Northwest Smith estaba apoyado en una pila de balas envueltas en cáñamo
procedentes de las Tierras Áridas, y observaba con ojos inexpresivos,
más pálidos que el pálido acero, la confusión del espaciopuerto de
Lakkdarol. En la claridad del día marciano, los desgarrones de sus ropas
de hombre del espacio se apreciaban de manera inmisericorde, quemaduras
de rayos y cortes de cien peleas accidentales. Sólo con verle, era
evidente que Smith estaba pasando por una mala racha. Cualquiera hubiera
adivinado, por lo raído de sus ropas, que tenía los bolsillos vacíos y
que la carga de su pistola de rayos estaba baja. Junto al desaliñado
terrestre, en cuclillas y con la mirada ausente, Yarol el venusiano
inclinaba su rubia cabeza sobre el puñal de sutil hoja con el que se
entretenía, en uno de aquellos extraños e interminables juegos de los
venusianos que tan inútiles parecen a los extranjeros. El peso del
infortunio también parecía gravitar duramente sobre él. Era evidente por
lo desaliñado de sus ropas y su pistolera vacía. Pero el rostro
despreocupado que alzó hacia Smith fue tan irreverente como siempre y en
sus sesgados ojos negros sólo apareció la mirada cansada, sagaz y
puramente felina que Smith estaba acostumbrado a ver en ellos. El rostro
de Yarol era el de un serafín, como el de tantos otros venusianos, ero
el rictus de su boca hablaba de una disipación y una violencia
desenfrenada que desmentían los rasgos armónicos de su raza.
-Otra media hora y comemos –dijo con una mueca a su compañero de elevada estatura.
Smith echó un vistazo a la triple esfera de su reloj de pulsera.
-Siempre
que no hayas tenido otro sueño alucinado –dijo, con un gruñido-.
Llevamos una racha tan larga de mala suerte que no acabo de creerme que
vaya a cambiar ahora.
-Te lo juro por Pharol –sonrió Yarol-. El
hombre en cuestión me abordó ayer por la noche en “La Nueva Chicago” y
me explicó con pelos y señales todo el dinero que nos aguardaba si nos reuníamos con él aquí, a mediodía.
Smith
rezongó nuevamente y, deliberadamente, estrechó un agujero más el
cinturón que rodeaba su enflaquecida cintura. Yarol rió en voz baja, con
un murmullo típicamente venusiano por lo sutil, y se agachó de nuevo
para seguir jugueteando con su cuchillo. Por encima de su inclinada
cabeza rubia, Smith reanudó la observación del ajetreado espaciopuerto.
Lakkdarol es un enclave terrestre en suelo marciano que reúne los
elementos más violentos de ambos mundos en su corazón sin ley. La escena
que contemplaba tenía matices secretos que sólo podía apreciar
plenamente quien hubiera recorrido las rutas del espacio. Se mantenía
cierta apariencia de disciplina, pero sólo quien hubiera viajado por el
espacio conocía cuán superficial era. Smith sonrió, en parte para sí,
porque sabía que las balas que estaban descargando de la nave marciana
Inghti llevaban en su interior una buena cantidad de la preciada “lana
de cordero” marciana, que tan elevadas tasas paga en la aduana. La
última noche, mientras estaban sentados en “La Nueva Chicago”,
contemplando sus vasos de whisky de segir, habían oído que el cargamento
procedente de Denver, que debía llegar a mediodía en el Friedland,
ocultaba en su interior un fuerte alijo de opio. Aquellos rumores
corrían de boca en boca en las conversaciones de los viajeros
interplanetarios, pero nunca de un modo directo, de modo que los
proscritos del espacio siempre sabían mucho más que la gente de la
Patrulla.
Smith observaba cómo un pequeño carguero, de un tamaño
que, escasamente, llegaba a la cuarta parte de los monstruosos navíos de
las Líneas, rodaba pesadamente fuera del hangar municipal hasta el otro
extremo de la zona cuadrada. Un leve estremecimiento frunció sus cejas.
La nave sólo llevaba las cifras de registro que todos los cargueros
presentan a modo de identificación, pero aquella secuencia particular
era notoria entre los iniciados. Se trataba de una nave dedicada al
tráfico de esclavos. El mercado de carne humana había sufrido un
considerable impulso con el incremento de los viajes espaciales, cuando
la tentación de tanta tribu salvaje de planetas desconocidos fue
demasiado grande para quedar ignorada de los terrestres sin escrúpulos
que, de repente, vieron abrirse ante ellos vastos horizontes. Pues
incluso sobre la Tierra la esclavitud no había muerto del todo, y Marte y
Venus ya conocían un pequeño tráfico legal antes de que John Willard y
su banda de forajidos convirtieran la expresión “trata de esclavos” en
anatema para los tres mundos. Tres generaciones después, los Willard aún
seguían enviando sus naves piratas a lo largo de los caminos del
espacio, y Smith sabía que se encontraba viendo una de ellas, a punto de
descargar, para su distribución en los mercados secretos de Marte, un
cargamento de miseria. El curso de sus posteriores pensamientos sobre
aquella cuestión fue interrumpido por Yarol, que, rápidamente, se
levantó. Smith volvió lentamente la cabeza y vio muy cerca a un
hombrecillo que ocultaba su regordeta humanidad bajo un manto largo,
como el que tanto les gusta llevar a las clases más bajas de los
comerciantes marcianos cuando van de viaje. Pero el rostro que les
miraba desde él era innegablemente céltico. Los inexpresivos rasgos de
Smith se distendieron, a su pesar, en una sonrisa mientras observaba el
buen humor expansivo de aquel irlandés rollizo que llegaba de su tierra.
No había puesto el pie sobre la Tierra desde hacía más de un año –el
precio de la libertad era demasiado caro en su planeta natal-, y unos
curiosos accesos de nostalgia le asaltaban en los momentos menos
oportunos. Incluso los viajeros del espacio más encallecidos suelen
sentirlos en ocasiones. Los lazos con el planeta natal de uno son
fuertes.
-¿Es usted Smith? –preguntó el hombrecillo, con una voz de ricos acentos célticos.
Smith
le miró durante un instante, en el silencio dominado por sus fríos
ojos. Había mucho más en aquella pregunta de lo que implicaba una
respuesta. El nombre de Northwest Smith era demasiado conocido en los
anales de la Patrulla para que pudiese identificarse como tal sin ningún
tipo de precaución. La pregunta directa del pequeño irlandés implicaba
lo que había estado esperando: al reconocer como suyo aquel nombre se
colocaba en el bando de los proscritos, lo que supondría que el empleo
en perspectiva sería tan ilegal como había pensado. Los alegres ojos
azules chispearon al mirarle. El hombre se reía para sus adentros por la
sutileza céltica con que había presentado la cuestión. Y, una vez más,
los prietos labios de Smith se distendieron en una sonrisa involuntaria.
-Lo soy –dijo.
-He estado buscándole. Hay un trabajo por hacer y bien pagado, siempre que quiera arriesgarse.
Los
pálidos ojos de Smith echaron una rápida mirada de desconfianza. No
podía oírlos nadie. El lugar parecía tan bueno como cualquier otro para
discutir acuerdos extra-legales.
-¿De qué se trata? –preguntó.
El
hombrecillo bajó la mirada hacia Yarol, que había vuelto a poner una
rodilla en tierra y seguía, incansable, dando vueltas a su cuchillo en
los entresijos de su complicado juego. Al parecer, no había prestado
atención a todo lo que se había dicho.
-Los contrataré a los dos
–dijo el irlandés con su alegre voz, rica en inflexiones-. ¿Ven ese
carguero que está allí? –y señaló con la cabeza la nave esclavista.
Smith asintió en silencio.
-Es
una nave de Willard, como supongo que ya sabían. Pero el negocio anda
muy flojo en estos días. Los cargamentos están que arden. La Patrulla
vigila de cerca y los ingresos han bajado una barbaridad en el último
año. Supongo que ya lo habrían oído.
Smith asintió de nuevo, sin hablar. Lo sabía.
-Bien, lo que perdemos en cantidad lo ganamos en calidad. ¿Recuerda los precios que alcanzaban las jóvenes de Minga?
El rostro de Smith se había quedado sin expresión. Lo recordaba muy bien, pero no dijo nada.
-Era
tanto que, al final, los reyes podían pagar a muy duras penas los
precios que les pedían por ellas. Ésa es la mejor mercancía si uno
quiere dedicarse al comercio del “marfil”. Mujeres. Y ahí en donde
quería llegar. ¿Han oído hablar alguna ver de Cembre?
Con los ojos en
blanco, Smith negó con la cabeza. Por una vez se tropezaba con un
nombre que jamás había oído mencionar en las habladurías de taberna.
-Bueno,
pues en una de las lunas de Júpiter (más tarde diré cuál, si deciden
aceptar), un venusiano llamado Cembre naufragó hace años. Sobrevivió de
milagro y consiguió escapar; pero las pruebas por las que tuvo que pasar
afectaron su juicio, y ya sólo pudo delirar respecto a las hermosas
sirenas que había visto mientras vagaba a través de las junglas de aquel
lugar. Nadie le hizo ningún caso hasta que volvió a repetirse lo mismo,
esta vez hará cosa de un mes. Otro hombre regresó medio chiflado
después de pelearse con la jungla, balbuciendo acerca de mujeres tan
hermosas que un hombre podía volverse loco con sólo mirarlas.
“La
cuestión es que los Willard se enteraron. Quizá todo el asunto sea tan
irreal como un sueño, pero han pensado que bien vale la pena
investigarlo. Y, como saben, pueden permitirse todos los caprichos que
quieran. Por eso están equipando una pequeña expedición para comprobar
qué puede haber de cierto en el mito de las sirenas de Cembre. Si desean
investigarlo, están contratados. Una mirada de Smith, cargada de
prudencia, se cruzó de soslayo con la oscura de Yarol, que acababa de
alzar la cabeza. Ninguno habló.
-Quizá quieran discutirlo –dijo
el pequeño irlandés, con tono comprensivo-. Supongamos que al ponerse el
sol se encuentran conmigo en “La Nueva Chicago” y que me dicen lo que
han decidido.
-Me parece bien –rezongó Smith.
El rollizo celta esbozó una mueca y se fue, en un remolino de manto negro y un relámpago de alegría irlandesa.
