-¡Diez mil diablillos verdes! ¡Vaya noche, vaya noche tan odiosa!
Jules
de Grandin se detuvo bajo la entrada para vehículos del teatro y
observó las cortinas de lluvia que caían del cielo con un feroz
fruncimiento de ceño.
-Bueno, el verano está muerto y el invierno aún
no ha llegado -le recordé intentando calmarle-. Estamos en octubre, y
es lógico que tengamos algo de lluvia. El equinoccio de otoño...
-¡Espero
que los demonios más selectos de Satanás se larguen volando con el
equinoccio de otoño! -Me interrumpió el pequeño francés-. Morbleu, sólo
Dios sabe cuánto tiempo llevo sin ver el sol. ¡Además, me encuentro
abominablemente hambriento!
-Eso es algo que sí podemos remediar
-prometí, apartándole del refugio ofrecido por la cornisa y llevándole
hacia mi coche-. ¿Y si nos pasamos por el Café Bacchanale? Siempre
suelen tener algo bueno para comer.
-Excelente, magnífico -dijo Jules
de Grandin con entusiasmo, instalándose ágilmente en el asiento trasero
y bajándose el cuello del abrigo que se había subido para protegerse de
la lluvia-. Es usted un auténtico filósofo, mon vieux. Siempre sabe
decirme aquello que más deseo oír.
Los clientes del cabaret se lo
estaban pasando en grande, pues era la noche del 31 de octubre, y la
gerencia había preparado una fiesta especial de Halloween. Dejamos atrás
el cordoncillo de terciopelo que colgaba a través de la entrada y
apenas llegamos al comedor fuimos acogidos por un estallido de música.
Una docena de ágiles jovencitas sucintamente vestidas estaban ejecutando
unos giros muy complicados, dirigidas por una dama aparentemente
desprovista de huesos cuyo atuendo se componía básicamente de tiras de
tela con campanillas que le rodeaban el cuello, las muñecas y los
tobillos.
-¿Conejo a la galesa? -sugerí-. Aquí lo preparan muy bien.
De Grandin asintió distraídamente con la cabeza mientras contemplaba a una pareja que comía en una mesa cercana.
-Amigo
Trowbridge, tenga la amabilidad de observarles -me susurró justo cuando
el camarero nos traía una bebida casi hirviente con que empezar la
cena-. Comuníqueme los resultados de su examen, si es que obtiene
alguno.
La chica «tumbaba de espaldas», como suele decirse. Era
alta, esbelta y muy hermosa, y llevaba un traje de noche de color negro
en el que no había ni el más mínimo adorno. Tampoco los había en el
resto de su persona, dejando aparte el collar de pequeñas perlas de una
sola vuelta que rodeaba su delgado y más bien largo cuello. Tenía el
cabello de un castaño brillante, casi color cobre, y lo llevaba recogido
alrededor de la cabeza formando una tiara griega: aquel marco rojizo
hacía que su rostro pareciese una extraña flor situada al final de un
largo tallo. Sus pestañas oscurecidas, el carmín de sus labios y la
palidez de sus mejillas creaban una combinación de lo más interesante.
Cuando la observé con más atención me pareció que había en su rostro la
vaga pero inconfundible expresión de quien sufre alguna enfermedad. No
era nada definido, meramente la combinación de ciertos factores que
atravesaron la cáscara de mi admiración puramente masculina y obtuvieron
una respuesta de mis años de experiencia como practicante de medicina:
un cierto tono azulado de la tez que para el profano significaba
«palidez interesante», pero que al galeno le indicaba una pobreza de
oxígeno en la sangre; una leve rigidez en los músculos situados
alrededor de la boca que le daba una inclinación más bien patética a sus
labios fruncidos en un hermoso mohín; y una apenas perceptible
retracción allí donde se unían la mejilla y la nariz, que significaba
fatiga de los nervios o los músculos, posiblemente de ambos.
Volví
los ojos hacia el hombre que la escoltaba, mezclando distraídamente la
admiración y el diagnóstico en mi cabeza, y mis labios se tensaron un
poco mientras hacía una anotación mental: «¡Buscadora de oro!» El hombre
tenía los huesos grandes y los rasgos toscos, la cabeza en forma de
bala y el cuello grueso, y poseía la complexión blancuzca como el
vientre de un sapo de quien bebe y duerme demasiado y apenas hace
ejercicio físico. La muchacha le habló en un susurro apremiante y el
rostro del hombre apenas si cambió de expresión. Todo en su actitud
indicaba al propietario, como si aquella joven le perteneciera en cuerpo
y alma porque la había adquirido a cambio de una buena suma, y sus ojos
de pez no paraban de vagabundear por la sala posándose con un brillo
codicioso en las mujeres atractivas que cenaban en las otras mesas.
-No
me gusta. -El comentario de Jules de Grandin hizo que mi atención
dejara de vagabundear y volviera a lo que nos ocupaba-. Es tan extraño
como inexplicable; no es normal.
-¿Eh? -exclamé-. Tiene toda la
razón; estoy de acuerdo con usted. Es vergonzoso. Que una muchacha
semejante venda -o, quizá, sólo alquile-, su cuerpo a una criatura
tal...
-Non, non -me interrumpió con voz algo irritada-. No siento ni
el más mínimo deseo de censurar su comportamiento moral; eso es algo
que sólo les concierne a ellos. Lo que me intriga es su tratamiento de
la bebida.
-¿La bebida? -repetí yo.
-Oui-da, la bebida. Han pedido
bebida por tres veces y, sin embargo, no le han hecho caso en ninguna
de esas tres ocasiones; la han dejado intacta sobre la mesa hasta que el
garçon se la ha llevado. Y ahora le pregunto: ¿es normal eso?
-Bueno..., pues... -balbuceé intentando ganar tiempo, pero De Grandin siguió hablando.
-Mientras
les observaba hubo un momento en el que la mujer pareció dispuesta a
llevarse la copa a los labios, pero el gesto de su escolta la detuvo. No
llegó a probar la bebida. ¿Qué clase de personas es capaz de no
prestarle atención al vino..., el alma viva de la uva?
-Bien, ¿piensa investigarles? -le pregunté sonriendo.
Sabía
que su curiosidad era casi tan ilimitada como su autoestima, y no me
habría sorprendido demasiado ver cómo iba hacia la mesa de aquella
extraña pareja y les pedía una explicación.
-¿Investigarles? -repitió con expresión pensativa-. Hum... Quizá lo haga.
Levantó
la tapa de peltre de su jarra de cerveza produciendo un leve chasquido
metálico, tomó un prolongado sorbo manteniendo su expresión pensativa y
acabó inclinándose hacia adelante clavando sus ojillos redondos en los
míos sin parpadear.
-¿Sabe de qué podría tratarse? me preguntó.
-Naturalmente,
es Halloween. Todos los diablillos andan sueltos por ahí robando las
puertas de los jardines y llamando a las puertas de las casas...
-Puede que los diablos de mayor tamaño también anden sueltos por el mundo.
-Oh, vamos -protesté-, supongo que no hablará en serio...
-Sí, hablo en serio -afirmó solemnemente-. Regardez, s'il vous plait.
Movió
la cabeza señalando a la pareja de la otra mesa. Sentado justo enfrente
de la extraña pareja había un joven que iba solo. Era uno de esos
jóvenes apuestos de lacia y lustrosa cabellera que pueden encontrarse
por docenas en cualquier campus universitario. Si De Grandin hubiera
presentado contra él las mismas acusaciones de desperdiciar los
alimentos de que había hecho objeto a la pareja, habría estado
igualmente justificado, pues el muchacho había dejado casi sin probar un
plato bastante complicado mientras sus ojos extasiados devoraban a la
chica sentada en la mesa contigua. Me volví a mirarle y por el rabillo
del ojo vi cómo el acompañante de la chica movía la cabeza señalando en
esa misma dirección. Después se levantó y abandonó la mesa. Cuando fue
hacia la puerta me di cuenta de que su paso recordaba más a los veloces
movimientos de un animal que al caminar de un hombre. En cuanto se quedó
sola la chica se dio media vuelta, entornó los párpados y le lanzó una
mirada tan indiferente al joven que resultaba imposible equivocarse en
cuanto a su intención. De Grandin observó con lo que me pareció un hosco
desinterés cómo el joven se levantaba de su mesa para sentarse con ella
y, dejando aparte alguna que otra mirada disimulada, no les prestó
ninguna atención mientras se dedicaban al insulso intercambio de frases
común en tales casos; pero unos minutos más tarde, cuando se pusieron en
pie para marcharse, me indicó que debíamos imitarles.
-Debemos averiguar qué dirección toman –me dijo-. Es muy importante.
-¡Oh,
por el amor de Dios, tenga un mínimo de sentido común! -le reñí yo-.
Déjeles flirtear, si es eso lo que quieren. Estoy seguro de que ahora se
encuentra mucho mejor acompañada que cuando entró con...
-¡Précisément,
exactamente, así es! -exclamó De Grandin-. Ese «mucho mejor acompañada»
al que usted se refiere es justamente aquello en lo que pienso cuando
me dejo dominar por la preocupación.
-Hum, no cabe duda de que el
hombre con quien estaba sentada era un tipo de aspecto muy duro
-admití-. Y pese a toda su bonita inocencia es posible que la chica sea
el cebo de un juego sucio...
-¿Un juego sucio? Mais oui, amigo mío.
¡Un juego sucio en el que las apuestas son infinitamente elevadas! -Se
volvió hacia el elegante portero del local-. Monsieur le Concierge, esa
pareja, el joven y la mujer... ¿se fueron por ahí?
-¿Eh?
-El joven y la muchacha..., ¿les ha visto salir? Nos gustaría saber en qué dirección se han ido...
Un arrugado billete de dólar cambió de manos y la memoria del portero revivió milagrosamente.
-Oh,
ellos. Sí, les he visto. Cogieron un gran taxi negro y se alejaron en
esa dirección. El conductor era un tipo bajito, un inglés. El joven daba
la impresión de haber hecho una buena conquista... Aunque si el tipo
duro que trajo aquí a la chavala se entera de que anda tonteando con
ella puede acabar saliendo muy malparado. Ese fulano tiene cara de ser
muy mala persona, y...
-Cierto, cierto -dijo De Grandin-. Y ese monsieur le Fulano de quien habla, ¿en qué dirección se marchó, si es tan amable?
-Se
largó tan deprisa como si le persiguiera el mismísimo diablo hará unos
diez minutos. Es un tipo bastante raro. Le observé cuando se alejaba por
la calle, no por nada especial, entiéndame, pero estaba mirándole,
desvié la vista un momento y cuando volví a mirar hacia allí había
desaparecido. Cuando le vi por última vez estaba a mitad de la manzana,
pero cuando volví a mirar ya no estaba allí. Que me cuelguen si sé cómo
logró doblar la esquina en tan poco tiempo.
