral de Southminster tal como esperamos verla dentro de no muchos años-. -Por supuesto, señor-, replicó mi padre. Y no dijo más (porque en eso era lo menos parecido al deán). Pero él me contaba que sintió un desmayo por dentro al mirar nuestro coro según yo lo recuerdo, tan cómodo y amueblado, y ver a continuación aquel dibujo frío y odioso, como él lo llamaba, hecho por algún arquitecto de Londres. Bueno, ya vuelvo otra vez. Pero comprenderá lo que quiero decir si echa una ojeada a esta antigua vista —descolgó una lámina de la pared—. Bueno, el caso es que el deán entregó a mi padre la copia de una orden escrita del cabildo por la que tenía que desmontar el coro entero, y dejar su espacio despejado y preparado para la nueva construcción que estaban llevando a cabo en la capital, y que debía empezar en cuanto reuniese una cuadrilla de obreros. Ahora, señor, si observa la lámina verá dónde estaba el púlpito. Quiero que se fije en eso, por favor.
Se veía bastante bien: una estructura de madera inusitadamente grande con un tornavoz en forma de cúpula, situada en el extremo este de los sitiales del lado norte del coro, frente al trono del obispo. Worby explicó que durante la reforma los servicios se celebraron en la nave, y que los miembros del coro, que ya contaban con unas vacaciones anticipadas, se quedaron frustrados; y en cuanto al organista, se hizo sospechoso de haber averiado a propósito los mecanismos del órgano que habían traído alquilado de Londres a un precio considerable. Los trabajos de desguace empezaron por la reja del coro y la galería del órgano, y siguieron poco a poco hacia el este, dejando al descubierto, como contó Worby, multitud de detalles interesantes de la obra anterior. Durante este tiempo, lógicamente, los miembros del cabildo pululaban sin parar por el coro y alrededores, y no tardó en hacérsele evidente al viejo Worby —que no podía por menos de oír retazos de conversaciones— que, por lo que se refiere a los canónigos más viejos al menos, había habido bastante oposición antes de que se aprobara la política que ahora se estaba llevando a cabo. Unos murmuraban que iban a coger una pulmonía en los sitiales, al no haber una pantalla que les protegiera de las corrientes de aire; otros se quejaban de que estaban expuestos a la vista de los que estuviesen en las naves que flanqueaban el coro; sobre todo durante el sermón, decían, en que les resultaba un alivio atender en una postura que podía ser mal interpretada. La mayor resistencia, empero, vino del más viejo, que hasta el último momento se estuvo oponiendo a que quitaran el púlpito. «No debería tocarlo, señor deán —le dijo con gran énfasis una mañana, cuando estaban los dos ante dicha estructura—; no sabe el daño que puede ocasionar». «¿Daño? No es una obra de especial mérito, canónigo». «No me llame canónigo —dijo el anciano con sequedad—. Durante treinta años he sido el doctor Ayloff, y le agradecería, señor deán, que tuviera la bondad de seguir llamándome así. En cuanto al púlpito (desde el que llevo predicando treinta años, aunque no voy a hacer hincapié en eso), lo único que digo es que hace mal quitándolo». «Pero ¿qué sentido tiene conservarlo, mi querido doctor, cuando vamos a instalar un coro de un estilo totalmente diferente? ¿Qué razones puede darme, aparte de su aspecto?» «¡Razones! ¡Razones! —dijo el doctor Ayloff—. Si ustedes los jóvenes (permítame llamarle así con el debido respeto) atendieran a razones, en vez de pedirlas a cada paso, mejor nos iría. Pero en fin, yo ya he dicho lo que tenía que decir».
El anciano se alejó cojeando; y, como quedó probado, no volvió a pisar la catedral. La estación —un verano de mucho calor— se volvió malsana de repente, y el doctor Ayloff fue uno de los primeros en caer debido a una afección de los músculos del tórax que se lo llevó dolorosamente por la noche. Y en muchos servicios religiosos, el número de adultos y niños del coro fue enormemente reducido.