-Tiene sangre fría ese diablillo –murmuró Smith, viendo cómo se alejaba el terrestre-. Es un negocio sucio, Yarol.
-El
dinero siempre es limpio –observó con ligereza Yarol-. No soy hombre
que deje que los escrúpulos le impidan comer. Digo que aceptemos. Ya que
alguien tiene que ir, ¿por qué no vamos nosotros?
Smith se encogió de hombros.
-Hay que comer –admitió.
-Ahí
tenemos –murmuró Yarol, mientras contemplaba apoyándose sobre manos y
pies en la portilla de la nave espacial- el infierno más endiablado que
jamás hubiera esperado ver.
La nave estaba describiendo una larga
curva alrededor de la luna de Júpiter, mientras su piloto frenaba
lentamente para aterrizar y un panorama de jungla voraz desfilaba en
medio de la inalterada espesura que se abría bajo la portilla. Su
presencia en aquel lugar, mientras pasaban rozando la atmósfera externa
del pequeño satélite selvático, suponía el fin de su largo viaje, el más
placentero que jamás hubieran realizado. La organización Willard era
perfecta en los tres planetas, en sus satélites colonizados y en las
naves a su servicio que recorrían el espacio. Aquella primorosa
navecilla de exploración, con su tripulación de tres traficantes de
esclavos, hoscos y zafios, les esperaba cuando salieron de Lakkdarol.
Estaba provista de víveres y de todos los accesorios que pudiera desear
el aventurero más al día. Incluso disponía de una prisión de paredes
acolchadas para las hipotéticas sirenas que, si el viaje tenía éxito,
debían ser llevadas para que la organización Willard les diese el visto
bueno antes de distribuirlas en sus mercados.
-Hasta ahora todo
ha sido demasiado fácil –observó Smith, mirando hacia atrás por encima
del hombro al pequeño venusiano-. No es cuestión de esperarse lo peor,
pero este lugar me da mala espina.
El piloto de rostro poco
comunicativo que estaba en los controles emitió un gruñido de ferviente
asentimiento, mientras estiraba el cuello para divisar el pequeño mundo
que se desplazaba por debajo de ellos.
-No sabéis lo condenadamente
contento que estoy de no acompañaros –pronunció a duras penas, con la
boca llena de tabaco de mascar.
Yarol le respondió con un cordial
improperio venusiano, pero Smith no habló. Sentía poca simpatía y menos
confianza en aquella tripulación adusta y silenciosa. Si estaba en lo
cierto –y raramente dejaba de estarlo al juzgar a los hombres-, tendrían
problemas con ellos antes de haber terminado su viaje de regreso a la
civilización. Por eso dio la espalda al piloto y miró hacia abajo. Desde
tan alto, el satélite aparecía cubierto del peor tipo de jungla
supertropical, cálida y lívida bajo el arrebol de Júpiter, hambrienta y
casi viviente, que olía a vitalidad y a muerte súbita. Mientras la nave
se hundía en su larga curva sobre la jungla no vieron signos de vida
humana en ningún momento. Las cimas de los árboles se extendían en una
superficie continua a lo largo de toda la superficie esférica del
satélite. Yarol, mirando hacia abajo, murmuró:
-No hay agua. No sé por qué, pero siempre me había imaginado a las sirenas con cola de pez.
De
su pasado misterioso y heterogéneo, Smith extrajo los versos de un
antiguo poema: “... Golfos encantados, donde cantan las sirenas”, y dijo
en voz alta:
-Se supone que también cantaban. ¡Vaya! Es muy probable
que al final terminen siendo un puñado de salvajes feísimos, si es que
lo sucedido se apoya en algo más que en el delirio.
La nave había
comenzado a describir una espiral, y la jungla se dirigía a su
encuentro a enorme velocidad. Una vez más el pequeño satélite se
desplazó bajo sus ojos que no perdían detalle, engalanado de flores,
verde por su fértil vida, espesa por la maraña de vegetación
desenfrenada. En aquel momento, las manos del piloto se crisparon sobre
los mandos y, con un estremecimiento de protesta, la pequeña nave
espacial se deslizó en un largo picado hacia la ininterrumpida jungla
que se extendía debajo. Con un enorme estruendo de materiales
rompiéndose, se hundió a través de los diferentes estratos de la
vegetación que impedía cualquier visión a través de las portillas y que
sumió el interior de la nave en un crepúsculo verde. Casi sin acusar el
peso del vehículo, el suelo de la jungla los acogió. El piloto se echó
hacia atrás en su asiento y suspiró, entre relentes a tabaco. Ya había
hecho su trabajo. Indolente, echó una mirada hacia la portilla. Yarol
avanzó a gatas por el suelo de cristal, que no mostraba más que lianas y
ramas aplastadas, además del barro pegajoso de la superficie del
satélite. Se reunió con Smith y el piloto junto a la portilla de proa.
Les sumergía la jungla. Grandes ramas serpentiformes y lianas como
cables caían sobre ellos en toda su longitud desde los árboles
aplastados que marcaban su entrada en ella. Era una jungla animada,
llena de cosas hambrientas que brotaban en salvaje y prolífica maraña
del fértil barro. Aquí y allá, flores de colores crudos, de muchas
yardas de largo, volvían a ciegas sus bocas succionadoras contra el
cristal, con hambre insensata, manchando su superficie transparente de
jugo verde. Una liana erizada de púas azotó el cristal por donde miraban
y se deslizó descuidadamente por él, para volver a azotarlo con ciega
insistencia una y otra vez, hasta que sus púas perdieron su dureza y un
jugo verde manó de ellas.
-Bueno, después de todo, habrá que
limpiar el monte –murmuró Smith mientras miraba la voraz jungla-. No me
extraña que esos pobres diablos se chiflasen un poco. Lo que no
comprendo es cómo pudieron salir de aquí. Es...
-Pero... ¡Que Pharol
se me lleve! –exclamó Yarol, con voz desfallecida, pero tan sobrecogida
que Smith se interrumpió en mitad de su discurso y giró en redondo,
mientras llevaba una mano a su pistola, para mirar al pequeño venusiano,
que se había dirigido a la portilla de popa con intención de atisbar
desde ella.
-¡Es una carretera! –añadió sin fuerzas-. ¡Que el Negro Pharol se me coma si eso de ahí delante no es una carretera!
El
piloto cogió un infecto cigarrillo marciano y se desperezó
voluptuosamente, sin manifestar el menor interés. Pero Smith estaba al
lado del venusiano antes de que éste hubiese terminado de hablar. Ambos
contemplaban en silencio la sorprendente escena enmarcada por la
portilla trasera. Una amplia carretera penetraba tan recta como una
flecha en la penumbra de la jungla. En sus márgenes, las hambrientas
cosas de la vegetación desaparecían bruscamente, sin aventurar siquiera
un zarcillo o una hoja en la tersura del camino. Incluso por arriba, a
las ramas les estaba vedado entrar en él; por eso formaban una bóveda
sobre la carretera, con sus verdes hojas surcadas de venas. Era como si
un rayo destructor hubiera surcado la jungla, matando a su paso todo
tipo de vida. Incluso el viscoso fango se había endurecido,
convirtiéndose en un suave pavimento. Vacía y enigmática, la despejada
carretera se alejaba de su campo visual, penetrando en la retorcida
jungla.
-Vaya –dijo Yarol, interrumpiendo el silencio-, esto
parece un buen comienzo. Todo lo que tenemos que hacer es seguir la
carretera. Creo que podría apostar sin temor a perder que ninguna de
esas damas adorables andarán vagabundeando por ahí en medio de la
jungla. Y, a juzgar por el aspecto de esta carretera, después de todo
debe haber gente civilizada en esta luna.
-Me sentiría mejor si
supiera quién la construyó –dijo Smith-. En algunos asteroides y
satélites hay cosas endiabladamente extrañas.
Los ojos de gato de Yarol relucían.
-Eso es lo que me gusta de esta vida –e hizo una mueca-. Que uno jamás se aburre. Veamos, ¿qué registran los instrumentos?
Desde
su asiento junto al panel de control, el piloto observó los
instrumentos que daban la lectura automática del aire y gravedad
exteriores.
-Todo O. K. –rezongó-. Mejor será que cojáis las pistolas térmicas.
Smith se encogió de hombros, súbitamente inquieto, y se volvió hacia el armero.
-Y también bastantes cargas de recambio –dijo-. No sabemos con qué podremos encontrarnos.
Mientras ambos se volvían hacia la compuerta de salida, el piloto movió entre los labios un venenoso cigarrillo y dijo:
-Suerte. La necesitaréis.
Tenía
toda la indiferencia de los de su clase ante cualquier otra cosa que no
fuera su propia comodidad y el cumplir las tareas que le incumbían con
un mínimo de esfuerzo; apenas se molestó en volver la cabeza cuando la
compuerta se abrió, dejando entrar una racha nauseabunda de aire denso y
caliente, que apestaba a las cosas que crecían entre el verde y al
miasma de una rápida corrupción. El extremo de una liana se abatió con
violencia por el hueco de la compuerta mientras Smith y Yarol se habían
detenido para mirar. Yarol masculló un juramento en venusiano y se echó
hacia atrás, desenfundando su pistola térmica. Instantes después, la
cegadora llama que brotó de ella abrió un camino de destrucción a través
de la lujuriante vegetación carnívora, hasta la carretera que se
encontraba escasamente a una docena de pies más adelante. Entre la
aniquilada materia vegetal hubo silbidos y chisporroteos inmensos, y un
sendero vacío se abrió ante ellos en el pequeño espacio que separaba de
la carretera la compuerta exterior de la nave. Yarol penetró en el
apestoso cieno, que burbujeó alrededor de sus botas con un relente de
vida y de putrefacción. Juró de nuevo y se hundió hasta las rodillas en
su negrura. Smith, haciendo ascos, se reunió con él. Codo con codo,
metidos en el légamo, avanzaron hacia la carretera. Aunque la distancia
era corta, les llevó diez largos minutos recorrerla. Unas cosas verdes
les fustigaban desde las paredes que habían tallado en la espesura las
llamas de la pistola, y ambos no tardaron en sangrar por una docena de
pequeños cortes y arañazos producidos por las espinas, sin resuello,
enfadados y encenagados antes de llegar a su meta y conseguir pisar el
firme de la carretera.