-Creo que su perplejidad
está justificada -dijo De Grandin mientras yo detenía el coche junto a
la acera. Una vez hubo entrado en él se volvió hacia mí y me dijo-: De
prisa, amigo Trowbridge. Tenemos que localizarles antes de que
desaparezcan en la tormenta.
Unos pocos minutos nos bastaron para
divisar las luces traseras del gran coche en el que nuestra pareja se
dirigía velozmente hacia las afueras de la ciudad. Les perdíamos de vez
en cuando para volver a encontrarles casi de inmediato, pues la ruta que
seguían iba en línea recta por el bulevar Oriente hacia el Old
Turnpike.
-Ésta es la mayor de las locuras que hemos cometido en
todo el tiempo que llevamos juntos -gruñí-. Tenemos tan pocas
probabilidades de alcanzarles como de... ¡Diablos, se han parado!
Por improbable que parezca, el gran coche se había detenido ante la imponente Puerta Canterbury del cementerio Shadow Lawn.
De Grandin se inclinó hacia adelante en su asiento como un jockey montado sobre su caballo.
-¡Deprisa, amigo mío, con premura, a toda velocidad! -me suplicó-. Debemos alcanzarles antes de que bajen del vehículo!
Todos
mis esfuerzos resultaron inútiles. Cuando frenamos junto al cementerio
con nuestro motor haciendo tanto ruido como un caballo agotado, lo único
que encontramos fue una limusina vacía y un chófer atónito que nos
recibió con una amplia gama de profanidades.
-¿Por dónde, amigo mío..., por dónde se fueron?
De Grandin salió disparado del coche antes de que hubiera podido detenerlo del todo.
-¡Dentro
del cementerio! respondió el chófer-. Oiga, ¿qué diablos sabe usted
acerca de esto? Me han hecho venir hasta este sitio donde el diablo dice
«¡Buenas noches!» y me han dejado tirado como si fuese un trapo
sucio... -Su voz cobró un agudo tono de falsete imitando a la de una
mujer-. «No hace falta que nos espere, chófer, no volveremos», me dice.
Dios Todopoderoso, ¿quién sino un cadáver puede entrar en un cementerio y
no volver a salir?
-Ciertamente, ¿quién? exclamó el francés y se
volvió hacia mí-. Vamos, amigo Trowbridge, debemos apresurarnos,
¡tenemos que encontrarle pronto o será demasiado tarde!
El
recinto funerario tenía una apariencia tan solemne como el propósito al
cual estaba dedicado, y su oscura y lúgubre extensión se desplegó a
nuestro alrededor cuando cruzamos la verja de la imponente entrada de
piedra. Los caminos de gravilla bordeados por hileras dobles de piceas
se curvaban alejándose como el dédalo de un laberinto, y el suelo negro
con las ocasionales protuberancias de las tumbas o los monumentos
funerarios de blanco mármol iba subiendo de nivel, aparentemente hasta
el infinito. De Grandin avanzó con paso rápido como si fuera un terrier
que sigue el rastro de su presa, inclinándose de vez en cuando para
pasar bajo la rama de algún árbol empapado por la lluvia, después de lo
cual apretaba el paso yendo todavía más deprisa que antes.
-¿Conoce este lugar, amigo Trowbridge? -me preguntó durante una de sus breves paradas.
-Mejor de lo que quisiera -admití-. He estado aquí para asistir a varios funerales.
-¡Estupendo! –exclamó-. Entonces podrá decirme dónde se encuentra el... ¿cómo le llaman? ¿La cripta de recepción?
-Por allí, casi en el centro del recinto -respondí.
De Grandin asintió y reanudó su avance casi a la carrera.
Acabamos llegando al achaparrado mausoleo de piedra gris y De Grandin examinó todas las puertas, una detrás de otra.
-¡Es
inútil! -anunció con expresión decepcionada después de que las grandes
puertas metálicas de aquel sepulcro hubieran desafiado todos sus
esfuerzos-. Parece que tendremos que buscar en otro sitio.
Corrió
hacia la explanada reservada para aparcamiento de los coches fúnebres y
examinó rápidamente lo que le rodeaba. Acabó tomando una decisión y
salió disparado por el serpenteante camino que llevaba a una larga
hilera de mausoleos familiares, moviéndose tan deprisa como si fuera un
corredor en una prueba a campo traviesa. Se detuvo ante cada uno de
ellos y trató de abrir las sólidas rejas metálicas de la entrada,
observando su tenebroso interior con la ayuda de su linterna de
bolsillo. Visitamos una tumba tras otra hasta que me quedé sin aliento y
sin paciencia.
-¿A qué viene todo esto? -le pregunté-. ¿Qué está buscando...?
-Lo
que temo encontrar -replicó con voz jadeante mientras paseaba el haz
luminoso de su linterna a nuestro alrededor-. Si hemos sido burlados...
¿Eh? Mire, amigo mío, mire y dígame qué ve.
El angosto cono de luz
proyectado por su linterna me permitió observar una silueta oscura que
yacía sobre los peldaños de un mausoleo.
-Pero... ¡pero si es un hombre! -exclamé.
-Eso espero -replicó De Grandin-. Puede que sólo encontremos las reliquias de uno pero..., ¡eh! Bien. Todavía respira.
Cogí
su linterna y moví el haz luminoso sobre la silueta inmóvil caída
encima de los peldaños de la tumba. Era el joven al que habíamos visto
salir del café acompañando a aquella mujer tan extraña. En su frente
había un corte de feo aspecto que parecía haber sido causado por algún
instrumento romo blandido con una fuerza terrible..., una cachiporra,
por ejemplo.
Las expertas manos de mi amigo recorrieron con hábil
rapidez el cuerpo del joven. Le apretó la muñeca con los dedos para
tomarle el pulso y se inclinó para pegar el oído a su pecho.
-Vive
-anunció en cuanto hubo terminado su inspección-, pero su corazón... No
me gusta. Vamos, amigo mío; saquémosle de este lugar.
-Y ahora, mon
brave -dijo media hora después cuando hubimos logrado revivir al joven
inconsciente con sales aromáticas y compresas frías-, quizá tenga la
amabilidad de explicarnos por qué abandona las moradas de los vivos para
mezclarse con los muertos.
El paciente hizo un débil esfuerzo para
incorporarse en la camilla, descubrió que le resultaba demasiado
difícil, se rindió y volvió a recostarse.
-Creí que estaba muerto -confesó.
-¿Hum? -El francés le contempló entrecerrando los ojos-. Aún no ha respondido a mi pregunta, joven monsieur.
El
muchacho hizo un segundo intento de levantarse. Una expresión de dolor
se difundió por su rostro, se llevó la mano a la parte izquierda del
pecho y cayó sobre la camilla, medio derrumbándose y medio
retorciéndose.
-Deprisa, amigo Trowbridge, el nitrato de amilo..., ¿dónde está? -me preguntó De Grandin.
-Ahí. -Moví la mano señalando el armarito de las medicinas-. Encontrará tres dosis mínimas en la tercera botella.
Un
instante después ya tenía en su mano las tres ampollitas de color
perla. Rompió una por el centro con su pañuelo y acercó una mitad de la
ampollita a las fosas nasales del joven.
-Ah, ya se siente mejor, n'est-ce-pas, mi pobre amigo? -le preguntó.
-Sí,
gracias -replicó éste, aspirando otra honda bocanada de aquel potente
tónico-, mucho mejor. ¿Cómo ha sabido lo que debía administrarme?
-añadió un instante después-. No creía que...
-Amigo mio -le
interrumpió el francés con una sonrisa-, yo ya trataba casos de angina
pectoris cuando usted ni tan siquiera había sido concebido. Y ahora, si
se encuentra lo suficientemente recuperado, ¿querrá decirnos por qué
abandonó el Café Bacchanale y lo que ocurrió después? Esperamos su
respuesta.
El joven bajó de la camilla, con De Grandin ayudándole por un lado y yo por el otro, y tomó asiento en un sillón.
-Me llamo Donald Rochester -dijo presentándose-, y ésta tenía que haber sido mi última noche en la tierra.
-¿Ah? -murmuró Jules de Grandin.
-Hace
seis meses el doctor Simmons me explicó que padecía angina pectoris
-siguió diciendo el joven-. Cuando hizo su diagnóstico mi caso ya estaba
bastante avanzado, y me dio muy poco tiempo de vida. Hace dos semanas
me dijo que tendría suerte si veía el final del mes, y el dolor estaba
volviéndose más severo y los ataques más frecuentes; por lo que hoy
decidí obsequiarme con una última fiesta, volver a casa y abandonar este
mundo de una forma rápida y limpia.
-¡Maldición!- murmuré.
Conocía
a Simmons: era un viejo pomposo y pagado de sí mismo, pero también era
un médico de primera clase y un buen especialista en cardiología, aunque
se mostraba brutal y despótico con sus pacientes.
-Pedí la clase de
cena de la que no se me ha permitido disfrutar durante el último medio
año -siguió diciendo Rochester-, y estaba a punto de empezar a
saborearla cuando..., cuando la vi entrar. Ustedes... –Sus ojos fueron
del rostro de Jules de Grandin al mío, como si esperara obtener más
comprensión de un compatriota-. Ustedes también la vieron, ¿no?
-Perfectamente, mon vieux -dijo De Grandin-. Todos la vimos. Siga contándonos lo que ocurrió.
-Siempre
había pensado que esas historias del amor a primera vista no eran más
que un montón de estupideces, pero ya no opino lo mismo. Hasta olvidé mi
cena de despedida. No tenía ojos ni cabeza para nada que no fuese ella.
Pensé que si dispusiera de aunque sólo fuesen dos años más de vida nada
podría impedirme que la cortejara y le pidiera que se casase conmigo...
-Précisément,
desde luego, así es -le interrumpió el francés con expresión algo
irritada-. Ya vemos que le dejó fascinado, monsieur; pero, en nombre de
veinte mil monos azul claro, le ruego que nos cuente lo que hizo, no lo
que pensó.
-Me limité a mirarla boquiabierto, señor. No podía hacer
nada más. Cuando esa bestia enorme con la que estaba sentada se levantó y
salió del local ella me sonrió, y este pobre corazón mío casi dejó de
funcionar. Cuando me sonrió por segunda vez ni todas las cadenas
existentes en este país habrían bastado para mantenerme alejado de ella.
Su
forma de comportarse y caminar a mi lado cuando salimos del café...,
cualquiera habría creído que me conocía de toda la vida. Tenía un gran
coche negro esperando fuera. Subí a él y me senté a su lado. Antes de
darme cuenta ya estaba contándole quién era, cuánto tiempo de vida me
quedaba y el que lo único que sentía era perderla justo cuando acababa
de encontrarla. Yo...
-Parbleu, ¿le contó eso?
-Desde luego que sí, y muchas cosas más..., antes de darme cuenta ya le había dicho que la amaba.