Entretanto, habían suprimido el púlpito. De hecho, el tornavoz (parte del cual aún existe como mesa en un cenador del jardín del palacio) fue desmontado una hora o dos después de las protestas del doctor Ayloff. La eliminación del pie —operación no exenta de complicaciones— dejó al descubierto, con gran júbilo de los partidarios de la reforma, un sepulcro-altar: el sepulcro sobre el que Worby llamó la atención de Lake esa misma noche. Se hicieron inútiles esfuerzos de investigación para tratar de identificar al ocupante, al que hasta hoy no ha sido posible atribuirle nombre. Este sepulcro había sido tapado cuidadosamente con el pie del púlpito, por lo que su escaso ornamento no había sufrido deterioro; sólo en su lado norte tenía lo que parecía un pequeño desperfecto: una grieta entre las dos losas que formaban una de sus paredes laterales.
Era de unas dos o tres pulgadas de ancho. Palmer, el albañil, recibió orden de taparla a la semana siguiente, aprovechando que tenía que hacer otros trabajos en esa parte del coro. La estación era verdaderamente agobiante. Ya fuera porque la iglesia se había construido en un lugar que en otro tiempo había sido pantanoso, como se decía, o por alguna otra razón, los que vivían en su inmediata vecindad, muchos de ellos, disfrutaban en agosto y septiembre de muy pocos días soleados y noches serenas. Para varias personas mayores —entre otras el doctor Ayloff, como hemos visto—, el verano resultó fatal; pero incluso entre los jóvenes, fueron pocos los que se libraron de guardar cama unas semanas, o al menos de una sensación de opresión, acompañada de pesadillas repugnantes. Poco a poco fue cobrando consistencia una sospecha —que se convirtió en convicción— de que las reformas de la catedral tenían algo que ver con el asunto. La viuda de un antiguo sacristán, pensionada del cabildo de Southminster, empezó a tener una serie de sueños, que contaba a sus amigas, en los que al anochecer salía una figura de un portillo que había en el lado sur del crucero, recorría el atrio sin rozar siquiera el suelo, cada noche en una dirección distinta, desaparecía en casa tras casa, y regresaba cuando empezaba a clarear. La anciana no conseguía distinguir nada, sino sólo que era una figura que se movía: aunque le daba la impresión de que al llegar a la iglesia, lo que sucedía al final de cada sueño, volvía la cabeza. Y entonces, no sabía por qué, le parecía ver que tenía los ojos rojos. Worby recordaba haber oído contar este sueño a la anciana en un té en casa del escribano del cabildo. Worby comentó que tal vez su repetición podía interpretarse como anuncio de una inminente enfermedad. En todo caso, la anciana bajó a la tumba antes de que acabara septiembre.
El interés suscitado por la restauración de esta gran iglesia no se circunscribió a su propio condado. Un día de ese verano visitó el lugar un miembro de la Sociedad de Anticuarios de cierta celebridad. Su misión era redactar un informe sobre los descubrimientos realizados para la Sociedad de Anticuarios. Su mujer, que le acompañaba, se encargó de hacer una serie de dibujos ilustrativos para unirlos a dicho informe; empleó toda la mañana en trazar un boceto general del coro, y la tarde la dedicó a los detalles. Primero dibujó el sepulcro-altar recién descubierto, y al terminar dijo a su marido que se fijara en la belleza de un ornamento romboidal de la reja que se alzaba justo detrás y que, como el sepulcro, había estado oculto por el púlpito.
Naturalmente, dijo, tenía que dibujarlo. Así que se sentó en el sepulcro y atacó con toda meticulosidad un trabajo que la tuvo absorta hasta que se quedó sin luz. Su marido, entretanto, había terminado su tarea de medir y describir, por lo que decidieron que era hora de regresar al hotel.
—Ayúdame a sacudirme la falda, Frank —dijo la dama—. Seguro que la tengo toda manchada de polvo.
El marido obedeció deferente; pero un momento después comentó:
—Seguramente le tienes mucho apego a este vestido, cariño, pero creo que ha conocido tiempos mejores: se te ha ido un buen trozo.
—¿Que se me ha ido? ¿Adónde? —dijo ella.
—Adónde no lo sé, pero te falta abajo en el borde; aquí detrás.