-¡Caramba! –musitó Yarol, sacudiendo el
cieno que rodeaba sus botas-. Que Pharol me lleve consigo si después de
esto doy un paso fuera de esta carretera. No existe sirena viva que
pueda seducirme y obligarme a volver de nuevo a aquel infierno. ¡Pobre
Cembre!
-Adelante –dijo Smith-. Pero, ¿por dónde?
Yarol se secó el sudor de la frente y respiró hondamente, arrugando la nariz por el asco.
-Por
donde sople el viento, ya que lo preguntas. ¿Habías olido alguna vez
semejante pestazo? ¡Y el calor! ¡Dioses! ¡Estoy completamente empapado!
Smith
asintió, sin hacer mayores comentarios, y torció a la derecha, donde
una débil brisa agitaba el aire pesado, cargado de humedad. La delgadez
de su propio cuerpo solía hacerle insensible incluso a las grandes
variaciones del clima, pero hasta Yarol, que provenía del Planeta
Cálido, había comenzado a sudar. El rostro de Smith, curtido como el
cuero, estaba brillante y la camisa comenzaba a pegársele en los
hombros. La fresca brisa chocó agradablemente contra sus rostros cuando
se orientaron hacia ella. En un silencio lleno de jadeos avanzaron por
la carretera, tambaleándose confusos, y su asombro fue en aumento a
medida que avanzaban. A cada paso, la finalidad de aquella carretera se
iba convirtiendo en un misterio. Ninguna huella de vehículos marcaba su
firme, ni tampoco de pisadas. Y el bosque no invadía nunca la calzada,
ni aunque se tratase del zarcillo más menudo. En ambas márgenes, más
allá de los límites precisos del camino, continuaba la vida lujuriante y
caníbal de la vegetación. Las lianas hacían bambolear por el aire denso
grandes ventosas y sarmientos erizados de espinas, dispuestos a
lanzarse mortalmente contra cualquiera que se pusiera a su alcance.
Pequeñas cosas reptilianas se escabullían por el apestoso cieno del
pantano, lanzando de vez en cuando gritos agudos al caer en alguna
trampa espinosa, y en dos o tres ocasiones oyeron el hueco mugido de
algún monstruo invisible. Una atroz vida primigenia retumbaba, luchaba y
devoraba todo lo que les rodeaba, propia de un planeta en los primeros
espasmos de la vida animada.
Pero allí, sobre aquella carretera
que sólo podía ser el resultado de una civilización muy avanzada, la
voraz jungla parecía muy lejana, como un mundo irreal que representase
sobre un escenario el drama de sus orígenes. Al poco de caminar sobre
ella habían dejado de prestarle atención, y los mugidos, el azote de las
hambrientas lianas y la ávida espesura de la floresta comenzaban a
borrarse en el olvido. Nada de aquel mundo invadía la carretera. A
medida que avanzaban, el calor agotador disminuyó por el efecto de la
constante brisa que soplaba a lo largo del sendero. Había en ella un
tenue perfume levemente dulzón, completamente ajeno al hedor de los
repugnantes pantanos que bordeaban el camino. Aquel aroma a perfume
acariciaba suavemente sus rostros. Smith no dejaba de mirar por detrás
de su hombro a intervalos regulares, y una arruga de incomodidad fruncía
sus cejas.
-Si no tenemos problemas con nuestra tripulación antes de que volvamos, te compraré una caja de segir –dijo.
-Acepto
–replicó Yarol, de muy buen humor, volviendo hacia Smith sus sesgados
ojos de gato que contenían tanto salvajismo reprimido como la jungla que
los rodeaba-. Aunque creo que forman un feo trío de criminales.
-Quizá
se les haya ocurrido dejarnos aquí y repartirse nuestro dinero a la
vuelta –comentó Smith-. O deshacerse de nosotros una vez que tengamos a
las chicas, y así quedarse con ellas. Si aún no han pensado en ello, lo
pensarán.
-De ésos no saldrá nada bueno –añadió Yarol con una mueca -. Son..., son...
Su
voz dudó y se desvaneció en el silencio. La brisa les traía un sonido.
Smith se paró en seco, tan inmóvil como un muerto, y aguzó el oído para
conseguir captar el eco de aquel murmullo que había llegado hasta ellos
en alas de la brisa. Un sonido como aquél sólo podría haberse escapado
de los mismísimos muros del paraíso. Mientras permanecían en silencio y
recobraban el aliento, volvieron a escucharlo: un eco de la risa más
encantadora y elusiva. Desde muy lejos llegaba flotando hasta sus oídos
el delicioso fantasma de una risa de mujer. Había en él la caricia de un
delicado beso. Rozó los nervios de Smith como hubieran hecho unos dedos
acariciantes y murió en un silencio palpitante que parecía reacio a
dejar que su exquisito sonido se perdiera entre ecos y se extinguiese.
Los dos hombres se miraron mutuamente, en la enajenación de aquel
instante. Finalmente, Yarol consiguió hablar.
-¡Sirenas! –exclamó sin resuello-. ¡Si ríen de ese modo no necesitan cantar! ¡Vamos!
Apretaron
el paso y avanzaron por la carretera. La brisa soplaba fragante sobre
sus rostros. Instantes después, su aliento perfumado llevó a sus oídos
otro eco débil y lejano de aquella risa celestial, más dulce que la
miel, que flotaba en el viento en desmayadas cadencias que iban muriendo
de modo imperceptible, hasta que ya no pudieron asegurar si lo que oían
era aquella risa adorable o el precipitado latido de sus corazones.
Pero la carretera seguía apareciendo ante ellos tan vacía como siempre,
ciertamente silenciosa en el crepúsculo verde que se extendía bajo la
bóveda poco alta de los árboles. Parecía darse allí una especie de
bruma, de suerte que aunque la calzada corriese en línea recta, la verde
opacidad velaba lo que había ante ellos; por eso caminaban en un
silencio irreal a lo largo de la carretera que penetraba junglas voraces
cuyo aspecto y ruidos bien hubieran podido pertenecer a otro mundo. Sus
oídos estaban en tensión, a la espera de la repetición de aquella risa
tenue y adorable, y aquella esperanza los atenazaba con un encantamiento
de olvido que hacía que se despreocupasen de cualquier otra cosa que no
fuera aquel delicioso eco. Ninguno de ellos hubiera podido decir cuándo
fueron conscientes del pálido destello en el verde crepúsculo que se
extendía ante sus ojos. Pero, sin saber por qué, no les sorprendió que
una joven caminase tranquilamente por la carretera a su encuentro, medio
velada por la penumbra de jungla que se extendía bajo los árboles.
Para
Smith fue como una imagen que acabara de salir directamente de su
sueño. Incluso a aquella distancia, su belleza tenía un encantamiento de
calma que le hizo estremecerse y que sumió todas sus dudas en una paz
extraña y mágica. La belleza fluía a lo largo de las esbeltas líneas
curvas de su cuerpo, velado y revelado al mismo tiempo por el flotante
vestido de sus cabellos; su donaire lento y ondulante, al caminar, era
un potente conjuro que le sumía, inerme, en su encantamiento. Después,
otro destello en la penumbra arrancó sus ojos del hechizamiento que se
iba acercando y, atónito, vio que otra joven caminaba bajo los árboles
que se cernían sobre ellos, con el cabello flotante en lentas
ondulaciones que ocultaban y desvelaban la belleza de un cuerpo tan
exquisito como el primero. Y como éste ya se hallaba más cerca, Smith
pudo contemplar el encanto de su rostro, de tez como el oro pálido, más
adorable que un sueño, con el modelado sutil y delicado de su pómulos y
de sus mejillas, que se alzaban con una deliciosa suavidad para llegar a
una frente ancha y baja, donde el cabello de un color muy vivo caía
hacia abajo en zarcillos que se retorcían como llamas. Había un sutil
matiz eslavo en aquellos rasgos del color de la miel, en la anchura de
sus mejillas y en la suave curva con que los pómulos anunciaban una boca
roja como una brasa ardiente, curvada en una sonrisa que prometían...
el Cielo.
Ella estaba muy cerca. Podía ver la piel de melocotón
de sus pálidos miembros dorados, el latido del pulso en su torneada
garganta, los ojos velados que buscaban los suyos. Pero, detrás de ella,
la segunda joven se iba acercando, tan hermosa en todo como la primera,
con una belleza que atraía magnéticamente su mirada hacia aquel
ondulante fluir de encantos. Mas, detrás de ella –sí-, llegaba otra y,
detrás de ésta, una cuarta; y, en el crepúsculo verde que se abría tras
ella, unas manchas pálidas anunciaban la presencia de muchas más. Y
todas eran idénticas. Los aturdidos ojos de Smith recorrieron aquellos
rostros, buscando y descubriendo lo que su cerebro aún no podía creer.
Rasgo a rasgo, curva a curva, eran idénticas. Cinco, seis, siete cuerpos
del color de la miel, medio velados por cabellos ricamente encendidos,
que se dirigían hacia él. Siete, ocho, diez rostros exquisitos sonriendo
en una promesa de éxtasis. Extrañado e incrédulo, sintió que una mano
agarraba su hombro. La voz del aturdido Yarol murmuró, casi en un
susurro:
-¿Estamos en el paraíso... o es que nos hemos vuelto locos?
Al
oír aquello, Smith, que se encontraba como hechizado, salió de su
trance. Sacudió fuertemente la cabeza, como un hombre aún no despierto
del todo que intenta despejarse, y dijo:
-¿A ti también te parecen todas la misma?
-Sí. Son exquisitas..., exquisitas... ¿Viste alguna vez cabellos como los suyos, negros como el satén?
-¿Negros...,
negros? –murmuró estúpidamente Smith, mientras se preguntaba qué era lo
que no andaba bien. Cuando, finalmente, lo comprendió, la impresión que
sintió fue lo suficientemente fuerte para hacerle apartar la mirada del
encantamiento que tenía delante y volverla, rápidamente, hacia el
arrobado rostro del menudo venusiano.
Su tersura impoluta se había
convertido en una máscara de estupor casi sagrado. Incluso la sagacidad,
el cansancio y el salvajismo de sus negros ojos se habían perdido entre
el encanto de lo que miraban. Casi para sí mismo, murmuró:
-Y blancas, tan blancas como lirios. ¿No crees?... De cabellos más negros y de piel más blanca que...
-¿Estás loco?