-Y ella...
-Caballeros,
no estoy seguro de si la enfermedad que padezco debería provocarme
delirios o no, pero estoy bastante seguro de que he tenido una
experiencia extraña. Antes de contarles el resto quiero hacerles saber
que no estoy loco; pero puede que haya sufrido un ataque al corazón o
algo parecido que me haya dejado inconsciente y que lo haya soñado todo.
-Siga, monsieur-le ordenó De Grandin con expresión muy seria-. Le escuchamos.
-Muy
bien. Cuando le dije que la amaba la chica se llevó las manos a los
ojos, así, como si quisiera limpiarse algunas lágrimas que no había
llegado a derramar. Había esperado que se enfadaría o que se echaría a
reír, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Lo único que dijo fue:
«Demasiado tarde..., ¡oh, demasiado tarde!»
Ya sé que es
demasiado tarde, respondí. Ya te he dicho que es como si estuviera
muerto, pero no podía dejar este mundo sin revelarte lo que sentía. Y
entonces ella dijo: Oh, no es eso, querido mío. No me refería a eso. Yo
también te amo, aunque no tengo derecho a decir semejante cosa..., no
tengo derecho a amar a nadie... Para mí también es demasiado tarde.
Después la tomé en mis brazos y la estreché con todas mis fuerzas, y
ella lloró como si se le fuera a romper el corazón. Acabé pidiéndole que
me hiciera una promesa. Reposaré más tranquilo en mi tumba si sé que
nunca volverás a salir con ese hombre horrendo junto al que te vi
sentada esta noche, le dije, y ella dejó escapar un grito ahogado y
lloró todavía más desesperadamente que antes. Entonces me pasó por la
cabeza la horrible idea de que quizá estuviera casada con él, y que a
eso era a lo que se refería cuando dijo que ya era demasiado tarde; por
lo que se lo pregunté a quemarropa. Su respuesta me pareció
diabólicamente extrañna. Me dijo: "Tengo que acudir a él siempre que lo
desea. Le odio con un odio que nunca podrás comprender; pero cuando me
llama tengo que ir a él. Es la primera vez que lo he hecho; ¡pero tendré
que volver a hacerlo una vez, y otra, y otra más!" Siguió repitiendo
esas palabras hasta que la hice callar con mis besos. El coche se detuvo
y salimos de él. Creo que nos hallábamos en una especie de parque, pero
estaba tan absorto ayudándola a recuperar la compostura que apenas si
me fijé en lo que nos rodeaba. Me llevó a través de una gran puerta y
por un sendero serpenteante. Acabamos deteniéndonos ante una especie de
albergue y la tomé en mis brazos para darle un último beso.
No sé
si el resto de lo que voy a contarles ocurrió realmente o si perdí el
conocimiento y lo soñé. Lo que creo que ocurrió es lo siguiente: en vez
de unir sus labios a los míos los puso alrededor de ellos y pareció
aspirar el aliento de mis pulmones. Sentí cómo me debilitaba, igual que
el nadador atrapado en un oleaje muy fuerte que le golpea y le maltrata
hasta dejarle sin respiración, y mis ojos parecieron quedar velados por
una especie de niebla; después todo lo que me rodeaba se fue volviendo
de un color verde oscuro y sentí cómo mis rodillas empezaban a
aflojarse. Todavía podía notar el contacto de sus brazos rodeándome, y
recuerdo que me sorprendió lo fuertes que eran, pero entonces me pareció
que acababa de ponerme los labios en la garganta. Seguí debilitándome
con una especie de lánguido éxtasis, si es que eso tiene algún
significado para ustedes... Era como irse quedando dormido poco a poco
en una cama muy suave con una buena dosis de coñac en el estómago
después de haber quedado agotado a causa del frío y el ejercicio físico.
Lo siguiente que supe es que había perdido el equilibrio y había caído
sobre los peldaños: mis rodillas estaban tan flácidas como las de un
muñeco de trapo. Al caer debí de darme un golpe terrible en la cabeza,
pues perdí el conocimiento, y lo siguiente que recuerdo es haber
despertado para verles atendiéndome. Díganme, caballeros ,¿lo he soñado
todo? Me... siento... muy... cansado.
A medida que pronunciaba
esa frase su voz se fue haciendo cada vez más lenta, como si estuviera
quedándose dormido, y la cabeza se le cayó hacia adelante mientras su
mano se deslizaba sobre su regazo hasta acabar rozando el suelo con los
músculos totalmente relajados.
-¿Ha muerto? -murmuré viendo cómo De Grandin cruzaba de un salto la habitación y le abría el cuello de la camka de un manotazo.
-No
-respondió-. Más nitrato de amilo, por favor; revivirá dentro de un
momento, pero no volverá a su casa hasta que prometa no destruirse a si
mismo. Mon Dieu, tanto su cuerpo como su alma quedarían destruidos si se
incrustara una bala en el cerebro antes de que... ¡Ah! Mire, amigo
Trowbridge, ¡lo que me temía!
En la garganta del joven había dos
minúsculas perforaciones, como si una aguja muy fina hubiera sido
introducida a través de un pliegue de la piel.
-Hum -comenté-. Si hubiera cuatro diría que le ha mordido una serpiente.
-¡Y
así es! ¡En nombre de un hombrecillo azul, así es! -replicó De
Grandin-. Una serpiente más virulenta y sutil que cualquiera de las que
se arrastran sobre su vientre ha hundido sus colmillos en él; y le ha
envenenado de una forma más terrible que si hubiera sido víctima de la
mordedura de una cobra; pero juro por las alas del ángel de Jacob que
nosotros impediremos que esa serpiente se salga con la suya, amigo mío.
Le demostraremos que no se puede jugar con Jules de Grandin..., tanto
ella como ese enamorado suyo de los ojos de pez aprenderán la lección;
¡de lo contrario, juro que mí cena de Navidad consistirá en repollos
hervidos acompañados con agua de alcantarilla!
Al día siguiente De Grandin se presentó a desayunar con una cara muy seria.
-¿Tendría media hora libre esta mañana? -me preguntó mientras apuraba su cuarta taza de café.
-Supongo que sí. ¿Está pensando en algo especial?
-Ciertamente. Me gustaría volver al cementerio de Shadow Lawn. Querría examinarlo de día, si es tan amable.
-¿Shadow Lawn? -repetí yo, asombrado-. Pero, ¿qué diablos...?
-Justamente-me
interrumpió-. A menos que esté totalmente equivocado, creo que este
asunto tiene mucho que ver con el diablo. Vamos; debe atender a sus
pacientes y yo tengo cosas de las que ocuparme. En marcha.
La lluvia
se había esfumado con la noche y cuando llegamos al cementerio un
esplendoroso sol de noviembre brillaba en el cielo. Fuimos directamente a
la tumba donde habíamos encontrado al joven Rochester la noche
anterior. De Grandin se detuvo ante ella y la inspeccionó atentamente.
Sobre el dintel de la inmensa puerta había tallada una sola palabra que
De Grandin señaló con el dedo:
HEATHERTON
-Hum. -Sostuvo
su puntiagudo mentón entre el pulgar y el índice con expresión
pensativa-. Debo recordar ese apellido, amigo Trowbridge.
Dentro de
la tumba, colocadas en dos hileras superpuestas, estaban las criptas que
contenían los restos de los difuntos de la familia Heatherton: cada
cripta tenía una losa de mámiol blanco unida con cemento a un marco de
bronce, y una breve inscripción de dos líneas recogía el nombre y los
datos vitales del ocupante. Los marchitos restos de una corona funeraria
colgaban del anillo de bronce que adornaba el panel de mármol de la
cripta más alejada sostenidos por una cinta anudada, y detrás del reseco
círculo de rosas y hojas de rusco leí la siguiente inscripción:
ALICE HEATHERTON
28 de septiembre de 1906 - 2 de octubre de 1928
-¿Ve? -me preguntó.
-Veo
que una chica llamada Alice Heatherton murió hace un mes a los
veintidós años de edad -admití-, pero en cuanto a lo que eso tiene que
ver con lo ocurrido anoche no...
-Naturalmente -me interrumpió con
una risita en la que no había ninguna alegría-. Pero así es. Hay muchas
cosas que usted no ve, mi viejo amigo. y hay muchas más ante las que se
limita a parpadear, como un niño que se apresura a pasar las páginas
desagradables de un libro de ilustraciones. Y ahora, si tiene la bondad
de dejarme solo, hablaré con Monsieur l'intendant de este hermoso parque
y con algunas personas más. Si es posible volveré a tiempo para la
cena, pero -alzó los hombros en un encogimiento cargado de fatalismo-, a
veces el deber nos obliga a olvidarnos de la comida. Sí,
desgraciadamente así ocurre a veces...
El consomé se había enfriado y el asado de cordero burbujeaba en el horno cuando oí sonar el teléfono de mi estudio.
-Trowbridge,
amigo mío -dijo la voz de Jules de Grandin desde el otro extremo de la
línea, agudizada por la emoción-, reúnase conmigo en Adelphi Mansions
tan deprisa como pueda. ¡Le necesito como testigo!
-¿Testigo? –repetí-. ¿Qué...?
Un
seco chasquido me informó de que había colgado el auricular, por lo que
me quedé contemplando asombrado el mudo instrumento que tenía en la
mano.
Cuando llegué, De Grandin estaba esperándome ante la entrada de
aquel elegante edificio de apartamentos. Me hizo cruzar el umbral y me
llevó por el vestíbulo alfombrado hasta los ascensores, negándose a
contestar a mis impacientes preguntas. Cuando la cabina del ascensor
salió disparada hacia arriba metió la mano en el bolsillo y sacó de él
una pequeña instantánea sobre la que se veían las huellas dejadas por
varios pulgares.
-La he tomado prestada de le Journal -me explicó-. Ellos ya no la necesitaban para nada.
-¡Cielo santo! -exclamé mientras contemplaba la foto-. Pe-pero si es...
-Desde
luego que lo es -dijo De Grandin con voz impasible-. No cabe duda de
que es la chica a la que vimos anoche; la chica cuya tumba visitamos
esta mañana; la chica que le dio el beso de la muerte al joven
Rochester.
-Pero eso es imposible. Esa chica está...
Su breve carcajada me impidió terminar la frase.
-Estaba
seguro de que diría justamente eso, amigo Trowbridge. Venga conmigo:
oigamos qué puede decirnos al respecto la señora Atherton.
Una
esbelta doncella negra vestida con un uniforme blanco y negro respondió a
nuestra llamada y aceptó nuestras tarjetas para entregárselas a su
señora. Cuando salió de la más bien suntuosa sala de recepción contemplé
con cierta envidia lo que nos rodeaba, fijándome en las alfombras de
China y Oriente Próximo, las antigüedades de caoba y un hermoso tapiz
medieval con una escena de los Nibelungenlied bajo la que había una
leyenda en letras góticas: «Hic Siegriedum Aureum Occidunt (Aquí mataron
al dorado Sigfrido)».