La dama tiró impulsivamente de la falda hacia adelante para verla, y se quedó horrorizada al descubrir una mella que se adentraba en la falda; era, dijo, como si se la hubiera arrancado un perro. Fuera lo que fuese, el vestido había quedado inservible para gran disgusto suyo; y aunque miraron por todas partes, no lograron encontrar el trozo que faltaba. Eran muchas las maneras en que había podido pasarle este percance, porque el coro estaba lleno de tablas viejas con clavos asomando. Al final, la única explicación que se les ocurrió era que se había enganchado la falda en uno de esos clavos, y que los obreros, que habían estado por allí todo el día, se habían llevado las tablas donde debió de quedar prendido el trozo de tela.
Fue más o menos por entonces, pensaba Worby, cuando su perrito empezó a ponerse inquieto cada vez que se acercaba la hora de dejarlo encerrado en el cobertizo del patio de atrás (porque su madre no consentía que durmiese en la casa). Una noche, dijo, al ir a cogerlo para sacarlo, el animalito le miró «como un cristiano, y agitó la... mano, iba a decir. Bueno, ya sabe cómo se comportan a veces los perros, y al final me lo metí debajo del abrigo, y lo subí así escondido a mi cuarto; y me temo que en esto engañé a mi madre. Desde entonces, el perro actuó con todo el ingenio del mundo, escondiéndose debajo de la cama cuando faltaba media hora o más para subir a acostarme; lo hacíamos de tal manera que mi madre nunca nos descubrió». Naturalmente, Worby se alegraba de tener la compañía del perro; sobre todo cuando empezó la molestia que aún se recuerda en Southminster como «los gritos».
—Noche tras noche —dijo Worby—, el perro aquel adivinaba lo que iba a pasar: agachaba la cabeza, se iba a la chita callando, y se ovillaba en la cama pegadito a mí sin parar de temblar: y cuando empezaban los gritos le entraba como un frenesí, y me metía la cabeza en el sobaco. Yo me ponía casi igual. Lo oíamos seis o siete veces nada más; y cuando el perro volvía a sacar la cabeza era señal de que había terminado. ¿Que cómo era, señor? Bueno, yo sólo he oído una vez una cosa parecida: estaba yo jugando casualmente en el atrio, cuando se cruzaron dos canónigos y se dieron los buenos días.
«¿Ha dormido bien esta noche?», dice uno; el otro era el señor Lyall. «No podría decir que sí —dice el señor Lyall—; demasiado Isaías treinta y cuatro catorce para mi gusto». «Isaías treinta y cuatro catorce —dice el señor Henslow—. ¿Qué es eso?» «¿Y se considera usted lector de la Biblia? —dice el señor Lyall (debo advertirle que el señor Henslow era del grupo que llamaban de Simeón: muy parecido a lo que podríamos llamar el partido evangélico)—. Ande y vaya a consultarlo». Quise yo también saber a qué se refería y corrí a casa, cogí mi propia Biblia, y allí estaba: «El sátiro llamará a gritos a su compañero». Vaya, pensé, entonces es esto lo que hemos estado oyendo estas noches pasadas. Y le aseguro que me hizo mirar por encima del hombro alguna vez. Naturalmente, pregunté a mis padres qué podían ser aquellas voces, pero los dos dijeron que probablemente eran gatos; aunque estuvieron muy secos, y les noté nerviosos. Palabra que eran unos gritos... como de hambre, como si llamasen a alguien que no quisiera acudir. Si alguna vez he sentido de veras necesidad de compañía, ha sido esperando a que empezasen de nuevo. Creo que hubo unos cuantos que se apostaron dos o tres noches en distintos puntos del claustro para vigilar; aunque permaneciendo todos juntos y lo más cerca posible de la calle, de modo que no descubrieron nada.
Bueno, y verá lo que pasó a la noche siguiente: otro chico (ahora lleva una tienda de comestibles en la capital, como su padre antes que él) y yo subimos al coro al terminar el servicio religioso de la mañana, y oímos que el albañil, el viejo Palmer, le estaba echando la bronca a alguno de sus peones. Así que subimos un poco más, porque sabíamos que tenía malas pulgas y podía ser divertido. Por lo visto Palmer le había dicho que tapara la grieta del viejo sepulcro. Y allí estaba el hombre, diciendo que había hecho el trabajo lo mejor que sabía; y Palmer le gritaba como un poseso. "¿A eso llamas tú un trabajo? —dice—. Si tuviera que darte lo que vale debería echarte a patadas ¿Para qué te crees que te pago un jornal? ¿Qué crees que puedo decirles al deán y al cabildo entero cuando vengan, como vendrán en cualquier momento, y vean cómo has puesto de yeso todo el suelo y la chapuza que has hecho en la grieta?" "Bueno, jefe, yo lo he hecho lo mejor que he podido —dice el hombre—; de cómo ha podido caerse sé lo mismo que usted. Lo que he hecho es rellenar el agujero —dice—. No tengo ni idea de cómo se ha caído hacia afuera, dice.