La
voz de Smith interrumpió brutalmente el arrebato del venusiano. La
máscara congelada en el trance se quebró ante el impacto de aquella
exclamación. Como un hombre que despertara de un sueño, Yarol se volvió
parpadeando hacia su amigo.
-¿Loco? ¿Por qué..., por qué? ¿No lo estaremos los dos? ¿Cómo, si no, podríamos ver algo así?
-Uno
de nosotros tiene que estarlo –dijo Smith, misterioso-. Estoy viendo
mujeres jóvenes de cabellera rojiza y del color del... melocotón.
Yarol parpadeó nuevamente. Sus ojos recorrieron el ramillete de desconcertantes bellezas que estaban en la carretera. Y dijo:
-Entonces
eres tú. Todas tienen el cabello negro, todas y cada una de ellas,
reluciente y suave como el largo satén, y nada de la Creación es más
blanco que sus cuerpos.
Los pálidos ojos de Smith se dirigieron
nuevamente hacia la carretera. De nuevo volvieron a encontrarse con
aquellos perfiles y curvas de carne aterciopelada, medio velados por
cabellos que oscilaban como llamas. Y una vez más agitó la cabeza,
desconcertado. Las jóvenes revolotearon a su alrededor en la verde
penumbra, moviéndose con pasos levemente inquietos en uno y otro sentido
sobre la calzada, con pies que parecían pétalos de rosa al caer por su
ligereza, y cabellos que se enredaban en las suaves redondeces de sus
cuerpos y que ondeaban a su alrededor en continuo movimiento. Volvían
sus ojos lánguidos hacia los dos hombres, pero no hablaban. Después,
con el viento llegó el lejano eco a la deriva de aquella risa exquisita y
cantarina. Su dulzura hacía más ligero el roce de la brisa sobre sus
rostros. Era una caricia y una promesa, además de una invitación
irresistible, que flotaba entre ellos y se perdía en la distancia en
débiles cadencias desmayadas que acariciaban sus oídos aún después de
que su música audible hubiese cesado. Su sonido sacó a Smith de su
aturdimiento, y se volvió hacia la joven que tenía más cerca,
preguntando de sopetón:
-¿Quiénes sois?
Entre el enjambre que
revoloteaba corrió un pequeño espasmo de excitación. Aquellos rostros
adorables, idénticos todos ellos, se volvieron hacia él, y aquella a la
que había interpelado sonrió de manera desconcertante.
-Yo soy Yvala
–dijo con una voz más suave que la seda, concebida para acariciar los
oídos y deslizarse ondulante sobre las mismísimas fibras nerviosas, con
una dulzura lenta y relajante. ¡Y había hablado en inglés! Hacía mucho
que Smith no oía su lengua materna. El sonido de la lengua de su patria
pronunciado por una voz de dulzura encantadora hizo vibrar con
intolerable emoción alguna cuerda oculta de su corazón. Durante un
momento se quedó sin habla.
El silencio fue interrumpido cuando el sorprendido Yarol silbó por lo bajo.
-Ahora sé que estamos locos –murmuró-. No hay otro modo de explicar que hablara en alto venusiano. Pero... ¡si no ha podido...!
-¡Alto venusiano! –exclamó Smith, que salía de su mutismo-. ¡Habló en inglés!
Se
miraron el uno al otro, con la sospecha naciente en sus ojos. En su
desesperación, Smith se volvió y repitió a gritos la pregunta a otra de
las beldades de aquel grupo, conteniendo la respiración mientras
esperaba su respuesta, para estar seguro de que sus oídos no le habían
engañado.
-Yvala... Soy Yvala –respondió con la misma voz sedosa que
la primera. Inconfundiblemente era inglés, cargado de dulzura con los
recuerdos de la patria.
Detrás de ella, entre aquel vergel de
cuerpos torneados de piel del color del melocotón, velados por cabellos
de colores rojizos, otros labios plenos se movieron y otras voces
aterciopeladas murmuraron: “Yvala, Yvala, soy Yvala”, como ecos
moribundos que flotasen de boca en boca, hasta que la última sílaba de
aquel nombre tan extraño y bonito se desvaneció en el silencio. A
través del extraño silencio que cayó cuando sus murmullos murieron, la
brisa sopló de nuevo y, una vez más, aquella risa dulce y casi inaudible
llegó desde muy lejos para insinuarse en sus oídos, subiendo y bajando
en el viento hasta hacer latir sus corazones al unísono, decayendo
después, debilitándose, muriendo a su pesar en la fragante brisa.
-¿Qué
era eso?... ¿Quién era? –preguntó Smith en voz baja a las jóvenes que
se arremolinaban a su alrededor, mientras lo que quedaba de la voz se
desvanecía en el silencio.
-Era Yvala –dijo el coro de voces
acariciantes como el eco múltiple de un mismo tono lánguido y lleno de
matices-. Yvala ríe... Yvala llama... Ven con nosotros hasta Yvala.
-¿Geth
morri a’ Yvali? –dijo Yarol, con una súbita nota de inflexiones
musicales, en el mismo momento en que Smith preguntaba lo mismo en su
propia lengua materna, que sólo usaba muy raramente:
-¿Quién es, entonces, Yvala?
Pero
no hubo contestación a aquella pregunta, sólo señas y la reiteración
entre murmullos del mismo nombre: “Yvala, Yvala, Yvala...”, y risas que
consiguieron que el pulso de ambos latiera más fuerte. Yarol alargó
tímidamente una mano hacia la joven que tenía más cerca, pero ella se
escapó como el humo, sin conseguir nada más que rozar la aterciopelada
carne de su hombro, que dejó en sus dedos una sensación deliciosa. Ella
sonrió ardientemente por encima del hombro, mientras Yarol cogía a Smith
del brazo.
-Vámonos –dijo con urgencia.
En un placentero
sueño de voces apenas pronunciadas y adorables cuerpos cálidos dando
vueltas alrededor, apenas al alcance de la mano, avanzaron lentamente
contra el viento a lo largo de la carretera, en medio de aquel ondulante
grupo, hacia donde había sonado aquella risa digna de un Tántalo,
mientras las seductoras jóvenes daban vueltas a su alrededor, con pies
inquietos y sin rumbo, con sus cabelleras flotando y enroscándose
alrededor de la belleza de sus cuerpos entrevistos, mientras lo ecos de
aquel simple nombre subían y bajaban en cadencias tan ricas y suaves
como la nata: “Yvala... Yvala... Yvala...”, un ensalmo mágico que les
impelía a seguirlas. Jamás supieron el tiempo que estuvieron caminando.
La inmutable jungla se deslizaba tras ellos sin que lo notasen; el
ancho y enigmático pavimento seguía adelante; una penumbra misteriosa y
verde oscurecía por completo el recorrido de aquella carretera encantada
por la risa. Fuera del círculo de jóvenes, que murmuraban con voces que
eran como los ecos de un sueño mientras hacían girar sus cuerpos
ondulantes y sus flotantes cabelleras, nada tenía sentido para ellos.
Toda la maravilla, la incredulidad y la estupefacción de las mentes de
aquellos dos hombres se habían abismado en la nada, anegadas y
engullidas por la fragante música de sus encantadoras. Después de un
largo instante de arrebato, al ver que llegaban al fin de la carretera,
Smith alzó su soñadores ojos pálidos y, como a través de un velo, tan
vagamente como si la escena tuviera poco significado para él, vio que
ante ellos comenzaba a abrirse un gran espacio, una especie de parque, a
medida que las paredes de la jungla se apartaban a cada lado. En él
cesaban de repente los pantanos primigenios y la vida vegetal animada
para dar paso a una escena que bien hubiera podido provenir de un millón
de años atrás en el tiempo. El claro estaba surcado por grandes árboles
patriarcales que habían evolucionado de las cosas serpenteantes que
crecían en la hambrienta jungla. Sus hojas techaban el lugar con un
verdor ondulante a través del cual una luz que poseía la suavidad del
crepúsculo se filtraba sobre una alfombra de musgo constelado de flores.
De un solo paso, franquearon eras de evolución y entraron en aquel
espléndido claro lleno de penumbra que bien hubiera podido provenir de
un mundo con un millón de años más que la jungla que, impotente,
bostezaba de hambre alrededor de su contorno.
El musgo era
aterciopelado bajo sus pies. A través del crepúsculo, con ojos que
apenas comprendían lo que veían, Smith contempló paisajes que se
extendían bajo la penumbra verde agazapada bajo los árboles. Era un
lugar silencioso, misterioso, muy tranquilo. En ocasiones le pareció ver
un destello de vida entre las hojas que se extendían sobre él, una
agitación entre los árboles, como si pequeñas cosas se cruzaran en su
camino y pájaros revoloteasen entre las hojas, pero no pudo asegurarlo.
Una o dos veces le pareció captar el eco del canto de un pájaro, como si
la melodía hubiera sonado en sus oídos instantes antes y sólo después,
cuando el sonido se desvanecía, hubiese sido consciente de ella. Pero ni
una sola vez escuchó de manera efectiva la nota de una canción, ni
tampoco vio ninguna vida animada, aunque su presencia fuera frecuente
bajo las hojas bañadas por el crepúsculo verde. Avanzaron lentamente. En
una ocasión podría haber jurado que vio un ciervo salpicado de manchas
que le miraba con grandes ojos de infelicidad desde un abrigo de ramas,
pero cuando miró desde más cerca no vio más que hojas balanceándose en
el viento. Y en otro momento, en lo más profundo de su oído, como si
fuese el eco de un sonido que acabara de producirse, le pareció
distinguir el agudo relincho de un garañón. Pero después de todo,
aquello no tenía gran importancia. Las jóvenes seguían comportándose
como si fueran sus pastoras mientras los conducían por el florido musgo,
rodeándoles con voces profundas de palomas cuya única música era:
“Yvala... Yvala... Yvala...”, en una armonía interminable de notas que
subían y bajaban.