-Doctor Trowbridge, doctor De Grandin.
Aquella
voz suave y bien educada me hizo abandonar mi estudio del tapiz: una
imponente dama de cabellos blancos acababa de entrar en la estancia.
-¡Señora,
le pido mil perdones por esta intrusión! -De Grandin hizo entrechocar
sus talones y la obsequió con una rígida reverencia-. Créame, no
deseamos turbar su intimidad, pero hemos venido por un asunto de la
máxima importancia. Disculpe que le pregunte en qué circunstancias murió
su hija, pues soy de la Sûreté de París y mis pesquisas estan
relacionadas con la investigación científica.
La señora
Heatherton era, para usar una frase algo sobada, «toda una dama». Nueve
mujeres de cada diez se habrían quedado paralizadas nada más oír las
palabras de Jules de Grandin, pero ella era la mujer número diez. La
mirada tan directa que le había lanzado el pequeño francés y su evidente
sinceridad, combinadas con los modales perfectos y el atuendo
inmaculado, exigían una respuesta.
-Siéntense, caballeros -nos
invitó-. No se me ocurre razón alguna por la que la tragedia de mi pobre
niña deba interesar a un oficial de la policía secreta parisiense, pero
estoy dispuesta a contarles todo lo que sé; de todas formas, los
periódicos les darían una versión confusa y no demasiado fiel de lo
ocurrido.
»Alice era mi hija pequeña. Ella y mi hijo Ralph se
llevaban casi dos años exactos de diferencia. Ralph se graduó en
ingeniería civil por la Universidad de Cornell hace dos años y fue a
Florida para ocuparse de algunas obras. Alice murió mientras le
visitaba.
-Pero..., disculpe lo que quizá pueda parecerle rudeza por mi parte, señora, pero su hijo... También está muerto, ¿no?
-Si.
-Nuestra anfitriona asintió con la cabeza-. También está muerto.
Murieron casi al mismo tiempo. En Florida había un hombre de esta misma
ciudad, Joachim Palenzke..., no es la clase de persona con la que
solemos relacionarnos, pero era el jefe de Ralph. Creo que tuvo algo que
ver con la operación inmobiliaria que motivó las obras. Cuando Alice
fue a visitar a Ralph esa persona abusó de su posición y del hecho de
que todos éramos de Harrisonville, y persiguió a mi hija de una forma
absolutamente indecorosa.
-Comprendo. ¿Y qué ocurrió después? -preguntó De Grandin en voz baja y suave, instándola a proseguir.
-Ralph
se enfadó muchísimo. Palenzke hizo algunas observaciones
insultantes..., según me han contado, se trató de ciertas alusiones
desagradables referentes a Alice y a mí. Se pelearon. Ralph no era
demasiado corpulento pero tenía mucho valor. Palenzke era casi un
gigante, pero en el fondo era un cobarde. Cuando vio que Ralph estaba a
punto de vencerle sacó una pistola e incrustó cinco balas en el cuerpo
de mi pobre hijo. Ralph murió al día siguiente depués de haber pasado
horas de terribles sufrimientos.
Su asesino huyó a los pantanos,
donde sería difícil seguirle el rastro con sabuesos, y según algunos
tramperos acabó suicidándose pero debió de haber algún error pues... -Se
quedó callada y se tapó la boca con un pañuelo arrugado, como si
intentara contener los sollozos.
De Grandin se levantó de su asiento y le dio unas palmaditas en la mano, como si consolara a una criatura.
-Mi
querida señora murmuró-, le aseguro que todo esto me resulta muy
doloroso, pero le ruego que me crea cuando le dijo que tengo mis razones
para hacerle estas preguntas tan penosas para usted. Por favor, dígame
por qué cree que la historia según la que ese malvado se suicidó no es
cierta.
-Porque..., ¡porque volvieron a verle! ¡Él mató a Alice!
-Nom
d'un nom! ¡Es increíble! -El comentario casi fue un grito reprimido-.
Señora, cuénteme lo ocurrido, dígame todo lo que sepa sobre ese acto tan
espantosamente vil... Esto es de una gran importancia, y explica mucho
de lo que hasta ahora resultaba inexplicable. ¡Siga, chére Madame, se lo
imploro!
-La tragedia tuvo un efecto terrible sobre Alice...,
parecía creer que ella era la responsable de que Ralph hubiera sido
asesinado, pero pasados unos días se recuperó lo suficiente para dar
comienzo a los preparativos necesarios y volver a casa con el cadáver.
El
ferrocarril más cercano quedaba a unos veinticinco kilómetros y quería
coger un tren que salía a primera hora, por lo que se marchó en coche la
noche anterior a la mañana en que debía coger el tren. El coche
avanzaba por un tramo de carretera solitaria y mal iluminada con el
pantano a los dos lados cuando alguien emergió de entre los cañizos -lo
sabemos gracias a la declaración del chófer-, y saltó al estribo del
coche en marcha. Dejó inconsciente al chófer de un solo golpe, pero no
antes de haber sido reconocido. Era Joachim Palenzke. Cuando el chófer
perdió el conocimiento el coche se dirigió hacia el pantano, pero
afortunadamente para él el barro era lo bastante profundo para hacer que
el motor se detuviera y no lo bastante profundo para engullir el
vehículo. El chófer se recobró pasado un rato y dio la alarma. Un grupo
de búsqueda del sheriff les encontró a la mañana siguiente. Al parecer
Palenzke había resbalado en el fango mientras intentaba escapar y se
había ahogado. Alice estaba muerta..., los médicos dijeron que a causa
del shock. Tenía los labios en un estado terrible, y había una herida en
su garganta, aunque no era lo bastante seria para haber causado su
muerte; y había sido...
-¡Basta! ¡No siga, señora, se lo suplico!
Sang de Saint Dennis, ¿acaso Jules de Grandin es un monstruo capaz de
hacer rodar una piedra sobre el corazón destrozado de una madre? Dieu de
Dieu, non! Pero respóndame a una pregunta más, si puede, y dejaré de
interrogarla.. ¿Qué fue de ese diez mil veces maldito..., le pido
disculpas, señora..., de ese execrable cochon llamado Palenzke?
-Trajeron
su cuerpo aquí para el entierro –replicó la señora Heatherton en voz
baja-. Su familia es muy rica. Unos se dedicaron al contrabando de licor
durante la prohibición, otros especulan con propiedades inmobiliarias, y
algunos son políticos. La ceremonia se celebró en la iglesia ortodoxa
griega y fue el funeral más suntuoso que jamás se haya visto -dicen que
sólo las flores costaron más de cinco mil dólares-, pero el padre
Apostolakos se negó a decir misa por él. Se limitó a recitar una breve
plegaria y le negó el entierro en la parte consagrada del cementerio de
la iglesia.
-¡Ah! -De Grandin me lanzó una mirada cargada de sobreentendidos cuyo significado parecía ser ¡Ya se lo había dicho yo!
-Puede
que esto también le interese, aunque no estoy segura -añadió la señora
Heatherton-. Un amigo mío que conoce a un reportero del Journal..., los
reporteros se enteran de todo, ya sabe -dijo con una encantadora
ingenuidad-. Bien, ese amigo me contó que el cobarde realmente debió de
intentar suicidarse y que no lo consiguió, pues había una señal de bala
en su sien aunque, naturalmente, el disparo no debió de resultar fatal
dado que le encontraron ahogado en el pantano. ¿Cree que pudo haberse
herido a propósito allí donde pudieran verle esos tramperos para que la
historia del suicidio se difundiera, esperando que los agentes de la ley
dejarían de buscarle?
-Es muy posible -dijo De Grandin poniéndose en
pie-. Señora, tenemos con usted una deuda mucho más grande de lo que
jamás podrá imaginar, y aunque no puede saberlo al menos esta noche
hemos conseguido ahorrarle un último dolor. Adieu, chère Madame, y que
el buen Dios cuide de usted... y de los suyos.
Le rozó los dedos con los labios, hizo una reverencia y salió de la habitación.
Cuando cruzamos el umbral de la casa oímos el eco de un sollozo y el grito desesperado de la señora Heatherton.
-Yo y los míos... Ya no existen. ¡Todos han muerto, todos!
-La
pauvre!-murmuró De Grandin mientras cerraba la puerta sin hacer ruido-.
¡Más razón para pedir que le bon Dieu cuide de ellos, aunque ella no lo
sepa!
-¿Y ahora qué? -le pregunté, secándome furtivamente los ojos con mi pañuelo.
El francés no hizo esfuerzo alguno por ocultar sus lágrimas. Corrían por su rostro como si fuera un colegial.
-Vaya
a casa, amigo mío -me ordenó-. Yo hablaré con el sacerdote de esa
iglesia griega. Por lo que he oído de él debe de ser un hombre bueno y
sabio. Pienso que creerá mi historia. Si no, parbleu, deberemos tomar el
asunto en nuestras propias manos. Mientras tanto, suplíquele
humildemente perdón a la excelente Nora por no haber acudido a disfrutar
de su cena y pídale que prepare algún tentempié ligero. Después, esté
listo para acompañarme de nuevo en cuanto lo hayamos consumido. Nom d'un
canard vert, nos espera una noche muy atareada, mi viejo amigo!
Volvió
cuando ya casi era medianoche, pero el brillo de sus ojos me reveló que
había logrado cumplir con éxito algunas de sus «misiones».
-Barbe
d'une chèvre -exclamó mientras liquidaba su sexto emparedado de cordero
frío y vaciaba su octava copa de Ponte Canet-, ese padre Apostolakos no
tiene ni un pelo de tonto, amigo mío. No es uno de esos pobres modernos
de cabeza hueca tan sabios que no tienen ni idea de nada; un hombre
versado en lo oculto puede hablar libremente con él y puede ser
comprendido. Sí. Nos ayudará.
-¿Hum? -comenté yo, con la boca medio llena de pan y cordero.
-Exactamente
-replicó De Grandin, volviendo a llenar su copa y cogiendo otro
emparedado de la bandeja-. Exactamente, amigo mío... El buen papa es la
autoridad suprema en los asuntos eclesiásticos, y mañana dará las
órdenes necesarias sin necesidad de obtener ni un solo «permiso» de los
respetables ex-contrabandistas, especuladores inmobiliarios y políticos
que forman el ilustre clan Palenzke. ¿Ya no quedan emparedados y la
botella está vacía? Bien, entonces pongámonos en marcha.
-¿Adónde?- le pregunté.
-A la casa del joven señor Rochester. Quiero volver a hablar con él.
Cuando salimos de la casa vi cómo sacaba un pequeño paquete oblongo del bolsillo de su chaqueta y lo metía en el del abrigo.
-¿Qué es eso? -pregunté.
