Richard Clayton se asió de tal forma que quedó erguido como si fuera un
saltador esperando para zambullirse desde un alto trampolín hacia el
azul. Realmente, era un saltador. Una espacionave plateada era su
trampolín, y pensaba zambullirse no hacia abajo, sino hacia arriba,
hacia e! cielo azul. Y tampoco pensaba recorrer nueve o diez metros,
sino que se zambulliría millones de kilómetros. Con una profunda
inspiración, el regordete y barbudo científico alzó sus manos hacia la
fría palanca de acero, cerró los ojos y jaló. La palanca se movió hacia
abajo. Por un momento no sucedió nada. Luego, un repentino
estremecimiento lanzó a Clayton por el suelo. ¡La «Futuro» se estaba
moviendo!
De alas de pájaro batiendo mientras se alzan al cielo,
de alas de mosca zumbando en su vuelo, de estremecimientos que sacuden
los músculos que saltan, de todas estas cosas estaba compuesto el golpe.
La espacionave «Futuro» vibraba locamente. Se agitaba de lado a lado, y
un zumbido estremecía las paredes de acero. Richard Clayton yacía
atontado mientras crecía un zumbido agudo en e! interior de la nave. Se
puso en pie, frotándose la magullada frente, y se tambaleó hasta su
pequeña litera. La nave se estaba moviendo, y sin embargo la terrible
vibración no disminuía. Contempló los controles y maldijo suavemente.
—¡Buen Dios! ¡El panel está roto!
Era
cierto. El cuadro de mandos se había roto por el tirón. El cristal
partido había caído al suelo, y los diales colgaban inútiles de la faz
desnuda del panel. Clayton se sentó desesperado. Esto era una gran
tragedia. Sus pensamientos retrocedieron treinta años, hasta el tiempo
en que, siendo un niño de diez años, había sido inspirado por el vuelo
de Lindberg. Recordó sus estudios, y cómo había utilizado el dinero de
su millonario padre para perfeccionar una máquina voladora que cruzaría
el espacio mismo.
Durante años, Richard Clayton había trabajado,
soñado y planeado. Había estudiado a los rusos y a sus cohetes, y
organizado la fundación Clayton, y contratado mecánicos, matemáticos,
astrónomos e ingenieros para trabajar con él. Y entonces se había
producido el descubrimiento de la propulsión atómica, y la construcción
de la «Futuro». La «Futuro» era un casco de acero y duraluminio, sin
ventanas y aislado por un procedo secreto. En su pequeña cabina había
tanques de oxígeno y depósitos con tabletas alimenticias, productos
químicos energizantes, un sistema de aire acondicionado y el suficiente
espacio como para que un hombre pudiera caminar seis pasos. Era una
pequeña celda de acero, pero en su interior Richard Clayton pensaba
realizar sus ambiciones. Se ayudaría mediante cohetes para escapar de la
esfera gravitatoria de la Tierra, y luego movería la nave mediante la
propulsión por descargas atómicas. Clayton pensaba llegar a Marte y
regresar.
Le llevaría diez años llegar a Marte, y otros diez el
regresar. Porque el aterrizaje de la nave necesitaría de otras descargas
de cohetes adicionales. A mil quinientos kilómetros por hora... No era
una imaginaria travesía a la «velocidad de la luz», sino un viaje lento y
pesado, pero científicamente cierto. Los paneles estaban dispuestos, y
Clayton no tenía necesidad de guiar su navío. Era automático.
—Pero
y ahora, ¿qué? —dijo Clayton, contemplando el cristal astillado. Había
perdido contacto con el mundo exterior. Le había sido imposible
averiguar su progreso en el panel, incapaz de juzgar el tiempo, la
distancia y la dirección. Estaría ahí sentado durante diez, veinte
años... solo en la diminuta cabina. No había habido espacio para libros,
o papel, o juegos con los que divertirse, Estaba prisionero en el negro
vacío del espacio.
La Tierra ya debía de haberse esfumado muy
lejos por debajo de él; pronto sería una esfera de ardiente fuego verde
más pequeña que la esfera de rojo fuego situada delante: el fuego de
Marte.