Caminaban como en un sueño, los árboles y las
musgosas perspectivas del parque deslizándose lenta e interminablemente
en sentido contrario al de su avance, en una calma inmutable. Cada vez
con más insistencia, aquella impresión de vida entre los árboles seguía
acaparando la atención de Smith. Se preguntaba si no estaría sufriendo
alucinaciones, pues ninguna disposición de las ramas y de las sombras
hubiera podido explicar la cabeza de jabalí salvaje que le pareció haber
visto entre la vegetación, mirándole durante un instante con ojillos
llenos de vergüenza, antes de fundirse bajo su mirada en el cúmulo de
sombras. Parpadeó y se restregó los ojos, por el terror momentáneo de
que su propio cerebro le estuviera traicionando; pero instantes después
observaba, sin saber a qué atenerse, el espacio que se abría entre dos
árboles de ramas bajas, donde le había parecido ver con el rabillo del
ojo un magnífico garañón blanco que se detenía indeciso, con la cabeza
alzada y una mirada extrañísima y cargada de urgencias, mezcla de
advertencia, miedo... y vergüenza. Pero se desvaneció en una mera sombra
arrojada por las hojas cuando Smith se volvió. De repente, se
sobresaltó al tropezar con lo que no era más que una rama poblada de
hojas que se cruzaba en su camino, aunque un instante antes le hubiera
parecido, de una manera muy inverosímil, una bestia felina que caminara
agachada por el musgo, cuyos ojos ardientes se volvían hacia él cargados
de odio, advertencia y disgusto. Había algo en aquellos animales que
suscitaba en su mente una vaga inquietud cuando los miraba, algo en sus
ojos que era advertencia, agonía y un reflejo de inteligencia mayor de
lo que se aprecia en los ojos de las bestias, algo espantosamente
extraño y embrujadoramente familiar en la forma en que sus cabezas se
erguían sobre sus hombros..., algo que sugería horriblemente una postura
que no era la usual de cuatro patas.
Finalmente, cuando una
hembra de gamo saltó con gracia de entre las hojas, dudando un instante
antes de salir huyendo con ligereza impropia de un cuadrúpedo, mientras
volvía hacia él, al desaparecer, una mirada de agonía con ojos muy
abiertos que, como advertencia, era tan eficaz como un grito, Smith se
detuvo bruscamente. Un malestar demasiado profundo para desvanecerse por
el efecto de las muchachas que canturreaban le avisó del peligro. Se
detuvo y miró con incertidumbre a su alrededor. La gama se había fundido
entre las sombras de las hojas que fluctuaban sobre el musgo, pero él
no podía olvidar la persistente vergüenza y la advertencia de sus ojos.
Escrutó la verde penumbra que se extendía bajo el arbóreo techo del
claro. ¿Era un sueño de loto, una ilusión de la fiebre de la jungla, o
un súbito extravío de su mente? ¿No se habría imaginado aquellas bestias
con sus ojos angustiados y los contornos terriblemente familiares de un
cuello y una cabeza puestos encima de cuatro patas? ¿Había algo de
realidad en todo aquello? Más para asegurarse que por cualquier otro
motivo, adelantó rápidamente una mano y cogió súbitamente a la joven de
piel del color de la miel que tenía más cerca. Sí, era tangible. Sus
dedos se cerraron alrededor de un brazo firme y redondeado, y su tacto
fue dulcemente suave a lo largo de toda su superficie de piel de
melocotón. La muchacha no huyó. Se detuvo como muerta a su contacto y
volvió lentamente la cabeza, alzando, con la gracia de un sueño, el
rostro hasta el suyo. Su altanero mentón revelaba la curva larga y plena
de su garganta, de modo que él pudo apreciar el fuerte latido de su
cuello bajo su carne aterciopelada. Entreabrió con suavidad los labios y
bajó las pestañas.
El otro brazo de Smith se movió como si
tuviese vida propia, atrayendo a la joven hacia sí. Luego, las manos de
ella fueron a sus cabellos y atrajeron su cabeza hacia la suya. Y todas
sus inquietudes, sus angustias y sus terrores latentes desaparecieron
con el beso de sus labios entreabiertos. Después fue consciente de que
caminaba bajo los árboles, llevando del brazo el grácil y flexible
cuerpo de una joven. Sólo su proximidad era una delicia que le producía
mareo, de tal suerte que la verde región boscosa era tan vaga como un
sueño y la única realidad se hallaba en aquella dulzura adorable del
color de la miel que llevaba del brazo. Tenía la vega conciencia de que
Yarol caminaba paralelamente a él, a poca distancia entre el follaje,
con una cabeza dorada sobre uno de sus hombros, otra espléndida joven
apoyada en su brazo. Era una réplica tan perfecta de su adorable cautiva
que hubiera podido tomarse por su imagen en un espejo. Un recuerdo
inquietante afloró en la mente de Smith. ¿Le parecería a Yarol que una
doncella blanca como la nieve paseaba a su lado, apoyando la negra
cabeza sobre su hombro? ¿Había cedido la mente del pequeño venusiano al
encanto de aquel lugar, o se trataba de la suya? ¿Cuál sería la lengua
hablada por las jóvenes, inglés, según Smith, o las musicales cadencias
del alto venusiano, según Yarol? ¿Acaso ambos estaban locos? Entonces,
aquel sutil cuerpo dorado se agitó en su brazo, y el rostro
delicadamente sombreado se volvió hacia el suyo. La floresta se
desvaneció como humo ante la magia de sus labios. Había pequeños claros
de penumbra entre los árboles, donde montones de ruinas blancas iban,
en ocasiones, al encuentro de los ojos de Smith, sin dejar apenas más
que un simple recuerdo consciente. Vagas preguntas afloraron en su mente
respecto a quién pudiera ser la raza desaparecida antaño que había
arrebatado aquel claro a la jungla y que había muerto sin dejar ningún
otro rastro. Pero aquello no le preocupaba. No tenía importancia.
Incluso las bestias vislumbradas en aquellos momentos en que volvían
hacia él sus ojos, más llenos de pena y desesperación que de
advertencia, habían perdido en su cerebro encantado todo su significado.
En un sueño de loto, vagó por donde le llevaban, sin pensar en nada,
sin alarmarse. Le resultaba muy agradable pasear en aquella penumbra
verdosa con la más pura de las magias al brazo. Estaba contento.
Dejaron
atrás las blancas ruinas de edificios derruidos, bajo grandes árboles
inclinados que moteaban sus cuerpos de sombras. El musgo se hundía bajo
sus pies con la misma suavidad que si caminasen sobre una gruesa pila de
alfombras. Una y otra vez, animales nunca vistos pasaban furtivos cerca
de ellos, de suerte que con el rabillo del ojo Smith no dejaba de
observar los casi totales rasgos de humanidad de aquellos cuerpos, la
forma en que las cabezas encajaban sobre los bestiales hombros, el
fulgor de sus ojos que le avisaban. Pero, realmente, no conseguía
verlos. Con una dulzura..., con una dulzura y un encanto intolerables,
la risa se escuchó a través del bosque. La cabeza de Smith se irguió
como la de un garañón asustado. La risa era más fuerte que antes y
llegaba de cerca, de algún lugar muy próximo de entre las hojas. Le
pareció que la voz debía proceder de alguna hurí ardiente y adorable
apoyada en lo alto de las murallas del paraíso... y él, que había
recorrido un largo trecho en su búsqueda, tembló al término de su viaje.
El sonido dulce y encantador suscitaba ecos a través de los árboles,
resonando bajo los verdes pasillos sumidos en el crepúsculo, haciendo
estremecer las hojas. Estaba en todas partes, un pequeño mundo musical
sobre impuesto al mundo de la materia, que encantaba todo lo que se
hallaba a su alcance con un ensalmo mágico que no dejaba sitio para nada
que no fuera su deliciosa presencia, y su llamada resonaba a través de
la mente de Smith con la agudeza de una espada clavada en su carne,
llamando, llamando insoportablemente a través del bosque.
Poco
después abandonaron los árboles y salieron a un pequeño claro musgoso en
cuyo centro se levantaba un pequeño templo blanco. Yarol ya estaba
allí... Sin saber por qué, se habían quedado solos. Aquellas exquisitas
jóvenes habían desaparecido como humo en el olvido. Los dos hombres
permanecieron muy quietos, con la mirada perdida. Aquel edificio era lo
único que veía con columnas aún intactas, y sólo gracias a él pudieron
constatar que la arquitectura de aquellos muros caídos, cuyas ruinas
habían sembrado de manchas los claros del bosque, era diferente de las
de cualquiera de los mundos conocidos. Pero no tenían ningún deseo de
profundizar en aquel misterio, pues la mujer que moraba entre aquellas
sutiles columnas reclamaba todos y cada uno de los pensamientos de sus
aturdidas mentes. Estaba de pie en el centro del pequeño templo.
Parecía de oro pálido, medio velada en el largo manto de sus rizos. Y si
las jóvenes sirenas les habían parecido encantadoras, allí se
encontraba el encanto hecho carne. Aquellas jóvenes llevaban su forma y
su rostro. En ella veían el mismo cuerpo exquisitamente moldeado, con el
color de la miel, medio velado por los rizos de cabellos que se
adherían a él, retorciéndose como incipientes llamas. Pero aquellas
muchachas desconcertantes eran meros ecos de la belleza que, en aquel
momento, tenían delante. Smith la miró fijamente, mientras sus ojos sin
color comenzaban a encenderse.
Ante él estaba Lilith...,
Helena..., Circe... Ante él, allí, estaba toda la belleza de todas las
leyendas de la humanidad, sobre aquel suelo de mármol, mirándolos con
solemnidad con ojos que no sonreían. Por primera vez miró aquellos ojos
que iluminaban el dulce y espléndido rostro, y hasta su mismísima alma
se quedó sin respiración al hundirse de manera tan súbita en la
intensidad de su azul. No era un azul vivo, ni tampoco deslumbrante,
pero su intensidad trascendía con mucho cualquier calificativo. En
aquella inmensidad azul, el alma de un hombre podría hundirse para
siempre, sin tocar fondo, sin ser llevada por las corrientes,
abismándose más y más en un infinito de luz absoluta. Cuando el azul, el
azul de la mirada le liberó, recobró la respiración, como un hombre que
hubiera estado a punto de ahogarse, y se quedó mirando fijamente, con
estupor jamás experimentado antes, aquella realidad cuya comprensión se
le había escapado hasta entonces. Aquel instante de éxtasis, mientras se
hallaba sumergido en las azules profundidades de sus ojos, debió de
abrir una puerta en su cerebro hacia nuevos conocimientos, pues,
mientras miraba, observó una peculiaridad ciertamente extraña en aquel
encanto. En él había una belleza tangible, algo substancial que podía
echar raíces en la carne humana y vestir de belleza un cuerpo como si
fuese una ropa más. Pero se trataba de algo más que la belleza de la
carne, de algo más que una mera simetría del rostro y del cuerpo. De una
cualidad como una llama casi visible –no, más que visible- que brotaba
de cada una de las formas y de las suaves curvas de su cuerpo de piel de
melocotón, que realzaba el esplendor de la orgullosa turgencia de su
pecho, de la larga y sutil curva de sus muslos y de la exquisita línea
de sus hombros que anunciaba una belleza plena, medio velada por su
flotante cabellera.