-Algo
que me ha prestado el buen padre. Espero que no tendremos ocasión de
utilizarlo, pero si llega a ser preciso emplearlo nos resultará muy
útil.
Una tenue neblina atravesada ocasionalmente por una lluvia
gélida estaba cayendo sobre las calles cuando partimos hacia la casa de
Rochester. Media hora de cautelosa conducción nos llevó a ese lugar, y
cuando nos detuvimos junto a la acera el francés señaló una ventana
iluminada del séptimo piso.
-Es la luz de su suite -me informó-. ¿Tendrá visitas a esta hora tan avanzada?
El
ascensorista del turno de noche roncaba en una silla del vestíbulo y,
guiado por el cauteloso gesto que me hizo De Grandin, le seguí hacia las
escaleras.
-No hace falta que anunciemos nuestra presencia -murmuró
mientras llegábamos al descansillo del sexto piso-. Creo que será mejor
que nos presentemos por sorpresa.
Subimos en silencio otro tramo de
escalones y nos detuvimos ante la puerta del apartamento de Rochester.
De Grandin golpeó suavemente el panel de madera, repitió la llamada de
una forma más insistente y estaba a punto de probar suerte con el
picaporte cuando oímos pisadas al otro lado de la puerta.
El joven
Rochester llevaba un albornoz de seda encima del pijama y tenía la
cabellera un tanto desordenada, pero no parecía adormilado ni
especialmente contento de vernos.
-Tengo la impresión de que no nos
esperaba -anunció De Grandin-, pero aquí estamos. Tenga la bondad de
hacerse a un lado y dejarnos entrar, si es tan amable.
-No pueden entrar ahora -dijo el joven-. En este momento me es imposible verles. Si vuelven mañana por la mañana...
-Ya es manana por la mañana, mon vieux -le interrumpió el pequeño francés-. Los relojes dieron la medianoche hace una hora.
Pasó
junto a nuestro reluctante anfitrión y fue apresuradamente por el largo
corredor que llevaba a la sala. La habitación estaba elegantemente
amueblada con un estilo típicamente masculino: robustos sillones de arce
y nogal, alfombras turcas, una mesa con una lámpara y un gran sofá con
muchos almohadones colocado ante una chimenea con rejilla de bronce tras
la que relucía una capa de carbón. Un débil olor a humo de cigarrillos
flotaba en el aire, pero mezclado con él se notaba el delicado y exótico
aroma del heliotropo. De Grandin se detuvo en el umbral, echó la cabeza
hacia atrás y olisqueó la atmósfera como un sabueso que ha perdido el
rastro. Delante de la entrada había un arco sobre el que se encontraba
una varilla de bronce que sostenía dos gruesos cortinajes estampados al
estilo Paisley, y De Grandin fue en línea recta hacia él con la mano
derecha metida en el bolsillo del abrigo y el bastón de ébano que yo
sabía ocultaba una espada levemente alzado en su mano izquierda.
-¡De Grandin! -protesté sorprendido, atónito al ver que se comportaba como si fuese el propietario del apartamento.
-No -le advirtió Rochester-. No debe...
Los
cortinajes que colgaban del arco se separaron y una chica apareció
entre ellos. El ceñido traje de tela púrpura que llevaba era casi tan
diáfano como el humo, y pudimos ver a través de él los blancos perfiles
de su cuerpo. Su cabellera cobriza fluía en una marea hendida por su
rostro cayendo sobre la suave desnudez de sus hombros. Detenido sin
haber llegado a completar el acto de dar un paso, un piececito descalzo
mostraba su blancura y el azul de sus venas contrastando agudamente con
el rojo color óxido de la alfombra de Bokhara. Cuando sus ojos se
encontraron con los del francés tragó aire haciendo un sonido sibilante y
sus pupilas se dilataron a causa del miedo. En la expresión de su
rostro no había vergúenza alguna; y tampoco había confusión por sentirse
culpable ni el intento de afrontar una situación desesperadamente
embarazosa mediante el descaro. No, su expresión era la de alguien que
se encuentra en un terrible peligro, y contempló a De Grandin tal y como
podría haber contemplado a una serpiente de cascabel que avanzara
ondulando hacia ella.
-Bien! -jadeó, y pude ver cómo la delgada
tela de su traje se tensaba sobre sus senos-. ¡Así que lo sabe! Temía
que lo descubriera, pero...
No llegó a terminar la frase. De Grandin
dio un paso hacia ella y ladeó el cuerpo hasta que el bolsillo derecho
de su abrigo quedó a un brazo de distancia de ella.
-Mais oui, mais
oui, Mademoiselle la Morte -replicó De Grandin haciéndole una
ceremoniosa reverencia, pero manteniendo la mano dentro de su bolsillo-.
Lo sé, como muy bien ha dicho usted. Ahora la pregunta que se plantea
es: «¿Qué vamos a hacer al respecto?»
-Oiga, ¿cuál es el significado de esta imperdonable intrusión? -le preguntó Rochester interponiéndose entre ellos.
El pequeño francés se volvió hacia él con una expresión levemente interrogativa en el rostro.
-¿Usted me pide una explicación? Bien, si es que hace falta dar explicaciones...
-Mire,
maldita sea, no tengo por qué rendirle cuenta de mis actos a nadie.
Alice y yo nos amamos. Vino a mí esta noche por voluntad propia y...
-En verité? -le interrumpió el francés-. ¿Y cómo vino, señor Rochester?
El
joven contuvo el aliento de una forma parecida a la del corredor que
lucha por normalizar su respiración al final de una prueba muy difícil.
-Yo..., salí un rato y cuando volví... -dijo con voz vacilante.
-Mi
pobre amigo -volvió a interrumpirle De Grandin contemplándole con
simpatía-, miente usted como un caballero, pero miente muy mal.
Escúcheme y le diré cómo entró: esta noche, no sé exactamente cuándo
pero bastante después de la puesta de sol, oyó un golpecito en su
ventana o en su puerta y cuando se asomó a mirar, voilà, ahí estaba la
hermosísima demoiselle, Creyó soñar, pero esos lindos dedos volvieron a
golpear el cristal de la ventana y esos ojos tan adorables y luminosos
le miraron lanzándole un mensaje de amor. Abrió la puerta o la ventana y
la hizo entrar, decidido a seguir disfrutando con aquel sueño ya que no
había posibilidad alguna de estar con ella en carne y hueso. Dígame,
joven señor, y usted también, hermosa mademoiselle, ¿he descrito los
hechos tal y como ocurrieron o no?
Rochester y la chica le
contemplaron asombrados. El único testimonio de que había acertado lo
dieron los temblorosos párpados del joven y el estremecimiento que hizo
agitarse los delicados labios de la chica. Un tenso y vibrante silencio
reinó durante unos instantes en la habitación; después la joven dejó
escapar un leve grito ahogado y avanzó sin hacer ruido dejándose caer de
rodillas ante De Grandin.
-¡Tenga piedad de mí..., sea
compasivo! le suplicó-. Muéstreme la misma misericordia que quizá algún
día desee recibir. Es tan poco lo que le pido... Usted sabe qué soy;
¿sabe también quién soy y por qué ahora soy..., la criatura maldita que
ve ante usted? -enterró el rostro en las manos-. Oh, es tan cruel...,
¡es demasiado cruel! -sollozó-. Era tan joven; toda mi vida se extendía
ante mí. No conocí el auténtico amor hasta que ya era demasiado tarde.
No puede ser tan implacable, no puede hacer que me marche con las manos
vacías; ¡no puede!
-Ma pauvre! -De Grandin puso su mano sobre la
reluciente cabellera de la joven-. ¡Mi pobre e inocente oveja que se
encontró al carnicero allí donde teníatodo el derecho a jugar los juegos
de las ovejas! Sé todo cuanto puede saberse sobre usted. Esta noche su
santa madre me ha contado mucho más de lo que se imaginaba. No soy
cruel, mi hermosa pequeña: soy todo simpatía y pena, pero la vida es
cruel y la muerte todavía lo es más. Además, ya sabe cuál será el
inevitable final de todo esto si me abstengo de cumplir con mi deber,
¿verdad? Si pudiera hacer un milagro abriría las puertas de la muerte y
dejaría que viviera y disfrutara del amor hasta que le llegara el
momento natural de morir, pero...
-¡No me importa cuál haya de ser el
fin! –exclamó la joven echándose hacia atrás hasta quedar sentada en el
suelo, con las plantas de sus pies descalzos mirando hacia arriba-.
Sólo sé que se me ha robado aquello a lo que toda mujer tiene derecho
por el simple hecho de nacer. Ahora he encontrado el amor y quiero
disfrutar de él; ¡lo deseo! Él me pertenece, le digo que me pertenece...
-Se encogió ante De Grandin, suplicándole-. ¡Piense en cuán poco le
pido! -Se arrastró de rodillas hasta cogerle la mano entre las suyas y
se la llevó a la mejilla-. Sólo le pido una gotita de sangre de vez en
cuando; sólo una gotita insignificante para hacer que mi cuerpo siga
intacto y conserve su belleza. Si fuera como las otras mujeres y Donald
fuese mi amante no le importaría ofrecerme su sangre para una
transfusión..., estaría dispuesto a darme cualquier cantidad de su
sangre siempre que la necesitara. Entonces, ¿es pedirle demasiado cuando
sólo quiero una gota de vez en cuando? Sólo una gota de vez en cuando
y, algunas veces, un poco del hálito vital que hay en sus pulmones
para...
-¡Para aniquilar su pobre cuerpo enfermo y, después, para
destruir su alma joven y limpia! -la interrumpió el francés en voz baja y
suave-. No es en los vivos en quien pienso más, sino en los muertos.
Cuando haya perdido su vida por usted, ¿sería capaz de negarle el reposo
de la tumba? ¿Le negaría el sueño apacible hasta que llegue el Gran
Mañana de Dios?
-¡O-o-oh! -El grito que aquellas palabras le
arrancaron a sus convulsos labios era como el gemido de un espíritu
extraviado-. Tiene razón..., es su alma lo que debemos proteger. Lo que
le pido también mataría esa alma, como murió la mía aquella noche en los
pantanos. ¡Oh, Dios santo, ten compasión de mí! Tú que curaste a los
leprosos y no despreciaste a la Magdalena, ¡ten piedad de mí, la impura,
la que ha sido contaminada!
Ardientes lágrimas de agonía se
deslizaron por entre los dedos de aquellas manos esbeltas y casi
transparentes con las que se tapaba los ojos.
-Estoy preparada
-anunció por fin, pareciendo haber encontrado el coraje necesario para
renunciar a todo-. Haga lo que debe hacer. Si tiene que ser el cuchillo y
la estaca, golpee con mano fuerte y veloz. Si puedo evitarlo, no
gritaré.
De Grandin la miró durante un segundo interminable a la
cara, y su expresión era la misma con la que podría haber contemplado a
un ser muy querido que yacía dentro de su ataúd.