El campo se había llenado con multitudes para verlo partir; su
asistente, Jerry Chase, las había controlado. Clayton se los imaginaba
contemplando cómo su brillante cilindro de acero emergía del gaseoso
humo de los cohetes y se abalanzaba como una bala hacia el cielo. Luego,
su cilindro debía de haberse perdido en el cielo, y las multitudes se
irían a sus casas y olvidarían. Pero él permanecería aquí en la nave...
durante diez, durante veinte años. Sí, permanecería, pero ¿cuándo
terminaría la vibración? El estremecimiento de las paredes y del suelo a
su alrededor era difícil de soportar. Ni él ni los expertos habían
contado con este problema. Los temblores le agitaban su dolorida cabeza.
¿Qué ocurriría si no cesaban? ¿Si duraban durante todo el viaje?
¿Cuánto tiempo podría resistir sin volverse loco?
Podía pensar.
Se echó en su litera y recordó: repasó cada pequeño detalle de su vida
desde su nacimiento hasta el presente. Y pronto hubo gastado toda la
memoria en un tiempo ridículamente corto. Entonces volvió a notar la
horrible pulsación a su alrededor.
—Puedo hacer ejercicio —dijo
en voz sita. Y paseó por el piso: seis pasos hacia adelante, seis hacia
atrás. Y se cansó de eso. Suspirando, Clayton se dirigió a las alacenas y
tomó sus cápsulas—. Ni siquiera puedo pasar el tiempo comiendo —observó
amargado—. Las trago, y ya está.
La vibración borró la sonrisa
de su rostro. Era enloquecedora. De nuevo se recostó en la agitada
litera, añadiendo oxígeno al sistema de aire. Dormiría entonces,
dormiría si es que ese maldito tamborileo se lo permitía. Soportó los
horribles chasquidos, y gruñó durante todo el rato, cerrando la luz. Sus
pensamientos giraron alrededor de su extraña posición: un prisionero en
el espacio. Afuera giraban los ardientes planetas, y las estrellas se
deslizaban por la negra oscuridad de la nada espacial. Aquí yacía seguro
y cobijado, en una cámara vibratoria; a salvo del gélido frío; ¡si tan
sólo cesasen aquellas terribles sacudidas! Y no obstante, tenía sus
compensaciones. No habría periódicos en el viaje, para atormentarle con
los relatos de la inhumanidad del hombre con el hombre, ni tontos
programas de radio o televisión para molestarle. Tan sólo esa maldita y
omnipresente vibración...
Clayton durmió, atravesando el espacio.
No era de día cuando despertó. No era de día ni de noche. Tan sólo
estaban él y la nave en el espacio. Y la vibración era continua,
destrozándole los nervios en el incesante golpeteo contra su cerebro.
Las piernas de Clayton temblaban, mientras se llegaba al armario y comía
sus píldoras. Luego, se sentó y comenzó a sufrir. Una terrible
sensación de soledad estaba comenzando a asaltarlo. Estaba tan aislado
aquí... tan separado de todo. No había nada que hacer. Era peor que
estar prisionero en aislamiento confinado; al menos, los prisioneros
tenían celdas más grandes, veían el sol, respiraban aire fresco, y
contemplaban algún rostro ocasionalmente.
Clayton había pensado
siempre ser un misántropo, un recluso. Ahora, deseaba ver otro rostro. A
medida que pasaban las horas, tuvo extrañas ideas. Deseaba ver la vida,
en cualquier forma... hubiera dado una fortuna por la compañía, aun de
un insecto, en este calabozo volador. El sonido de una voz humana
hubiera sido un cielo. Estaba tan «solo». No había nada que hacer sino
soportar los tirones, pasear por el estrecho suelo, comer sus píldoras,
tratar de dormir. Nada en que pensar. Clayton comenzó a desear que
llegase el momento en que sus uñas necesitasen ser cortadas. Haría que
esa tarea durase horas. Examinó cuidadosamente sus ropas, contempló
durante horas en el pequeño espejo su barbudo rostro. Memorizó su
cuerpo, escrutó tocios los artículos que contenía la cabina de la
«Futuro». Y sin embargo, no estaba lo suficientemente cansado como para
dormir de nuevo. Sentía constantemente un pulsante dolor de cabeza. Al
fin logró cerrar los ojos y sumergirse en otra duermevela, interrumpida
por tirones que lo agitaban, haciéndole despertar.