En aquel momento de aturdimiento y
revelación, sus encantos rielaron ante él, con demasiada intensidad para
que sus sentidos humanos pudieran percibir algo más que el
deslumbramiento de intolerable belleza que cegó sus ojos, medio atónitos
por lo que veían. Levantó las manos para protegerse del resplandor y
permaneció unos instantes con los ojos tapados, en una oscuridad
impuesta conscientemente a través de la cual aquella belleza refulgía
con una intensidad que trascendía lo visible y que afectaba de un modo
insoportable a todas las fibras de su ser, hasta que se encontró bañado
en la luz que empapaba hasta los últimos átomos de su alma. Entonces el
resplandor murió. Smith bajó sus manos temblorosas y vio aquel adorable
rostro de oro pálido fundirse lentamente en una sonrisa de tan
celestiales promesas que, por un instante, sus sentidos estuvieron a
punto de abandonarle de nuevo y el universo comenzó a girar alocadamente
alrededor de un polo de rasgos del color de la miel pálida, que se
disgregó en arcos y en curvas tenuemente sombreadas cuando la
aterciopelada boca se curvó lentamente en una sonrisa.
-Todos los
extranjeros son bienvenidos aquí –canturreó una voz que era como el
roce de la más ligera de las sedas, más dulce que la miel y acariciante
como el roce de unos labios al besar. Había hablado en el más puro
inglés de la Tierra. Smith recobró el habla.
-¿Quién... eres?
–preguntó, mientras su voz se quebraba extrañamente, como si se le
parase hasta el aliento por la magia a la que se enfrentaba.
Antes de que ella pudiera contestar, la indecisa voz de Yarol se interpuso entre ambos, cargada de súbita y salvaje ira.
-¿No
puedes responderle en la misma lengua en que ella se dirige a ti?
–preguntó con voz cargada de amenazas-. Lo menos que puedes hacer es
preguntarle su nombre en alto venusiano. ¿Por qué supones que sabe
hablar en inglés?
Completamente estupefacto, Smith dirigió una
desconcertada mirada gris a su compañero. Vio cómo la llamarada del
fuerte carácter venusiano se desvanecía como la niebla de los negros
ojos de Yarol cuando éste se volvió hacia el tesoro de aquel templo. Y
en las primorosas y líquidas cadencias de su lengua nativa, que con
tanta exquisitez rebosa de hipérboles y simbolismos, dijo:
-Oh,
adorada dama, de cabellos oscuros como la noche, ¿qué nombre os fue dado
para revelar lo que en blancura vuestra belleza excede a la espuma del
mar?
Por un momento, mientras escuchaba la belleza de la frase y
del sonido contenidos en el alto venusiano, Smith puso en duda lo que
oía. Pues aunque ella había hablado en inglés, la belleza de la lengua
de Yarol parecía infinitamente más acorde a la curvatura de lira de su
aterciopelada y roja boca.
“Aquellos labios –se dijo- no debieran emitir más que pura música, y el inglés no es una lengua musical.”
Pero
no podía explicar la ilusión visual de Yarol, pues sus propios ojos
pálidos como el acero se hallaban prendados de una cabellera de tonos
rojizos y de una piel como el oro pálido, y ningún esfuerzo de la
imaginación podía transformar aquello en las negras trenzas y la
blancura de nieve que su compañero insistía en ver. Mientras hablaba
Yarol, un asomo de burla que se dibujó en los labios de la joven rompió
la suavidad de su boca. Contestó a ambos en el mismo idioma, y Smith
supuso que, si para él era perfecto inglés, a Yarol debía de sonarle con
las musicales cadencias del alto venusiano.
-Soy la belleza
–dijo con serenidad-. Soy la belleza hecha carne. Pero me llamo Yvala.
Cese la disputa entre vosotros, pues cada hombre me escucha en la lengua
en que habla su corazón, y me ve con la imagen que en su alma ha dado a
la belleza. Yo soy el deseo de todos los hombres encarnado en un solo
ser, y no hay más belleza que la mía.
-Pero... ¿y las demás?
-Soy
la única que habita aquí..., pero habéis conocido las sombras de mí
misma, llevándoos por caminos tortuosos a la presencia de Yvala. Si no
hubierais contemplado antes esos reflejos de mi belleza, su plenitud os
hubiese cegado y destruido totalmente. Quizá más tarde me veáis más
claramente...
“Pero no, aquí sólo vive Yvala. Excepto vosotros, en
este parque mío no hay ninguna criatura viviente. Todo es ilusión
excepto yo. ¿Acaso no os basto? ¿Podéis desear cualquier otra cosa de la
vida o de la muerte que lo que ahora veis?
La pregunta vibró en un
silencio cargado de música, y ellos supieron que no podrían. El dulce
murmullo celestial de aquella voz constituía un puro encantamiento y
bajo su sonido ninguno de los dos hombres fue capaz de otra emoción que
no fuese la de adorar a la belleza que estaba ante ellos. De aquella
perfección hecha carne brotaban ondas pulsantes que los envolvían de tal
forma que, fuera de Yvala, nada en el universo tenía existencia. Ante
el esplendor que les quemaba el rostro, Smith sintió subir en él un
sentimiento de adoración tan fuerte como la sangre al manar por una
arteria cortada. Pues se derramaba como la sangre vital y, como un
fluido vital, salía de su cuerpo, dejándole cada vez más débil... Era
algo extraño, como si alguna parte esencial de él se perdiera a
borbotones por la intensa adoración. Pero algo profundamente sumergido
bajo las más hondas profundidades del subconsciente de Smith, una vaga
inquietud, comenzó a agitarse. La rechazó, porque alteraba la tersa
superficie como de espejo de su arrebato de adoración; pero no pudo
hacerse con ella y, gradualmente, aquel malestar fue abriéndose camino
entre las distintas capas de su arrobamiento, hasta que afloró a su
mente consciente, perturbando con un ligero estremecimiento la exquisita
quietud de su trance. No era un malestar definido, pero tenía que ver
en cierta manera con los escasos animales que había entrevisto
-¿realmente los había vislumbrado?- en el bosque. Aquello, y también el
recuerdo de una antigua leyenda de la Tierra que, a pesar de todo, no
había podido expulsar completamente de su memoria: la leyenda de una
mujer hermosísima... y de hombres convertidos en animales... No
conseguía comprenderlo del todo, pero aquel recuerdo evanescente le
aguijaba con pinchazos inconfundibles, avisándole del peligro tan
insistentemente que, con desagrado infinito, su mente se vio en la
obligación de tener que pensar una vez más.
Yvala lo percibió.
Sintió la disminución de aquel flujo vital de adoración incondicional
que se derramaba sobre su belleza. Sus ojos insondables se volvieron
sobre los suyos en una oleada insoportable de azul y, al impacto de
aquella luz, los bosques dieron vueltas a su alrededor. Pero en el
interior de Smith, bajo el último peldaño de sus pensamientos
conscientes, bajo el último estremecimiento de sus instintos, reflejos y
deseos animales, yacía una roca viva de vitalidad salvaje que ningún
poder con el que se había encontrado podría vencer jamás, ni siquiera
aquél..., ni siquiera Yvala. Profundamente arraigado en aquella solidez
inamovible, el pequeño murmullo de inquietud persistió: “Aquí hay algo
anormal. No debo permitir que ella se apodere nuevamente de mí... Debo
saber por qué ocurre todo esto...”
Y ya no fue consciente de nada
más. Pues Yvala se volvió. Con ambos brazos aterciopelados echó hacia
atrás el telón de su cabellera y, a su alrededor, en un espejeo de
belleza tangible, irradió la energía que moraba en ella, con tan
terrible intensidad que toda la consciencia de Smith se apagó como si
fuese la llama de una vela. De una manera vaga, después de lo que le
parecieron eones, fue recobrando la noción de las cosas. No se trataba
de la completa consciencia, sino de una especie de conocimiento ciego y
opaco de lo que tenía lugar alrededor de él, en él, a través de él. Era
como el que pudiera tener un animal, sin el menor rastro de una
conciencia real. Pero, por encima de todo, la ensimismada adoración de
la completa belleza seguía manteniendo su atracción ardiente en el
centro de su universo y le devoraba del mismo modo que una llama hace
con su combustible, absorbiendo toda su adoración, dejándole
completamente vacío. Inerme, incorpóreo, se derramaba a través de la
adoración en la ávida llama que le mantenía cautivo; y mientras tanto se
sentía desfallecer y hundirse de alguna manera hasta más debajo del
umbral de lo que es un ser humano. En su entumecida conciencia no hizo
esfuerzo alguno para comprender, pero sintió que comenzaba a...
degenerar. Era como si el apetito insaciable de admiración que consumía a
Yvala y que le estaba consumiendo a él, absorbiese toda su humanidad
hasta dejarle seco. Incluso sus pensamientos iban cayendo más abajo a
medida que ella le absorbía, y su mente se agitaba en figuras y dibujos
por debajo del nivel de los pensamientos humanos...
Ya no era
tangible. Era una memoria oscura e inarticulada, incorpórea, sin alma,
llena de extrañas sensaciones famélicas... Recordaba que corría.
Recordaba la tierra oscura desplazándose bajo sus ágiles pies, el
penetrante viento sobre sus fosas nasales, lleno de olores de mil cosas
exquisitas. Recordaba la manada que le rodeaba, aullando a las heladas
estrellas, su propia voz elevándose, exultante, uniéndose con gutural
clamor a los demás. Recordaba el dulzor de la carne que cedía bajo sus
colmillos, el cálido flujo de la sangre bajo una lengua voraz. Recordaba
poco más que eso. La exultación de la caza, el agradable vaho de la
carne caliente bajo los colmillos que la desgarraban... Todo aquello
daba vueltas y más vueltas por su memoria, dejando espacio para poco
más. Pero gradualmente, en ecos vagos e indistintos, otros recuerdos
fueron abriéndose paso entre el círculo formado por el hambre y la
necesidad de alimentarse. Era algo intangible, simplemente el tenue
conocimiento de que, en cierta forma, en algún lugar, en alguna remota
existencia, él había sido... diferente. Él había...