¿Caerse hacia fuera? —dice el viejo Palmer—, ¡pero si no hay ni pegote de yeso al pie de las losas! Querrás decir salir despedido", —y cogió un poco de yeso, y yo también, que se había quedado pegado en la reja, a tres o cuatro pies del sepulcro. Aún no se había secado. El viejo Palmer lo miró con curiosidad, y a continuación se vuelve hacia nosotros y dice—: "A ver, chicos, ¿habéis andado jugando vosotros aquí?" "No —digo yo—; yo no, señor Palmer; hasta ahora mismo no hemos estado aquí ninguno de los dos". Y mientras yo decía esto el otro chico, Evans, se inclinó a mirar por la raja; y le oí aspirar de repente, al tiempo que se echaba atrás; y va y dice: "Creo que ahí dentro hay algo. He visto brillar algo". "¡Eh, anda ya! —dice el viejo Palmer—. Bueno, no puedo estarme aquí con los brazos cruzados. Tú, William, trae más yeso y tapa eso ahora mismo; si no, vamos a tener bronca.", dice.
Conque se fue el peón, y Palmer también, y nos quedamos nosotros dos. Y le digo entonces a Evans: "¿De verdad has visto algo?" "Sí —dice él—; de verdad". Y le digo yo: "Vamos a meter lo que sea para hacer que se mueva". Intentamos meter varios trozos de madera que había por el suelo, pero eran todos demasiado grandes. Entonces Evans cogió una partitura que llevaba, una antífona o un oficio, no recuerdo ya qué era, la enrolló muy apretada y la metió por la grieta; hurgó dos o tres veces, pero no pasó nada. "Déjame a mí", dije, y probé una vez. Tampoco pasó nada. Entonces, no sé por qué, me incliné por el lado opuesto a la grieta, me metí dos dedos en la boca y pegué un silbido (ya sabe cómo es),y al pronto me pareció oír que se agitaba algo dentro; y le digo a Evans: "Vámonos —digo—; esto no me gusta.". "Ah, no —dice él—; déjame la hoja"; y la cogió y la volvió a hundir en la grieta. Y creo que no he visto en mi vida palidecer a nadie como palideció él. "Worby —dice—; se ha enganchado, o algo la está sujetando".
Dale un tirón, o suéltala —digo yo—. Venga; y vámonos de aquí". Conque dio un buen tirón, y la sacó. Al menos casi toda; porque le faltaba la punta. Se la habían arrancado.
Evans miró la partitura un segundo, la soltó con una especie de gruñido, y echamos a correr. Una vez fuera dice Evans: "¿Te has fijado en la punta?" "No —digo yo—; sólo he visto que estaba rota". "Sí, estaba rota —dice él—; y también mojada;¡y negra!" Bueno; en parte por el miedo que teníamos, y en parte porque la partitura iba a hacer falta un día o dos después y sabíamos que íbamos a recibir una buena regañina del organista, no dijimos nada a nadie; y supongo que los obreros la barrieron al limpiar el suelo. Pero Evans, si me lo hubiese preguntado usted ese mismo día, siguió empeñado en que el papel tenía mojado y negro el extremo del trozo arrancado.
Después de eso los chicos evitaron el coro, de manera que Worby no estaba seguro de cuál fue el resultado de la nueva reparación del sepulcro que hizo el albañil. Sólo dedujo, por retazos de conversación que le llegaron de los obreros que andaban por el coro, que habían tenido dificultades, y que el capataz —o sea el señor Palmer— había tenido que echar una mano. Poco más tarde vio casualmente al propio señor Palmer llamando a la puerta de la residencia del deán, y que le abría el mayordomo. Un día después más o menos, por un comentario que su padre hizo en el desayuno, comprendió que había que hacer algo no previsto en la catedral después del servicio religioso de la mañana. «Y me gustaría que fuera hoy —añadió su padre—; no veo por qué hay que correr riesgos». «Padre —digo yo—, ¿qué tiene que hacer mañana en la catedral?» Y se volvió hacia mí furioso como no le había visto en mi vida (él, que era un hombre pacífico por lo general). «Muchacho —dice—, no quiero que andes escuchando lo que hablan las personas mayores y superiores; es de mala educación y no está bien.