Cuando
finalmente se alzó y encendió la luz, al tiempo que dejaba pasar algo
más de oxígeno, hizo un terrible descubrimiento. «Había perdido todo
sentido del tiempo.» El tiempo es relativo, le habían dicho siempre. Y
ahora se daba cuenta de cuan verdadera era. No tenía nada con que medir
el tiempo: ni reloj, ni posibilidad de ver el sol o la luna o las
estrellas, ni tampoco actividades regulares. ¿Cuánto tiempo llevaba
viajando? Por mucho que tratase, no lograba recordarlo. ¿Había comido
cada seis horas? ¿O cada día? ¿O cada veinte? ¿Había dormido una vez
cada día? ¿Una vez cada tres o cuatro días? ¿Cuan a menudo había
paseado? Sin instrumentos con los que situarse, estaba totalmente
perdido. Comió sus píldoras en forma irregular, tratando de pensar a
pesar del atontamiento que abotargaba sus sentidos. Esto era tremendo.
Si había perdido la medida del tiempo, quizá pronto perdería el
conocimiento de su propia identidad. Enloquecería allí, en la astronave,
mientras cruzaba por el vacío hacia los planetas. Solo, atormentado en
una pequeña celda, tenía que aferrarse a algo. ¿Qué era el tiempo?
Ya
no quería pensar en él. Ya no quería pensar en nada. Tenía que olvidar
el mundo que había abandonado, o la memoria lo pondría frenético.
—Tengo
miedo —murmuró—. Tengo miedo de estar solo en la oscuridad. Quizás haya
pasado la Luna. Quizá me encuentre a millón y medio de kilómetros de la
Tierra... o a quince millones.
Entonces Clayton se dio cuenta de
que estaba hablando consigo mismo. En ese camino se hallaba la locura.
Pero no podía detenerse, como tampoco podía parar la horrible vibración
desmembradora que lo rodeaba.
—Tengo miedo —murmuró en una voz que sonaba a vacía en la pequeña habitación zumbante—. Tengo miedo. ¿Qué hora es?
Cayó
dormido, todavía susurrando, y el tiempo siguió su marcha. Se despertó
con nuevo valor. Había perdido el control, razonó. La presión exterior, a
pesar de la presurización, debía haber afectado sus nervios. Tai vez el
oxígeno lo hubiera atontado, y la dieta de píldoras era mala. Pero
ahora había pasado la debilidad. Sonrió, atravesando la cabina. Entonces
volvieron de nuevo sus pensamientos: ¿Qué día era? ¿Cuántas semanas
habían pasado desde que había partido? Quizá ya hubiesen, pasado meses,
un año, dos años. Todo lo referente a la Tierra parecía lejano, casi
parte de un sueño. Se sentía ahora más cercano a Marte que a la Tierra.
Comenzó a anticipar en vez de recordar. Durante un tiempo, todo había
sido mecánico. Había encendido y apagado la luz cuando lo había
necesitado, tomado las píldoras por hábito, recorrido el suelo sin
pensar, atendido inconscientemente el sistema de aire, dormido sin saber
cómo ni cuándo. Gradualmente, Richard Clayton olvidó su cuerpo y los
alrededores. El permanente zumbido en su cerebro se convirtió en una
parte de él. Una dolorida parte que le decía que estaba zumbando a
través del espacio en una bala plateada. Pero significaba algo más,
porque Clayton va no hablaba consigo mismo. Se olvidó de él mismo y soñó
tan solo con Marte que se hallaba enfrente. Cada pulsación de la nave
decía:
—Marte... Marte... Marte.
Sucedió una cosa
maravillosa: Aterrizó. El navío se clavó de proa, temblando. Luego se
depositó suavemente sobre el gaseoso césped del planeta rojo. Durante
largo tiempo Clayton había sentido el tirón de la extraña gravitación.