Bruscamente, a
través de la ronda de recuerdos apareció la conciencia de las
presencias. Fue consciente de ellas no con los sentidos físicos, pues no
poseía sentidos físicos en absoluto. Pero su consciencia, su mente
obtusa y muda, supo que había llegado..., supo qué eran. A su memoria
afluyó el recuerdo del acre olor del hombre, que conmovía su sangre, y
sintió cómo la lengua pasaba sobre unos colmillos súbitamente húmedos de
saliva; recordó el hambre volcándose sobre tosas sus sensaciones. En
aquel momento se hallaba ciego y carecía de forma en un vacío informe, y
si reconocía aquellas presencias era sólo porque se habían topado con
la suya. Pero el ser consciente de la presencia de seres humanos tan
cerca de él le afectó. Ellos le había sentido, acechando muy cerca,
hambriento, y el que sus mentes recibieran el hambriento impacto de la
suya, había originado que sus cerebros tradujeran aquella proximidad
famélica en una imagen instantánea, pues, desde algún lugar fuera del
gris vacío que era su existencia, una voz dijo, claramente:
-¡Mira! ¡Mira! No, ya se ha ido, pero durante un minuto me pareció haber visto un lobo...
Las
palabras penetraron en su conciencia con la violencia de un cañonazo;
pues, en aquel instante, “supo”. Comprendía el lenguaje que utilizaba el
hombre, recordaba que antaño había sido el suyo..., comprendió en qué
se había convertido. También supo que aquellos hombres, quienesquiera
que fuesen, se encaminaban hacia el mismo peligro que le había vencido a
él, y la urgencia de avisarlos acalló su mutismo. Hasta entonces no
había comprendido claramente, con los pensamientos de un hombre
expresados en palabras, que carecía de ser. No era real... Sólo era los
recuerdos de un lobo vagando en la oscuridad. Había sido un hombre. Pero
ya sólo era un puro lobo, una bestia, y su alma había sido despojada de
su humanidad hasta el mismísimo núcleo de salvajismo que mora en cada
hombre. La vergüenza le invadió. Olvidó a los hombres, el idioma que
utilizaban, el hambre que sentía. Se disolvió en una nada de recuerdos
de lobo y de vergüenza de hombre. A través de su aturdimiento, una
necesidad urgente comenzó a imponérsele. En algún lugar del vacío sonó
una voz que le requería irresistiblemente. Le llamaba con tanta fuerza
que todo su incierto ser comenzó a dar vueltas alrededor de su cabeza,
en respuesta a las corrientes que le arrastraban irresistiblemente hacia
la voz.
Brillaba una llama. Llameaba en medio de la nada
universal, llamando, ordenando, atrayéndole con tanta dulzura que
respondió con todo su ser, pues en aquel fuego había un elemento que
despertaba su deseo más profundamente arraigado. Le recordaba la comida,
el cálido chorro de sangre, el crujido del hueso entre los dientes, la
satisfactoria familiaridad de la carne hundiéndose bajo los colmillos.
El deseo de todo aquello brotaba de él como la vida misma,
vaciándole..., vaciándole... Iba cayendo lentamente por debajo del lobo,
cada vez más bajo, más bajo... El terror le apuñaló a través del
olvido que se acercaba. Era la súbita comprensión de su humanidad
perdida desde hacía tanto, un último destello que iluminaba la oscuridad
en que se hundía. Y sobre la roca viva de inquebrantable fortaleza que
era el núcleo de su ser, aún más bajo, que el nivel del lobo, mucho más
que el olvido hacia el que se sentía atraído..., brotó la chispa de la
rebelión. Hasta entonces no había hecho más que patalear impotente, sin
ningún apoyo firme donde asentar el pie para luchar; pero a partir de
aquel momento, llegado al último extremo, mientras las últimas gotas de
vida consciente se escapaban de él, la roca viva de donde brotaban las
fuentes de su fortaleza y de su salvajismo comenzó a elevarse, y en
aquel último bastión del yo llamado Smith, éste se decidió al instante
por la rebelión y comenzó a luchar con toda su naturaleza de lobo, que
era el terreno donde había arraigado su alma de hombre. Luchó como un
lobo, con el salvajismo de una animal y la fuerza de un hombre,
sostenido por la firmeza de la roca viva que apoyaba a ambos. El espacio
giró a su alrededor, llameando con fuegos ávidos, oscureciéndose con
los exabruptos del olvido, furioso y devorador ante la ardiente
presencia de Yvala. Pero él estaba venciendo. Lo sabía y se empeñaba
más en la lucha, hasta que, de repente, sintió que se quebraba la fuerza
que se le oponía y de nuevo fue lúcidamente consciente, lúcidamente
humano. Yacía sobre el blando musgo como un muerto, terriblemente
relajado en todos sus miembros y músculos. Pero la vida volvía
rápidamente a él, y la humanidad se derramaba como un río crecido sobre
las vacías oquedades de su alma. Durante un instante permaneció a punto
de comenzar a flotar, y tuvo que hacer esfuerzos para volver a entrar en
su interior. Finalmente, con esfuerzo infinito, alzó los párpados y
permaneció a la expectativa, mortalmente quieto.
Ante él se
levantaba el sagrario de mármol blanco que albergaba la belleza. Pero ya
no era la delirante hermosura de Yvala lo que veía. Había arrostrado el
fuego del más profundo de sus peligros y la contemplaba como realmente
era... No en la forma con que le había hechizado y que para él, tal y
como había adivinado -lo mismo que para cualquier ser vivo, ya fuese
hombre o animal, que la mirase-, representaba la pura belleza, sino como
una llama de ávida luz flameando en el interior del sagrario. La luz
estaba viva, se estremecía, temblaba y se movía, pero ya no adoptaba
forma humana. No era humano. Era una vida tan alejada de la humana que
se preguntó tímidamente cómo sus ojos podrían haberle engañado dándole
la belleza hecha carne de Yvala. E incluso en el corazón del peligro
tuvo tiempo de lamentar la desaparición de aquella belleza..., de
aquella exquisita ilusión que jamás había existido, salvo en su propio
cerebro. Y supo que, mientras la llama de la vida ardiese en él, jamás
podría olvidar su sonrisa. Lo que allí ardía era una cosa de orígenes
tan terribles como remotos. Adivinaba que su poder había atenazado su
cerebro en cuanto se puso a su alcance, y que le había ordenado que la
viera bajo aquella forma encantadora que sólo para él representaba el
ideal de su corazón. Debía haber hecho lo mismo a un número incontable
de seres... recordó las espectrales presencias animales que en el bosque
se habían impuesto a sus percepciones con su tímida y vergonzosa
presencia. En efecto, él había sido una de ellas..., en ese momento lo
supo. Entonces comprendió la advertencia y la angustia en sus ojos.
También recordó las ruinas que había visto en la espesura. ¿Qué raza
había morado allí antaño, imponiendo su civilización y la huella de sus
tranquilos claros y arboledas sobre la voraz jungla? Quizá una raza
humana, que vivió apartada bajo la vegetación hasta que llegó Yvala la
Destructora. O quizá no fuera humana, ya que sabía que Yvala adoptaba
una forma diferente para cada criatura viviente, la encarnación del
deseo supremo de cada individuo.
Entonces oyó voces. Después de
un esfuerzo infinito consiguió girar la cabeza sobre el césped, hasta
que pudo comprobar de dónde venían. Y lo que vio le habría hecho
levantarse si hubiera estado en condiciones, pero un cansancio mortal
cayó sobre él con el peso de los mundos y fue incapaz de moverse.
Aquellas presencias humanas que había sentido cuando revestía forma
animal estaban cerca de él... Eran los tres traficantes de esclavos de
la pequeña astronave. Debía de haberlos seguido desde no muy lejos, por
oscuros motivos que jamás conocería, pues la magia de Yvala había hecho
presa en ellos y estaban a punto de perder lo poco de humanidad que les
quedaba. Se habían detenido en fila ante el sagrario, con un éxtasis
casi sagrado en sus rostros. Y tuvo la certeza de que reflejaban la
gloria de Yvala, aunque, a sus ojos, la cosa que miraban no era más que
una llama sin forma. Entonces supo por qué Yvala había cedido tan
rápidamente en la desesperada lucha que había mantenido contra ella:
porque se ofrecía pasto fresco a su avidez, nuevos adoradores de los que
beber. Había dejado a un lado sus fuentes vitales, prácticamente
agotadas, para vaciar de su humanidad a otra presa. Él los observó
mientras seguían allí, de pie, embriagados por la belleza de lo que
creían que era una mujer incomparable, velada por una cabellera
flotante, que esplendía con un ardor más que mortal..., donde, para él,
sólo ardía una llama clara. Pero aún veía más. Alrededor de aquellas
tres figuras en éxtasis ante el sagrario podía ver cimbreándose... ¿No
sería alguna extraña reflexión de ellos mismos bailoteando en el aire?
Los contornos vaporosos oscilaron, y Smith supuso -con ojos que a la luz
de lo que le acababa de pasar le permitían penetrar hasta la carne- que
aquel espejeo que parecía bailar debía ser, sin duda, el reflejo de
algún componente vital de los tres hombres, visible de manera tan
extraña en aquellos momentos por la evocación mágica de Yvala.
Los
reflejos en cuestión tenían forma humana. Tendían hacia Yvala desde sus
anclajes en los respectivos cuerpos que los albergaban, tirando de
ellos como si quisieran abandonar sus raíces carnales y fundirse en un
todo con la belleza hecha carne que los llamaba de modo tan
irresistible. Los tres permanecían rígidos, con los rostros inexpresivos
por el éxtasis, inconscientes del peligroso tirón que iba a sufrir su
alma. Entonces Smith vio cómo al hombre que estaba más cerca se le
aflojaban las rodillas, vacilaba y se derrumbaba sobre el musgo.