Lo que yo haga o no haga mañana en la catedral no es asunto tuyo: y como te vea haraganeando por allí mañana después del trabajo, te mandaré a casa con una buena tunda. Ahora estás avisado». Naturalmente dije que lo sentía mucho; y naturalmente también, me fui a hacer planes con Evans. Sabíamos que había una escalera en el rincón del crucero por donde se puede subir al triforio, y en aquel entonces la puerta de esa escalera estaba siempre abierta; incluso sabíamos que la llave estaba normalmente debajo de una estera que había allí cerca. Así que decidimos que nos pondríamos a guardar las partituras y demás, a la mañana siguiente, mientras el resto de los chicos se iba, y después subiríamos en secreto al triforio para ver desde allí qué hacían.
—Bueno, esa misma noche dormía yo como un tronco, como duermen los chicos, cuando de pronto me despertó el perro metiéndose en la cama. Y pensé: ahora vas a ver; porque parecía más asustado de lo normal. Conque así fue: a los pocos momentos empezaron los gritos aquellos. No puedo explicarle cómo eran. Además, sonaron cerca; más de lo que los había oído hasta entonces; y cosa curiosa, señor Lake: ya sabe usted el eco que hay en este claustro, sobre todo si se pone uno al lado de aquí. Bueno, pues los gritos no producían eco ninguno. Aunque como digo, esa noche sonaban horriblemente cerca. Y encima de lo que me sobresaltaron, aún me llevé otro susto; porque oí que se movía algo fuera en el pasillo. Pensé que estaba perdido; pero noté que el perro parecía animarse un poco, y a continuación alguien susurró al otro lado de la puerta, y casi me eché a reír, porque reconocí las voces de mis padres, que habían saltado de la cama al oír los gritos. «¿Qué es eso?», dice mi madre. «¡Chist!, no lo sé —dice mi padre, como con excitación—; vas a despertar al niño. Espero que no haya oído nada».
El saber que ellos estaban en el pasillo me dio valor; así que bajé de la cama y fui a mirar por el ventanuco de mi habitación (que da al claustro); pero el perro se escurrió hasta los pies de la cama, y se asomó. Al principio no conseguí ver nada. Después, justo abajo en la sombra, al pie de un contrafuerte, distinguí lo que siempre he dicho que eran dos manchas rojas (de un rojo apagado), no como las luces de una lámpara, sino que apenas destacaban del negro de las sombras. No bien acababa de descubrirlas, cuando observé que no éramos los únicos a los que habían sacado de la cama; porque veo que se ilumina una ventana de una casa de la izquierda, y que se mueve la luz. Sólo volví la cabeza un momento a mirar; y cuando quise localizar otra vez las dos manchas rojas de la sombra habían desaparecido; y por mucho que me fijé y me concentré, no descubrí ni rastro de ellas. Y entonces me llevé el último susto de la noche: algo chocó contra mi pierna desnuda... pero no pasaba nada; era el perro que había abandonado la cama y daba saltitos a mi alrededor con gran alborozo, aunque sin dar un solo ladrido.
Y el verle así me devolvió el ánimo, otra vez lo volví a la cama ¡y dormimos de un tirón el resto de la noche!
A la mañana siguiente le confesé a mi madre que había tenido al perro en mi cuarto; y me sorprendió, después de todas sus advertencias, la tranquilidad con que se lo tomó. "¿Ah, sí? —dice—; bueno, en justo castigo deberías quedarte sin desayunar, por haberlo hecho a mis espaldas; pero no me parece muy grave. Aunque la próxima vez me pides permiso, ¿me oyes?" Poco después le conté a mi padre que había oído otra vez a los gatos."¿A los gatos?", dice; y miró a mi madre. Y mi madre tosió y dijo: "¡Ah, sí, los gatos! Creo que yo también los he oído".