Sabía que los ajustes automáticos de su navío estaban disminuyendo las
descargas atómicas y usando del tirón gravitacional natural del mismo
Marte. Ahora, el navío aterrizó, y Clayton abrió la puerta. Rompió los
sellos y salió fuera. Rebotó suavemente en el césped púrpura. Sentía su
cuerpo libre, flotante. Había aire fresco, y la luz del sol parecía más
fuerte, más intensa, aunque las nubes velaban el brillante globo. A lo
lejos se alzaban los bosques, los verdes bosques con la vegetación
púrpura que cubría los árboles. Clayton abandonó la nave y se acercó al
fresco bosque. El primer árbol tenía ramas que se inclinaban hacia el
suelo como dos brazos.
¡Brazos... eran brazos! Se extendieron
unos brazos verdes. Unas ramas lo asieron y lo alzaron. Fríos anillos,
viscosos como los de una serpiente, lo mantuvieron así aferrado mientras
era apretado contra un oscuro tronco de árbol. Y ahora estaba mirando a
la inflorescencia púrpura que cubría las hojas. Los crecimientos
púrpura eran... cabezas. Malvados rostros púrpura que lo miraban con
ojos putrefactos como sapos muertos. Cada rostro estaba arrugado como
una coliflor púrpura, pero bajo la masa pulposa había una gran boca.
Cada rostro púrpura tenía una boca púrpura, y cada boca púrpura se abría
para babear sangre. Ahora, los brazos vegetales lo apretaron más
fuertemente contra el frío y palpitante tronco, y uno de los rostros
púrpura, el rostro de una mujer, se acercaba para besarle.
¡El beso del vampiro!
La sangre brillaba escarlata en los sensuales labios que se acercaban a
los suyos. Se debatió, pero las extremidades lo aferraban fuertemente. Y
llegó el beso, frío como la muerte. Su llamarada helada le recorrió
todo su ser, y sus sentidos se ahogaron. Entonces Clayton se despertó, y
supo que era un sueño. Su cuerpo estaba cubierto de sudor. Esto le hizo
darse cuenta de su propio cuerpo. Se acercó al espejo. Una sola mirada
le hizo retroceder horrorizado. ¿Era esto también una parte del sueño?
Mirando al espejo, Clayton vio reflejada la faz de un hombre envejecido.
Las facciones estaban muy barbudas, y se veían pliegues y arrugas,
mientras que las antes mofletudas mejillas estaban ahora hundidas. Los
ojos eran lo peor... Clayton ya no reconocía sus propios ojos. Rojos y
hundidos en sus huesudas cuencas, ardían con una asombrada mirada de
horror. Tocó su rostro y vio como la mano cubierta de venas azules se
alzaba en el espejo y recorría el canoso pelo.
Retornó un parcial
sentido del tiempo. Había estado aquí durante años. ¡Años! ¡Se estaba
haciendo viejo! Naturalmente, la poco normal vida lo hacía envejecer más
rápidamente, pero no obstante debía haber pasado un gran intervalo de
tiempo. Clayton sabía que pronto alcanzaría el final de su viaje.
Deseaba alcanzarlo antes de tener más sueños. De ahora en adelante, la
cordura y sus reservas físicas deberían combatir contra el invisible
enemigo que era el tiempo. Trastabilleó de vuelta a la litera, mientras,
temblando como un metálico monstruo volador, el «Futuro» cruzaba la
negrura del espacio interestelar. Ahora estaban golpeando el exterior de
la nave; sus brazos de acero estaban rompiendo la puerta. Los negros
monstruos metálicos entraron con un paso de hierro. Sus severos rostros
tallados en acero no tenían ninguna expresión cuando aferraron a Clayton
por los costados y lo arrastraron fuera. Se lo llevaron a través de la
plataforma metálica, caminando tiesos con pies que claqueteaban al
chocar contra el metal. Grandes tubos de acero se alzaban en plateadas
espiras a todo su alrededor, y lo llevaron a una torre de hierro.
Subieron las escaleras, clang, clang clang, resonaban los grandes pies
metálicos.
Las escaleras de hierro, giraban sin fin. Y sin
embargo, continuaban. Sus rostros estaban fijos, y el hierro no suda.