Permaneció inmóvil durante un momento, mientras que, de su cuerpo caído,
aquel tenue reflejo de sí mismo daba un tirón tras otro hasta conseguir
soltarse en un esfuerzo final y flotar como un espectro de humo en la
ardiente luminosidad blanca del sagrario. La llama lo engulló y relució
con mayor intensidad, como si acabara de recibir más combustible. Cuando
aquella súbita luminosidad murió, el espectro de humo se movió a la
deriva y se arrastró a través de las columnas con una forma que incluso a
los debilitados ojos de Smith presentaba una extraña distorsión. Ya no
era el alma de un hombre. Toda su humanidad había sido consumida para
alimentar la llama que era Yvala. Los bestiales fundamentos, que en
todas las criaturas humanas se hallan tan poco profundos bajo el barniz
de civilización y humanidad, habían quedado al desnudo, libres. Smith
sintió un escalofrío al constatar aquello, mientras observaba el núcleo
de instintos bestiales que era todo lo que quedaba después de
desaparecer el barniz de humanidad, un núcleo de recuerdos animales
arraigados desde hacía eones, desde aquel lejanísimo pasado en que todos
los antepasados del hombre corrían a cuatro patas.
Lo que
quedaba era un animal taimado, lleno de la astucia del zorro. Vio su
forma neblinosa alejarse furtivamente en la verde penumbra del bosque y
nuevamente comprendió por qué, cuando se dirigía a aquel lugar, había
visto en el parque fugaces reflejos de animales, todos con aquella
terrible familiaridad en la manera de erguir la cabeza, y en la línea de
sus hombros y en el cuello, que evocaban actitudes diferentes de las de
animales de cuatro patas. Debían de ser espectros como aquel, a la
deriva entre los bosques, bestias fantasmales que aún conservaban
jirones y andrajos de la humanidad de la que habían sido despojados, y
que habían rozado con sus mentes la de él, consiguiendo por el impacto
de la viveza de su evocación una visión de su realidad de pieles y de
carne, pero muy fugaz, antes de que el espectro se desvaneciese. Y él se
estremeció espantado al pensar en el elevado número de hombres que
habían debido servir de alimento a la llama, despojados de su humanidad
como de un vestido y errando en aquellos momentos en la desnudez de su
bestial naturaleza a través de los bosques encantados. Era Circe. Lo
comprendió con un escalofrío de repulsión y de espanto. La encantadora
Circe, que convirtió a los hombres de la leyenda griega en animales. ¡Y
qué tremendo fondo de realidad y mito aparecía vagamente, como una
niebla, después de lo que acababa de suceder ante sus mismísimos ojos!
La encantadora Circe: una antigua leyenda de la Tierra hecha carne en
una luna de Júpiter, muy lejos, en el espacio. El espanto de aquello
sacudió todos sus fundamentos. Circe... Yvala... Una entidad
extraterrestre que, por lo tanto, debía vagar por el universo y las
eras, dejando a lo largo de los siglos vagos rumores sobre su paso. La
adorable Circe en su isla azul del mar Egeo... Yvala en su luna
encantada bajo el arrebol de Júpiter... pasado y presente fundidos en un
todo cegador.
La maravilla de todo aquello le absorbió de tal
modo que, cuando fue nuevamente consciente de lo que ocurría, los dos
traficantes de esclavos que quedaban yacían postrados ante el musgo,
como unos cuerpos abandonados que hubieran perdido su vitalidad,
absorbida como si fuese sangre por la llama que era Yvala. Ésta llameaba
con luz más roja y, ante su pulsación, Smith vio cómo huía el impreciso
residuo del tercero de los espectros con que acababa de alimentarse,
una bestia porcina cuyos gruñidos y bufidos eran casi audibles, al igual
que sus colmillos y cerdas eran casi visibles, mientras se escabullía
en el bosque. Después de aquello, la llama ardió nuevamente con más
claridad, teñida de rosa claro, palpitando con latidos regulares como
hubiera hecho un corazón, saciado e inmóvil en su sagrario. Y le pareció
que se recogía en sí misma, como si la entidad que ardía en él se
replegase sobre sí, dejando intacto el mundo que dominaba, adormecida
por la digestión de la substancia que su vampírico apetito por la
adoración había devorado. Smith se agitó ligeramente sobre el musgo.
Tenía que intentar escapar, en aquel momento o nunca, mientras la cosa
del sagrario siguiera saciada e indiferente ante lo que la rodeaba.
Yacía allí, temblando por el agotamiento, obligándose a permanecer en su
cuerpo y haciendo acopio de fuerzas para levantarse, para ir al
encuentro de Yarol, para regresar como pudiera hasta la nave abandonada.
Y, poco a poco, lo consiguió. Le llevó bastante tiempo pero,
finalmente, se arrastró hasta un árbol y se quedó apoyado en él,
tambaleándose, mientras sus ojos pálidos parpadeaban por el agotamiento,
pero también por el esfuerzo de localizar el lugar bajo los árboles
donde pudiera estar Yarol.
El pequeño venusiano yacía a pocos
pasos, con una mejilla apoyada en el suelo mientras sus rubios rizos se
derramaban alegremente sobre el musgo. Con los ojos cerrados parecía un
serafín dormido, dulcificados todos los rasgos de una vida llena de
azares y empresas, y oculto el salvajismo de su oscura mirada. Incluso
en aquel peligro de muerte, Smith no pudo reprimir una pequeña sonrisa
mientras recorría vacilante la media docena de pasos que le separaban
del cuerpo de su amigo, antes de caer de rodillas ante él. Aquel
movimiento apresurado le había mareado, pero no tardó en recuperarse en
un momento y tomar del hombro a Yarol, para zarandearlo sin
contemplación. No se atrevió a hablar, pero siguió zarandeándolo,
mientras su cerebro lanzaba una llamada silenciosa a cualquiera de los
espectros vagabundos que merodeaban por los árboles que rodeaban el
sagrario y que pudieran albergar el alma desnuda de Yarol. Se inclinó
sobre la rubia cabeza inmóvil y repitió aquella llamada una y otra vez,
poniendo en ella toda la intensidad de su determinación, mientras la
debilidad comenzaba a caer sobre él en grandes y lentas oleadas.
Después de un largo momento le pareció escuchar una vaga respuesta que
llegaba de algún lugar muy lejano. Insistió en la llamada, mientras
volvía con aprensión sus ojos hacia la pulsante llama rosa del sagrario y
se preguntaba si su muda convocatoria no llegaría hasta aquella entidad
de un modo tan tangible como las palabras. Pero la saciedad de Yvala
debía ser muy profunda, porque no hubo alteración en su llama.
La
respuesta le llegó con nitidez desde el bosque. La sintió dirigiéndose
hacia él del mismo modo que un pescador siente que el pez cede,
finalmente, al tirón de su caña. En aquel momento, entre las frondosas
soledades de los árboles, un pequeño espectro vaporoso llegó
deslizándose. Hubiera podido jurar que, durante un breve instante, vio
el rampante contorno de una pantera sobre el musgo, brumosa, agachada,
que le miraba con los astutos ojos negros de Yarol, con la negra mirada
de su amigo, que no parecía afectada por su pérdida de humanidad. Y algo
en aquella mirada familiar hizo que un escalofrío le bajase por la
espalda. ¿Sería... sería posible que el barniz de humanidad que cubría
su naturaleza felina fuera tan tenue en Yarol que, incluso después de
desaparecer, la mirada de sus ojos no hubiese cambiado? La bestia
vaporosa ondeó sobre la yaciente figura del venusiano. Durante un
instante, se retorció alrededor de los hombros de Yarol, se fue
difuminando y desapareció. Yarol se agitó sobre el musgo. Smith tendió
hacia él una mano temblorosa. Las largas pestañas del venusiano
temblaron y se apartaron. Los sesgados ojos negros fueron al encuentro
de la pálida mirada de Smith. Éste, agitado por un escalofrío de
incertidumbre, no supo si la humanidad había vuelto al cuerpo de su
amigo o no, si lo que se elevaba hacia sus ojos era la mirada de una
pantera o si ésta estaba velada por la exigua presencia del alma de un
hombre, porque los ojos de Yarol siempre habían mirado de aquella forma.
-¿Estás... bien? -preguntó con un susurro, conteniendo la respiración.
Yarol
parpadeó de asombro una o dos veces, y después hizo una mueca. Una
chispa se encendió en su negra mirada felina. Asintió e hizo un ligero
esfuerzo para levantarse. Smith le ayudó a incorporarse. El venusiano no
sentía ni una fracción de la debilidad que acusaba el terrestre.
Después de un breve instante de respiración agitada, luchó para ponerse
en pie y ayudó a Smith a levantarse, con la aprensión reflejándose en
toda su conducta mientras miraba la llama que palpitaba en su blanco
sagrario. Hizo un gesto brusco con la cabeza.
-¡Vámonos en seguida de aquí! -dijeron sus labios, hasta entonces silenciosos.
Y
Smith se volvió hacia la dirección que le indicaba, sin objeción
alguna, esperando que Yarol supiera a dónde se dirigían. Estaba
demasiado agotado para hacer otra cosa que no fuese lo que le decía.
Avanzaron por los bosques. Sin dudar en ningún momento, Yarol se dirigió
todo derecho hacia la carretera que habían tomado hacía tanto tiempo.
Poco después, cuando el sagrario que albergaba la llama hubo
desaparecido entre los árboles que quedaban tras ellos, la suave voz del
venusiano murmuró, como para sí:
-Me hubiera gustado que no me
llamaras. Los bosques son tan frescos y tan tranquilos... Me recordaban
tantas cosas maravillosas... Matar y matar... me hubiera gustado...
La
voz quedó en silencio. Pero Smith, tambaleándose junto a su amigo,
comprendió. Sabía por qué aquellos bosques le eran tan familiares a
Yarol, tanto que podía dirigirse hacia la carretera sin confundirse.
Sabía por qué Yvala, en su saciedad, no había despertado al nuevo surgir
de la humanidad en Yarol... Porque era tan escasa que su pérdida no
significaba nada. En aquel momento, tuvo una intuición acerca de la
naturaleza del venusiano que no le abandonaría hasta su muerte. Después
apareció un hueco entre los árboles que estaban ante ellos, y sintió el
hombro de Yarol sosteniendo su cuerpo. El camino hacia la salvación
espejeó más adelante, en la verde penumbra que se abría bajo la bóveda
de los árboles.
C.L. Moore (1911-1987)
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