-Ma pauvre -murmuró con voz llena de compasión-. ¡Mi pobre, bella y valerosa muchacha!
Se volvió bruscamente hacia Rochester.
-Monsieur -dijo con voz seca-, deseo examinarle. Quiero averiguar qué tal anda su salud.
Observamos
con expresión asombrada cómo le quitaba la chaqueta del pijama al joven
y auscultaba atentamente su pecho, dándole golpecitos y fijándose en el
ritmo y la velocidad de los latidos. Acabó pasándole lentamente la mano
por el brazo.
-Hum -dijo con voz pensativa cuando hubo terminado su
examen-, se encuentra en bastante mal estado, amigo mío. Con medicinas,
muchos cuidados y más suerte de la que suele tener el médico podríamos
mantenerle con vida otro mes. Naturalmente, entra dentro de lo posible
que caiga muerto en cualquier momento... Pero le juro que nunca le he
comunicado su sentencia de muerte a un paciente con tanta alegría como
la que siento ahora.
Dos de nosotros le contemplamos enmudecidos por el asombro; la chica fue la única que le comprendió.
-Quiere
decir... -susurró con voz temblorosa, con la risa y una luz como jamás
he visto sobre el mar o sobre la tierra apoderándose de sus ojos-.
Quiere decir que puedo tenerle hasta que...
De Grandin la obsequió con una sonrisa de placer.
-Exactamente,
precisamente, así es, mademoiselle -replicó, y en su voz había una
inconfundible alegría que casi llegaba a la risa. Le dio la espalda y se
dirigió a Rochester-: Usted y mademoiselle Alice pueden amarse todo
cuanto quieran mientras la vida siga alentando dentro de su cuerpo. Y
después... -Alargó el brazo y tomó la mano de la joven-; después haré lo
necesario..., por los dos. Ja, Monsieur Diable, te he engañado bien;
¡Jules de Grandin ha dejado en ridículo al infierno!
Echó la cabeza
hacia atrás y asumió una postura desafiante con los ojos centelleando y
los labios temblándole a causa de la excitación y el júbilo que sentía.
La chica se inclinó hacia adelante, le cogió la mano y la cubrió de besos.
-¡Oh,
es usted tan bueno! -sollozó con voz a punto de quebrarse-. Sabiendo lo
que sabe, ningún otro hombre habría hecho lo que acaba de hacer.
-Mais
non, mais certainement non, Mademoiselle -dijo de Grandin con expresión
imperturbable-. Olvida usted que soy Jules de Grandin... Vamos,
Trowbridge, amigo mío, nuestra presencia aquí es una intrusión que esta
joven no debe soportar -me dijo-. Nosotros apuramos el vino purpúreo de
la juventud hace muchos años, ¿qué hacemos aquí junto a los que ríen y
pasan la noche entregándose al amor? Marchémonos.
Los enamorados nos siguieron hasta el vestíbulo cogidos de la mano, pero cuando nos detuvimos junto al umbral...
¡Rat-tat-tat!.
Algo golpeó la ventana empapada por la niebla y cuando giré sobre mis
talones sentí cómo el aliento ardía en mi garganta. Más allá del cristal
había una silueta humana que parecía flotar entre la niebla. Un examen
más atento me reveló que era el hombre de rostro brutal que habíamos
visto la noche antes en el café. Pero ahora su rostro feo y malvado era
el del diablo, y no el de un mero hombre perverso.
-Eh bien,
monsieur, ¿es usted, eh? -le preguntó De Grandin con voz despreocupada-.
Pensé que quizá se decidiría a aparecer, por lo que estoy preparado
para recibirle. No le invite a entrar -le ordenó secamente a Rochester-.
No puede entrar a menos que alguien le invite a hacerlo... Abrace con
fuerza a su amada y coloque la mano o los labios sobre su boca para que
aquel de quien es sierva, aunque sea involuntariamente, no pueda darle
permiso para entrar. ¡Recuerde, no puede cruzar el alféizar sin la
invitación de alguno de los presentes en este cuarto!
Alzó la persiana y contempló a la aparición con ojos llenos de sarcasmo.
-Monsieur le Vampire, ¿tiene algo que decirnos antes de que le eche de aquí? -le preguntó.
La boca del ser que había al otro lado de la ventana se movió, pero la furia que sentía le había dejado sin palabras.
-¡Es
mía! -logró chillar por fin-. La convertí en lo que es, y me pertenece.
Volverá a ser mía, y esa cosa agonizante de rostro blanco como la
harina que la abraza también lo será. ¡Todos vosotros me pertenecéis!
¡Seré el rey y el emperador de los muertos! Ni tú ni ningún mortal
podéis detenerme. Soy omnipotente, supremo, soy...
-Eres el mayor
mentiroso de todo el universo, dejando aparte a los que arden en las
llamas del infierno -le interrumpió De Grandin con voz gélida-. En
cuanto a tu poder y tus afirmaciones, monsieur Cara-de-Mono, mañana no
tendrás nada, ni tan siquiera un trocito de tierra al que llamar tumba.
Mientras tanto, contempla esto, engendro del diablo; ¡contémplalo y teme
su presencia!
Su mano emergió velozmente del bolsillo del abrigo
sosteniendo un estuchito parecido a esas carteritas de cuero que se
usan para colocar las fotografías. Apretó un resorte oculto y la tapa se
abrió. La criatura de la noche contempló el objeto que contenía con una
mezcla de estupefacción, horror e incredulidad. Un instante después
lanzó un grito salvaje y retrocedió: aquel espantoso movimiento me
recordó el de un pez atrapado en el anzuelo.
-Veo que no te gusta
-dijo el francés asintiendo con la cabeza-. Parbleu, apestoso truhán
escapado del osario, ¡veamos qué efecto tiene su contacto!
Alargó el
brazo hasta que el objeto contenido en el estuche de cuero casi tocó el
rostro fantasmal que había al otro lado de la ventana.
Un alarido
salvaje e inhumano despertó ecos en la noche y cuando el rostro
demoníaco se apartó vimos que en su frente había un verdugón rojizo,
como si el francés lo hubiese golpeado con un hierro candente.
-Cierren
las ventanas, mes amis -nos ordenó con voz tan tranquila como si no
hubiera ninguna presencia horrenda flotando al otro lado de la ventana-.
Ciérrenlas bien, y abrácense el uno al otro hasta que llegue la mañana y
haga huir las sombras. Bonne nuit!
-Por el amor del cielo -le dije
mientras iniciábamos el trayecto de vuelta a casa-, ¿qué significa todo
esto? Usted y Rochester la llamaron Alice, y es idéntica a la chica que
vimos en el café la noche pasada. Pero Alice Heatherton está muerta.
Esta noche su madre nos ha contado cómo murió; vimos su tumba esta
mañana. ¿Hay dos Alice Heatherton, esta chica es su doble o...?
-En
cierto modo -me respondió-. Amigo mío, la joven a la que acabamos de ver
era Alice Heatherton, pero no era la Alice Heatherton de quien su madre
nos habló esta noche, ni aquella cuya tumba vimos esta mañana.
-¡Deje de hablar en acertijos, por Dios! -exclamé sin poderme contener-. ¿Era o no era Alice Heatherton?
-Tenga paciencia, viejo amigo -me aconsejó-. Por ahora no puedo decírselo, pero dentro de poco se lo explicaré todo..., espero.
Estaba
empezando a amanecer cuando los golpes que De Grandin daba en la puerta
de mi dormitorio me sacaron de un sueño tan profundo como el coma.
-¡Arriba,
amigo Trowbridge! -gritó, acentuando sus palabras con otro golpe
asestado en la madera-. Arriba, y vístase lo más deprisa posible...
Tenemos que partir inmediatamente. ¡Les ha ocurrido una tragedia!
Me
levanté de la cama tambaleándome y sin saber muy bien lo que hacía, me
puse la ropa a tientas y, con los ojos todavía velados por el sueño,
bajé al vestíbulo: De Grandin me esperaba dominado por lo que parecía
una frenética excitación.
-¿Qué ha sucedido? -le pregunté mientras nos dirigíamos hacia la casa de Rochester.
-Lo
peor -me respondió-. El teléfono me despertó hace diez minutos. «Será
una llamada para el amigo Trowbridge», me dije. «Algún paciente con le
mal de l'estomac desea un pequeño paregórico y mucha simpatía. No le
despertaré, pues el ajetreo de la noche le ha dejado agotado.» Pero el
timbre seguía sonando, así que acabé respondiendo. Era Alice, amigo mio.
Hélas, el amor es fuerte pero la servidumbre que pesa sobre ella lo es
todavía más. Aun así, después de que el daño estuviera hecho tuvo el
valor suficiente para llamarnos. Recuerde eso cuando tenga que juzgarla.
Estuve a punto de disminuir la velocidad para pedirle una explicación pero De Grandin movió la mano en un gesto impaciente.
-De
prisa; ¡oh, apresúrese, apresúrese! -me ordenó con voz apremiante-.
Debemos reunirnos con él lo más pronto posible. Puede que ahora ya sea
demasiado tarde...
No había tráfico en las calles, y realizamos el
trayecto hasta el apartamento de Rochester en un tiempo récord. Nos
encontramos ante su puerta casi sin tiempo para darnos cuenta de ello, y
De Grandin entró sin ninguna clase de ceremonias. Abrió la puerta de un
manotazo, corrió por el pasillo y llegó a la sala, deteniéndose en el
umbral para tragar aire.
-¡Ah! -jadeó-. Veo que ha sido muy concienzudo...
La
habitación estaba destrozada. Los sillones habían sido volcados, los
cuadros se hallaban torcidos, fragmentos de adornos y objetos varios
yacían esparcidos por el suelo y el tapete que cubría la mesa de centro
había sido arrancado salvajemente de su sitio, haciendo caer la lámpara y
dispersando los ceniceros y las cajas de cigarrillos. Donald Rochester
yacía sobre la alfombra delante de la chimenea apagada, con una pierna
doblada en una postura extraña debajo del cuerpo, el brazo derecho
extendido flácidamente y la muñeca formando un ángulo recto con el resto
del miembro. El francés cruzó la habitación a la carrera abriendo su
maletín mientras avanzaba. Se arrodilló junto a Rochester, auscultó con
atención el pecho del joven durante unos instantes, le subió la manga,
frotó su brazo con un algodón empapado en alcohol e introdujo la aguja
de su hipodérmica a través de un pliegue de la piel.
-Hay una
posibilidad entre un millón -murmuró mientras hacía bajar el émbolo de
la hipodérmica-, pero la situación apremia; le bon Dieu sabe hasta qué
punto...