Ésa fue una mañana rara; todo parecía salir mal: el organista tuvo que quedarse en la cama, y el canónigo menor se olvidó de que era día decimonoveno y estuvo esperando el Venite; poco después el sustituto, que era un menor, atacó el canto de vísperas, y los niños decanos se reían de tal manera que no podían cantar; y cuando llegaron a la antífona al solo le entró una risa tonta. A continuación se dio cuenta de que le salía sangre de la nariz, y me pasó el libro a mí; yo, que ni había ensayado el versículo, ni mucho menos tenía dotes de cantor. Bueno, las cosas se pusieron feas hace cincuenta años; y recuerdo que me gané un pellizco del contratenor, que estaba detrás de mí.
Mal que bien, terminamos como pudimos, y ni los pequeños ni los mayores esperamos a ver si el canónigo en residencia (que era el señor Henslow) venía a la sacristía a ponernos un castigo; aunque creo que no fue: él mismo había leído una homilía equivocada por primera vez en su vida, y lo sabía. Bueno, el caso es que subimos Evans y yo secretamente al triforio sin ninguna dificultad, como le he dicho, y al llegar arriba nos tumbamos en un lugar desde donde podíamos asomar la cabeza justo encima del viejo sepulcro; y no bien lo habíamos hecho, oímos al sacristán cerrar primero las puertas de hierro del pórtico, después echar la llave a la puerta sudoeste, y después a la del crucero, por lo que comprendimos que iban a hacer algo y querían mantener alejado al público durante un rato.
Entonces entraron el deán y el canónigo por su puerta norte, y seguidamente vi a mi padre y al viejo Palmer, con un par de los mejores peones. Palmer estuvo hablando un momento con el deán en el centro del coro; traía una cuerda y sus dos hombres iban con palancas. Todos parecían algo nerviosos. Estuvieron hablando, y finalmente oí que decía el deán: "Bueno, no puedo estarme aquí perdiendo el tiempo, Palmer. Si cree que esto tranquilizará a la gente de Southminster le doy permiso; pero le voy a decir una cosa: jamás en toda mi vida he oído una tontería igual a un hombre con sentido práctico como sé que es usted. ¿No está de acuerdo, Henslow?" Según pude oír, el señor Henslow dijo algo así como: "Bueno, bueno, señor deán; ¿no se nos ha dicho que no debemos juzgar a los demás?" Y el deán dio una especie de resoplido, fue derecho al sepulcro y se situó detrás de él, de espaldas al cancel, y los demás se acercaron precavidamente. Henslow se quedó en el lado sur y se rascó la barbilla. Entonces alzó la voz el deán: "Palmer —dice—, ¿qué será más fácil, quitar la losa de encima, o una de las laterales?"
El viejo Palmer y sus hombres inspeccionaron sin mucho convencimiento el borde de la losa de encima, y tantearon las paredes sur, este y oeste, todas menos la norte. Henslow dijo que era mejor intentar quitar las losas de la cara sur, porque había más luz y más espacio para moverse. Entonces mi padre, que había estado observándoles, fue al lado norte, se arrodilló, dio unos golpecitos junto a la grieta, se levantó, se sacudió la rodilla, y dijo al deán: "Perdone, señor deán, pero creo que si el señor Palmer prueba con esa losa verá cómo se desprende con facilidad. Creo que un hombre solo podría quitarla haciendo palanca en esa grieta".
—¡Ah, gracias, Worby! —dice el deán—. Es una buena idea. Palmer; dígale a uno de sus hombres que lo intente, ¿quiere?
Se acercó un peón, metió la barra e hizo fuerza; y justo en el instante en que todos estaban inclinados, y nosotros dos con la cabeza asomada por el borde del triforio, sonó un estrépito espantoso en el extremo oeste del coro, como si se precipitara escaleras abajo un montón de vigas. Bueno, no le puedo contar en un minuto todo lo que ocurrió. Desde luego la conmoción fue terrible. Oí caer la losa para atrás, el ruido de la barra al dar en el suelo, y al deán que exclamaba: "¡Válgame Dios!"