Nunca se cansaban, pero Clayton era una basura jadeante cuando
alcanzaron el domo y lo empujaron ante la Presencia en la habitación de
la cúspide. La voz metálica zumbó, mecánicamente, como un disco
fonográfico roto:
—«Lo-hallamos-en-un-pájaro-oh-amo.»
—«Está-hecho-de-blandura.»
—«Está-vivo-en-alguna-extraña-manera.»
—«Un-a-ni-mal.»
Y entonces la resonante voz del centro de la habitación de la torre:
—«Tengo-hambre.»
Alzándose
en un trono de hierro sobre el suelo, estaba el Amo. Simplemente una
gran trampa de hierro, con mandíbulas metálicas similares a las de una
pala mecánica. Las mandíbulas se abrieron con un click, y los horribles
colmillos brillaron. Una voz llegó de las profundidades.
—«Alimentadme.»
Lanzaron
a Clayton hacia delante, con sus brazos de hierro, y cayó dentro de las
mandíbulas-trampa del monstruo. Las mandíbulas se cerraron, masticando
con gusto la carne humana... Clayton se despertó chillando. El espejo
brilló cuando sus temblorosas manos encontraron el interruptor de la
luz. Contempló el rostro de un hombre envejecido, con el cabello casi
blanco. Se estaba haciendo viejo. Y se preguntaba si su cerebro
resistiría. Comer píldoras, caminar en la cabina, escuchar la vibración,
regenerar el aire, acostarse en la litera. Eso era todo ahora. Y el
resto... esperar. Esperar en una zumbante cámara de tortura, durante
horas, días, años, siglos, incontables eones. Y cada eón, un sueño.
Aterrizaba en Marte, y los fantasmas llegaban enroscándose desde una
neblina grisácea. Eran formas en la neblina, como cenagoso ectoplasma, y
podía ver a su través. Pero se retorcían y llegaban, y sus voces eran
débiles susurros en su alma.
—Aquí hay Vida —susurraban—.
Nosotros, cuyas almas han cruzado el Vacío tras la muerte, hemos
esperado Vida para tener un festín. Tengámoslo ahora.
Y lo
ahogaban bajo las grises sábanas, y sorbían con grises bocas chuponas su
sangre... De nuevo aterrizaba en el planeta, y no había nada.
Absolutamente nada. El suelo estaba desnudo, y se extendía hasta
horizontes de nada. No había ni cielo ni sol, tan solo el suelo sin fin
en todas direcciones. Puso cautamente el pie en él. Se hundió en la
nada. La nada vibraba ahora, como vibraba la nave, y lo estaba tragando.
Estaba cayendo a un profundo pozo sin lados, y la inexistencia se
cerraba sobre él...
Clayton soñó esto último estando en pie.
Abrió sus ojos ante el espejo. Sus piernas estaban débiles, y se sujetó
con manos que temblaban por la edad. Miró al rostro en el espejo: la faz
de un hombre de setenta años.
—¡Dios! —murmuró. Era su propia
voz: el primer sonido que había oído ¿en cuánto tiempo? ¿En cuántos
años? ¿Por cuánto tiempo no había oído nada, por encima de las
infernales vibraciones de la nave? ¿Cuan lejos había llegado la
«Futuro»? Ya era viejo. Un horrible pensamiento mordió su cerebro. Tal
vez algo había ido mal. Tal vez los cálculos eran defectuosos y se
estaba moviendo demasiado lentamente en el espacio. Quizá nunca llegase a
Marte. O tal vez, y esta era una terrorífica posibilidad, había pasado a
lo largo de Marte, errada la cuidadosamente calculada órbita al
planeta. Y ahora estaba zambulléndose en los solitarios vacíos de más
allá. Tragó sus píldoras y yació en la litera. Se notaba algo más en
calma ahora. Tenía que estarlo, por primera vez recordaba la Tierra.
¿Y
si hubiera sido destruida? ¿Y si hubiera sido invadida por la guerra, o
por la peste, o por las enfermedades, mientras él se había ido? ¿O si
había sido golpeada por meteoros, o alguna estrella moribunda había
llameado la muerte sobre ella desde cielos enloquecidos? Unas nociones
fantasmales lo asaltaron: ¿y qué ocurriría si unos Invasores cruzaban el
espacio para conquistar la Tierra, tal como él lo estaba cruzando hacía
Marte? Pero no tenía sentido el preocuparse acerca de esto. El problema
era alcanzar su propio objetivo. Tenía que esperar, inerme, mantener la
vida y la cordura durante el tiempo suficiente para conseguir su
objetivo. En el vibrante horror de su celda, Clayton se hizo una firme
promesa con toda su desvaneciente fuerza.