El poderoso estimulante empezó a surtir efecto y los
párpados de Rochester se movieron levemente. Gimió y ladeó la cabeza con
un gran esfuerzo, pero no intentó levantarse. Me arrodillé junto a De
Grandin y cuando le ayudé a incorporar al herido comprendí cuál era la
causa de su sopor. Le habían roto la espina dorsal a la altura de la
cuarta vértebra, dejándole paralizado.
-Monsieur -susurró el
pequeño francés-, se está muriendo. El círculo del reloj contiene muchos
más minutos de los que le quedan de vida. Cuéntenos lo que ha ocurrido,
deprisa.
Volvió a inyectar más estimulante en el brazo de Rochester.
El
joven se mojó sus labios azulados con la punta de la lengua e intentó
tragar una honda bocanada de aire, pero descubrió que el esfuerzo era
excesivo.
-Fue él..., aquel al que usted ahuyentó la noche pasada
-murmuró con voz enronquecida-. En cuanto se marcharon Alice y yo nos
acostamos sobre la alfombra, delante de la chimenea, contando nuestros
minutos de estar juntos como un avaro podría contar su oro. Tenía mucho
frío así que puse un poco más de carbón en el fuego, pero eso no pareció
servir de nada. Empezó a jadear y a atragantarse, y dejé que tomara un
poco de mi aliento. Eso la revivió y cuando hubo sorbido un poco de
sangre de mi garganta volvió a parecer la de siempre, aunque cuando se
acostó junto a mí no pude detectar ningún latido de su corazón.
Debió
de ocurrir justo antes del amanecer..., no sé exactamente cuando, pues
me había quedado dormido en sus brazos. Oí un ruido en la ventana y
alguien que gritaba pidiendo que le dejaran entrar. Recordé su
advertencia y traté de sujetar a Alice, pero se me escapó. Corrió hacia
la ventana y la abrió de par en par mientras gritaba: "Entra, amo; ahora
no hay nadie que pueda detenerte." Se lanzó sobre mí y cuando Alice se
dio cuenta de lo que pretendía hacer trató de impedírselo, pero la
arrojó a un lado como si fuera una muñeca de trapo: la cogió por el
cuello y la lanzó contra la pared. Oí cómo crujían sus huesos al chocar
con ella. Luché con él pero la resistencia que pude ofrecer era tan
escasa como la que habría presentado un niño de tres años que luchara
conmigo. Me tiró al suelo y me rompió los brazos y las piernas con sus
pies. El dolor fue terrible. Después me levantó en vilo y volvió a
arrojarme al suelo, y ya no sentí más dolor, salvo esta terrible
jaqueca. No podía moverme pero estaba consciente, y lo último que
recuerdo fue ver cómo Alice y él salían por la ventana cogidos de la
mano. Alice ni tan siquiera se volvió a mirar.
Se quedó callado
durante unos momentos, luchando desesperadamente para recuperar el
aliento y después, en voz todavía más baja que antes, añadió:
-Oh, Alice..., ¿cómo pudiste hacerlo? ¡Y yo que te amaba tanto!
-No
se atormente, mi querido amigo -le dijo De Grandin-. No lo hizo por
voluntad propia. Ese demonio la domina con un poder al que no puede
resistirse. Está sujeta a él de una forma más completa de lo que jamás
lo estuvo ningún esclavo negro a su amo. Escúcheme; y abandone este
mundo pensando en lo que voy a decirle: ella le amaba y le ama. Estamos
aquí porque ella nos llamó, y sus últimas palabras estuvieron llenas de
amor hacia usted. ¿Me oye? ¿Me ha comprendido? Morir es muy triste, mon
pauvre, pero estoy seguro de que morir sabiendo que se ama y se es amado
es algo que no se encuentra al alcance de todos. Muchos hombres viven
su existencia sin haber tenido tanto, y muchos cambiarían alegremente
todos los años de su vida por cinco breves minutos del éxtasis que fue
suyo ayer noche.
-Señor Rochester, ¿me oye? -le preguntó con voz seca
e imperiosa, pues el rostro del joven estaba cobrando el tono grisáceo
que indica la proximidad de la muerte.
-S-sí. Me ama..., me ama. ¡Alice!
El
nombre de la joven brotó de sus labios en un último suspiro, los
músculos de su rostro se aflojaron y sus ojos adoptaron la fijeza
vidriosa de los ojos que ya no ven nada.
De Grandin le bajó
suavemente los párpados cubriendo aquellas pupilas incapaces de ver, le
subió la mandíbula y empezó a ordenar la habitación con un metódico
apresuramiento.
-Usted se encargará de firmar el certificado de
defunción -me anunció como sin darle importancia-. Nuestro joven amigo
sufría de angina pectoris. Esta mañana tuvo un ataque y después de
llamarnos se cayó del sillón en que estaba sentado cuando intentaba
coger su medicina: como resultado de la caída se fracturó varios huesos.
Cuando llegamos le encontramos agonizando, pero vivió el tiempo
suficiente para contarnos lo sucedido. ¿Me ha comprendido?
-Que me cuelguen si entiendo algo de esto -negué-. Sabe tan bien como yo que...
-Que
la policía nos hará muchas preguntas incómodas -me recordó-. Somos las
últimas personas que le vimos con vida. Suponiendo que les dijéramos la
verdad, ¿piensa que nos creerían?
Seguí sus órdenes al pie de la
letra por mucho que me disgustaran, y una hora después el cuerpo del
joven fue entregado al forense Martin, quien se ocuparía de él.
Rochester
era huérfano y carecía de familia, por lo que De Grandin asumió el
papel de amigo más cercano: se encargó de hacer todos los arreglos
necesarios para el funeral y ordenó que los restos fueran incinerados
sin tardanza. Las cenizas le serian entregadas para que dispusiera de
ellas en la forma que le pareciese más conveniente.
Estos arreglos y
mis visitas profesionales consumieron la mayor parte del día. A las
cuatro de la tarde me hallaba totalmente agotado, pero De Grandin,
infatigable, parecía tan fresco como al amanecer.
-Todavía no, amigo
mío -dijo cuando me disponía a dejarme caer en mi sillón-. Aún tenemos
algo que hacer. ¿No oyó la promesa que le hice al nunca suficientemente
anatematizado Palenzke la noche anterior?
-¿Su promesa?
-Précisément. Le tenemos reservada una gran sorpresa.
La
curiosidad venció a mi fatiga y le llevé a la pequeña iglesia ortodoxa
griega refunfuñando entre dientes. Estacionado junto a la puerta estaba
el severo vehículo negro de un empresario de pompas fúnebres: su
conductor bostezaba audiblemente ante el retraso impuesto a su misión.
De
Grandin subió corriendo los peldaños con paso ligero, entró en la
iglesia y volvió unos minutos después acompañado por un venerable
sacerdote ataviado con todas las insignias de su condición.
-Allons, mon enfant -le dijo al chófer-. Póngase en marcha; nosotros le seguiremos.
Los
imponentes muros de granito del Crematorio North Hudson se alzaron ante
nosotros, pero ni tan siquiera entonces logré comprender los motivos de
aquella alegría que De Grandin apenas podía contener.
Al parecer
ya se habían hecho todos los preparativos. El padre Apostolakos recitó
la plegaria del entierro ortodoxo en la pequeña capilla que había sobre
el incinerador, y el ataúd fue esfumándose lentamente por el ascensor
disimulado que lo llevaría hasta la cámara de incineración situada más
abajo. El anciano sacerdote nos hizo una cortés reverencia y abandonó el
edificio en dirección a mi coche. Me disponía a seguirle cuando De
Grandin me hizo una seña imperiosa.
-Todavía no, amigo Trowbridge -dijo . Acompáñeme abajo y le enseñaré algo.
Fuimos
a la cámara subterránea donde se llevaba a cabo la incineración. El
ataúd reposaba sobre una carretilla ante la abertura que daba acceso a
la caverna del horno, pero De Grandin detuvo a los ayudantes cuando se
disponían a introducirlo en ella. Avanzó de puntillas sobre el suelo
embaldosado y se inclinó sobre el ataúd, indicándome que me reuniera con
él. Cuando me puse a su lado reconocí los toscos y malignos rasgos del
hombre al que habíamos visto con Alice en el café: era aquel mismo
rostro bestial y furioso que la noche antes nos había dirigido amenazas y
maldiciones desde el otro lado de la ventana de Rochester. Estuve a
punto de retroceder, pero el francés me agarró firmemente por el codo
haciendo que me acercara todavía más al cuerpo.
-Tiens, Monsieur
le Cadavre -murmuró mientras se inclinaba sobre aquella cosa muerta-,
¿qué piensa de esto, hein? Usted que iba a ser rey y emperador de todos
los muertos, que alardeó de que ningún poder terrestre podría
detenerle..., Jules de Grandin le prometió que no tendría nada, ni tan
siquiera un pedazo de tierra al que llamar tumba, ¿verdad? Bah, asesino y
violador de mujeres, homicida inmundo, ¿dónde está ahora su poder?
Váyase..., váyase al horno que le llevará al fuego del infierno, ¡y
llévese esto con usted!
Frunció los labios y escupió en el frío
rostro del cadáver. Quizá fuera un engaño producto de mis nervios
cansados o una ilusión óptica causada por las luces eléctricas, pero
creo que vi cómo aquel cadáver que llevaba mucho tiempo enterrado se
retorcía dentro de su ataúd, y una expresión de odio tan terrible como
imposible de describir desfiguró aquellos rasgos cerúleos. De Grandin
dio un paso hacia atrás, le hizo una seña a los ayudantes y el ataúd se
deslizó sin ningún ruido hacia el interior del horno. La bomba de
presión empezó a funcionar con un leve chirrido y un instante después
oímos el rugir apagado de las llamas producidas por la gasolina que
brotaba de los quemadores. De Grandin encogió sus flacos hombros.
-C'est une affaire finie.
Volvimos
al cementerio Shadow Lawn poco después de la medianoche. De Grandin me
guió hasta el mausoleo de la familia Heatherton avanzando sin ninguna
vacilación, como si acudiera a una cita. Abrió las enormes puertas de
bronce con una llave que había conseguido no sé dónde y me ordenó que
montara guardia en el exterior. Entró en la tumba alumbrándose con su
linterna eléctrica llevando un paquete cubierto con una tela debajo del
brazo. Un instante después oí un ruido de metal contra metal y el sonido
de algún objeto pesado que era arrastrado por el suelo; a continuación
hubo un largo silencio que acabó poniéndome bastante nervioso y, por
fin, un grito medio ahogado, el tipo de grito que emite el paciente
sentado en el sillón del dentista cuando se le extrae una muela sin
anestesia. Otro período de silencio, roto por el deslizarse de objetos
pesados que eran llevados de un lado para otro, y el francés emergió de
la tumba con las lágrimas corriéndole por el rostro.