Cuando volví a asomarme vi al deán caído en el suelo, a los peones que salían del coro despavoridos, a Henslow que se inclinaba a ayudar a levantarse al deán, a Palmer que intentaba detener a sus hombres (según dijo después), y a mi padre sentado en el peldaño del altar con la cara entre las manos. El deán estaba muy enfadado. "Me gustaría que me dijera adónde va, Henslow —dice—. No entiendo por qué salen todos corriendo al oír caerse unos palos"; y no le convenció todo lo que dijo Henslow, sobre que él sólo iba a ponerse al otro lado del sepulcro.
Entonces regresó Palmer e informó de que no había visto nada que explicara el estrépito ni había nada que se hubiera caído; y cuando el deán acabó de tocarse aquí y allá, se congregaron alrededor (salvo mi padre, que siguió sentado donde estaba), y alguien encendió un cabo de vela y miraron el interior del sepulcro. "No hay nada — dice el deán—; ¿qué les había dicho? ¡Un momento! Aquí hay algo. ¿Qué es esto? Un trozo de partitura y un trozo de tela... Parece parte de un vestido. Las dos cosas son modernas; no tienen el menor interés. A ver si la próxima vez siguen el consejo de una persona instruida... o algo por el estilo, y se marchó, cojeando un poco, por la puerta norte. Aunque en el momento de salir le gritó irritado a Palmer por qué había dejado abierta la puerta. Y dijo Palmer alzando la voz: "Lo siento mucho, señor"; pero se encogió de hombros. Y dice Henslow: "Creo que el deán se equivoca. He cerrado con llave al entrar; pero está un poco alterado". Entonces dice Palmer: "Bueno, ¿dónde está Worby?" Y al verle sentado en el peldaño se acercaron a él. Mi padre se estaba recobrando, al parecer, y se secaba la frente; y Palmer le ayudó a levantarse, cosa que me alegró ver.
Estaban a demasiada distancia para que pudiese oír lo que decían, pero mi padre señaló hacia la puerta norte de la nave lateral, y Palmer y Henslow miraron muy sorprendidos y asustados. Poco después, mi padre y Henslow abandonaron la iglesia, y los demás se apresuraron a colocar la losa otra vez y sellarla con yeso. Cuando el reloj dio las doce, volvieron a abrir la catedral, y mi compañero y yo nos dimos prisa en volver a casa. Yo me moría de curiosidad por saber qué había causado a mi padre aquel desmayo, así que cuando llegué y le encontré sentado en su silla tomando un vasito de licor, y a mi madre de pie mirándole con inquietud, no pude contenerme y le confesé dónde había estado. Pero no pareció sentarle mal; o al menos no se enfadó. "Así que estabas allí, ¿eh? Bueno; ¿lo has visto?" "Lo he visto todo, padre —dije—; menos lo del ruido". "¿Has visto lo que ha derribado al deán —dice—, lo que ha salido del monumento? ¿Lo has visto? ¿No?, menos mal". "¿Qué era, padre?", dije. "Vamos, has tenido que verlo —dice él—. ¿De verdad que no? ¿Una monstruosidad del tamaño de un hombre, toda cubierta de pelo, con unos ojos muy grandes?"
Eso fue todo lo que le pude sacar en aquel momento; más tarde parecía como avergonzado de haberse asustado, y solía darme excusas cuando le preguntaba sobre el particular. Pero años después, siendo yo ya mayor, hablamos más de una vez de eso, y siempre dijo lo mismo. "Era negro —decía—; como una masa de pelos, con dos piernas; y la luz se reflejaba en sus ojos". En fin, señor Lake; ésta es la historia de ese sepulcro. No se la contamos a los visitantes, y le agradecería que no hiciese uso de ella, al menos hasta que yo cierre los ojos. No sé si el señor Evans piensa igual, si le pregunta.
Así era, efectivamente. Pero han pasado más de veinte años, y hace tiempo que crece la hierba sobre Worby y Evans; de modo que el señor Lake no tuvo ningún reparo en darme a conocer sus notas —tomadas en 1890—. Iban acompañadas de un boceto del sepulcro, y una copia de la breve inscripción que tenía la cruz metálica colocada por encargo del doctor Lyall en el centro de la cara norte; estaba tomada del la Vulgata, Isaías XXXIV, y sólo tiene tres palabras:
IBI CUBAVIT LAMIA.
Montague Rhodes James (1862-1936)
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