Viviría, y cuando
aterrizase vería Marte. Muriese o no en el largo viaje de vuelta,
existiría hasta alcanzar su meta. Lucharía contra los sueños desde este
momento. No tenía forma de calcular el tiempo: tan sólo un largo
anonadamiento, y el zumbido de esta infernal espacionave. Pero viviría.
Ahora llegaban voces desde el exterior de la nave. Los fantasmas
aullaban en las oscuras profundidades del espacio. Llegaron visiones de
monstruos y sueños torturadores, y Clayton los rechazó todos. Cada hora,
o día, o año, ya no podía saber cuando, Clayton lograba arrastrarse
hasta el espejo. Y siempre le mostraba que estaba envejeciendo
rápidamente. Su cabello blanquecino y su rugoso rostro le recordaban su
increíble senilidad. Pero Clayton vivía. Era ya demasiado viejo para
pensar, y estaba demasiado cansado. Simplemente, vivía en el zumbido de
la nave. Al principio no se dio cuenta. Estaba recostado en la litera, y
sus agotados ojos estaban cerrados en una especie de estupor.
Repentinamente, se dio cuenta de que la vibración había cesado. Sabía
que debía estar soñando de nuevo. Se alzó dolorido, y se frotó los ojos.
No, el «Futuro» estaba inmóvil. ¡Había aterrizado!
Estaba
temblando incontroladamente. Los años de vibración habían producido
esto. Los años de aislamiento con tan solo sus locos pensamientos por
compañía. Casi no podía ponerse en pie. Pero éste era el momento. Esto
era por lo que había esperado durante diez largos años. No, debían de
haber pasado más años. Pero podía ver Marte. Lo había conseguido, había
hecho lo imposible. Era un pensamiento inspirador. Pero, en alguna
forma, Richard Clayton lo habría dado todo por saber tan sólo en qué
tiempo se hallaba, y oírlo en una voz humana. Se tambaleó hasta la
puerta: la puerta sellada hacía tanto tiempo. Allí había una palanca.
Su
anciano corazón bombeó excitado cuando empujó la palanca hacia arriba,
la puerta se abrió, la luz del sol se deslizó al interior, el aire
sopló: aire que cosquilleó en sus pulmones y luz que no le hizo
parpadear. Sus pies lo estaban llevando afuera. Clayton cayó en brazos
de Jerry Chase.
No sabía que era Jerry Chase. Ya no sabía nada.
Había sufrido demasiado. Chase estaba contemplando el debilitado cuerpo
que yacía en sus brazos.
—¿Dónde está el señor Clayton? —murmuró—. ¿Quién es usted?
Contempló la envejecida y arrugada cara.
—Pero...
¡si es Clayton! —jadeó—. Señor Clayton, ¿qué es lo que ha ido mal? Las
descargas atómicas fallaron cuando puso en marcha la nave, y lo que pasó
fue que continuaron estallando. La nave nunca abandonó la Tierra, pero
la violencia de las descargas nos impidió llegar hasta usted hasta
ahora. No podíamos acercarnos al «Futuro» hasta que se detuvieron. Hace
un poco, la nave dejó de temblar, la hemos estado vigilando de día y de
noche. ¿Qué le pasó a usted, señor?
Los apagados ojos azules de Richard Clayton se abrieron. Su boca tembló mientras, débilmente, suspiraba:
—Perdí... la medida del tiempo. ¿Cuánto... cuánto tiempo he pasado en el «Futuro»?
El rostro de Jerry Chase era grave cuando miró de nuevo al viejo y respondió, suavemente:
—«Tan solo una semana.»
Y, mientras los ojos de Richard Clayton se helaban con la muerte, el largo viaje había terminado.
Robert Bloch (1917-1994)
No hay comentarios:
Publicar un comentario