-Paz
-anunció con voz entrecortada-. Le he dado la paz, amigo Trowbridge,
pero, ¡oh!, qué terriblemente doloroso ha sido oírla gemir, y todavía lo
ha sido más ver cómo su hermoso cuerpo que aún parecía vivo se
estremecía bajo el abrazo implacable de la muerte. Ver morir a los vivos
es fácil de soportar, mi viejo amigo, ¡pero ver morir a los muertos...!
¡Mordieu, cada vez que piense en lo que la clemencia me ha obligado a
hacer esta noche mi alma sufrirá tormentos infinitos!
Jules de Grandin escogió un puro del humidificador y lo encendió con la precisión típica de todos sus movimientos.
-Admito
que los acontecimientos de los últimos tres días han sido
indiscutiblemente extraños –dijo mientras enviaba una nube de humo
aromático hacia el techo-. Pero, ¿qué tiene eso de sorprendente? Todo lo
que se encuentra fuera del radio de nuestras experiencias cotidianas
resulta extraño. Para quien no ha estudiado biología ver una ameba al
microscopio es un espectáculo de lo más extraño; estoy seguro de que los
esquimales encontraron rarísimo al aeroplano de monsieur Byrd y
nosotros opinamos que cuanto hemos visto estas últimas noches es muy
extraño. Lo es, por suerte para nosotros y para toda la humanidad.
Empecemos
por el principio: hoy en día existen ciertos protozoos que
probablemente son idénticos a las primeras formas vitales que hubo sobre
la faz de la tierra y, del mismo modo, todavía existen ciertos restos
de un mal muy antiguo, aunque su número disminuye continuamente. Hubo
una época en que la tierra estaba infestada por ellos: diablos y su
parentela, duendes, sátiros y demonios, elementales, licántropos y vampiros...
Todos eran numerosos; todos, quizá, existen actualmente en número
considerable, aunque no sabemos de su existencia y la mayoría de
nosotros ni tan siquiera hemos oído hablar de ellos. Esta vez nos vimos
obligados a tratar con el vampiro. Sabe de qué le hablo, ¿verdad? Siendo precisos, el vampiro
es un alma atada a la tierra, un espíritu que ha cometido muchos
pecados y actos malvados y que, como resultado, se encuentra sujeto al
mundo en el que cometió esas maldades y no puede desplazarse hasta el
lugar que le corresponde. En la India hay muchos vampiros, así como en Rusia, Hungría, Rumanía y por todos los Balcanes..., el vampiro
parece medrar en todos aquellos lugares donde la civilización es vieja y
decadente. A veces roba el cuerpo de alguien que ya ha muerto; a veces
permanece dentro del cuerpo que tuvo en vida y nunca es más terrible que
entonces, pues necesita alimento para ese cuerpo, pero su alimento no
es el que usted o yo consumimos. No, el vampiro
subsiste gracias a la fuerza vital de los que todavía no han muerto,
fuerza que absorbe a través de su sangre, pues la sangre es vida. Debe
chupar el aliento de aquellos que viven o no podrá respirar; debe beber
su sangre o morirá de hambre. Y aquí es donde surge el peligro: un
suicida, alguien que muere bajo una maldición o alguien a quien se le ha
inoculado el virus vampírico debido a que un vampiro le ha chupado la sangre se convierte en vampiro
después de la muerte. Es posible que esa persona no haya cometido mal
alguno, y de hecho eso es lo que suele ocurrir, pero aún así estará
condenada a vagar de noche alimentándose incesantemente con los vivos,
reclutando nuevos miembros con que engrosar las horrendas filas de su
tribu. ¿Comprende lo que le digo?
Piense en el caso que nos ha
ocupado: este sacré Palenzke, debido a que cometió un asesinato y se
suicidó, quizá en parte a causa de sus antepasados eslavos, quizá
también por sus otros muchos pecados, se convirtió en un vampiro
después de haberse arrebatado la vida. El informante de la Señora
Heatherton no se equivocó: Palenzke se había destruido a sí mismo, pero
su cuerpo maligno y su alma todavía más maligna seguían unidos el uno al
otro, con lo que la amenaza que representaban para toda la humanidad
era diez mil veces mayor que cuando estaban juntos en la vida natural.
Palenzke
se alzó del pantano con todos los poderes sobrenaturales que le
confería su vida-en-la-muerte, le tendió una emboscada a mademoiselle
Alice, atacó a su chófer y se la llevó a las ciénagas para someterla a
sus maldades, satisfaciendo a la vez su lujuria bestial, la sed de
sangre del vampiro
y el deseo de venganza que sentía porque ella había rechazado sus
insinuaciones. Cuando la mató la convirtió en otra criatura como él.
Además consiguió adquirir un dominio irresistible sobre ella. Era su
juguete, su autómata, algo desprovisto de toda voluntad propia. Debía
hacer lo que le ordenara, por mucho que odiara hacerlo. Quizá recuerde
que le dijo al joven Rochester que debía seguir a ese villano aunque le
odiaba; y quizá recuerde también cómo le permitió entrar en el
apartamento cuando ella y su amado yacían el uno en brazos del otro,
aunque permitirle entrar significaría la perdición de Rochester...
Si el vampiro
pudiera añadir los poderes de los vivos a sus poderes de criatura
muerta no tendríamos defensa contra él, pero por fortuna se encuentra
sujeto a leyes que le es imposible vulnerar. No puede cruzar por sí solo
un curso de agua en movimiento, necesita que alguien le lleve; no puede
entrar en ninguna morada de los vivos a menos que reciba la invitación
de alguien que se encuentre dentro de ella; puede volar por los aires,
entrar por el agujero de una cerradura, la rendija de una ventana o el
quicio de una puerta, pero sólo puede moverse de noche..., entre el
crepúsculo y el canto del gallo. Desde el amanecer hasta que anochece no
es más que un cadáver tan indefenso como cualquier otro despojo mortal y
debe yacer en su tumba, sumido en la inmovilidad de los muertos. En
esos momentos se le puede matar con facilidad, pero sólo utilizando
ciertos métodos. El primero requiere atravesarle el corazón con una
estaca de fresno y cercenarle la cabeza: el vampiro
habrá muerto y no podrá volver a levantarse de la tumba para
molestarnos. El segundo requiere quemar su cuerpo hasta convertirlo en
cenizas: el vampiro habrá desaparecido, pues el fuego limpia todas las cosas.
Ahora
que dispone de esta información haga encajar las piezas del
rompecabezas que tan perplejo le tiene: cuando estábamos en el Café
Bacchanale el aspecto de aquel hombre no me gustó nada. Tenía el rostro
de un muerto y los rasgos de un villano nato, así como los ojos de un
pez. En cuanto a su compañera, su belleza era totalmente irreprochable
aunque ella también tenía un aspecto extraño, como si no perteneciera a
este mundo. Empecé a sentir curiosidad por ellos, me dediqué a
observarles por el rabillo del ojo y cuando vi que no comían ni bebían
nada aquello me pareció no sólo extraño sino amenazador. La gente normal
no hace tales cosas; la gente anormal suele resultar peligrosa.
Cuando
Palenzke dejó sola a la joven después de indicarle que flirteara con el
joven Rochester la situación me gustó todavía menos que antes. Lo
primero que pensé fue que quizá se tratara de un intento de robo...
¿Cómo lo describió usted? Juego sucio... Por lo tanto, pensé que sería
mejor seguirles para ver lo que ocurría. Eh bien, amigo mío, no cabe
duda de que ocurrieron muchas cosas, n'est ce-pas?
Recordará la
experiencia que tuvo el joven Rochester en el cementerio. Cuando nos la
contó comprendí inmediatamente con qué clase de enemigo debíamos
enfrentarnos, aunque en aquellos momentos no sabía que mademoiselle
Alice era una víctima inocente de las circunstancias. La información
proporcionada por madame Heatherton confirmó mis peores temores. Lo que
vimos aquella noche en el apartamento de Rochester le sirvió de prueba a
cuanto me había imaginado, e incluso a más cosas.
Pero mientras
tanto yo no me había mantenido cruzado de brazos. Oh, no. Visité al buen
padre Apostolakos y le conté cuanto había averiguado. Él lo comprendió
todo inmediatamente e hizo los arreglos necesarios para exhumar el
cadáver del malvado Palenzke, ordenando que lo llevaran al crematorio
para que fuese incinerado. También me prestó un ikon sagrado, una imagen
bendita de un santo cuya potencia para repeler a los demonios había
quedado demostrada en más de una ocasión. ¿Se fijó en que cuando me
acerqué a ella llevando la reliquia en mi bolsillo mademoiselle Alice se
apartó de mí? ¿Vio cómo el alma en pena que era Palenzke huyó ante ella
como huye la carne ante el hierro al rojo blanco?
Muy bien.
Rochester amaba a esa mujer que ya había muerto y él mismo era un
moribundo. ¿Por qué no permitirle que gozara del amor con el espectro de
la mujer que correspondería a su pasión durante los pocos días que
pudieran quedarle de vida? Cuando muriera, cosa inevitable, estaba
preparado para tratar su pobre barro mortal de tal forma que no pudiera
hacer ningún daño, aunque los besos vampíricos recibidos por su garganta ya casi le hubieran convertido en vampiro.
Como bien sabe, eso es lo que he hecho. El fuego purificador ha acabado
con el poder de Palenzke. Además, me juré que haría lo mismo por la
pobre y hermosa Alice, víctima inocente del pecado, en cuanto su breve
lapso de felicidad terrestre hubiera llegado a su fin. Oyó cómo se lo
prometía, y he sido fiel a mi palabra.
No podía soportar la idea
de hacerle más daño del estrictamente necesario, por lo que cuando fui
en su busca esta noche con la estaca y el cuchillo llevé conmigo una
jeringuilla en la que había cinco granos de morfina y se la administré
antes de cumplir con mi deber. Creo que no sufrió mucho. Su gemido de
disolución y el retorcerse de su pobre cuerpo cuando la estaca le
atravesó el corazón fueron meros actos reflejos, no señales de un
sufrimiento consciente.
-Pero si Alice era una vampira, como dice, y si podía recorrer el mundo de noche -protesté-, ¿por qué estaba en su ataúd cuando fuimos allí esta noche?
-Oh,
amigo mío -dijo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas-, estaba
esperándome. Teníamos un compromiso; la pobre muchacha yacería en su
ataúd aguardando el cuchillo y la estaca que la liberarían de su
servidumbre. Ella..., ¡cuando la saqué de la tumba me sonrió y sus dedos
me apretaron suavemente la mano!
Se limpió los ojos y echó una considerable ración de coñac en una copa.
-Por
usted, joven Rochester, y por su hermosa dama -dijo mientras alzaba la
copa en un brindis-. Allí donde están ahora el matrimonio no existe,
pero espero que sus pobres almas en pena encuentren la paz y el descanso
eterno..., juntas.
Vació la copa y la arrojó a la chimenea, donde el frágil recipiente de cristal se hizo añicos.
Seabury Quinn (1889-1869)
No hay comentarios:
Publicar un comentario