La primera vez que Carson reparó en los ruidos de su sotano, los
atribuyó a las ratas. Más tarde, empezó a oir historias que circulaban
entre los supersticiosos polacos que trabajaban en el molino de Derby
Street acerca de la primera persona que ocupó la antigua casa, Abigail
Prinn. Ya no vivía nadie que recordara a la diabólica bruja, pero las
morbosas leyendas que proliferaban por el «distrito de las brujas» de
Salem como hierbas en una tumba, daban inquietanntes detalles sobre sus
actividades, y eran desagradablemente explícitas respecto a los
detestables sacrificios que se sabía había realizado a una imágen
carcomida y cornuda de dudoso origen. Los más ancianos aún hablaban en
voz baja de Abbie Prinn y de sus monstruosos alardes sobre que era la
gran sacerdotisa del poderoso dios que moraba en la profundidad de los
montes. En efecto, fueron estos alardeos de la vieja bruja los que
acarrearonn su súbita y misteriosa muerte en 1692, época de los famosos
ahorcamientos de Gallows Hill. A nadie le gustaba hablar de esto, aunque
a veces alguna vieja desdentada se atrevía a comentar medrosamente que
las llamas no podían quemarla, porque todo el cuerpo había asumido la
peculiar anestesia de su condición de bruja.
Abbie Prinn y su
anómala estatua habían desaparecido hacía muchisimo tiempo, pero aún
resultaba difícil encontrar inquilinos para su casa decrépita, de
fachada en gabletes, con un segundo piso sobresaliente, y curiosas
ventanas con cristales en rombos. La fama de malignidad de la casa se
había extendido por todo Salem. En realidad , no había sucedido nada
allí, en los recientes años, que pudiese dar origen a historias
inexplicables; pero quienes llegaban a alquilar la casa solían mudarse a
toda prisa, generalmente con vagas y poco satisfactorias explicaciones
relacionadas con las ratas.
Y fue una rata la que llevó a Carson a
la Habitación de la Bruja. Los apagados chillidos y golpeteos en el
interior de las podridas paredes habían alarmado a Carson más de una vez
durante las noches de su primera semana en la casa, que había alquilado
para conseguir la soledad que necesitaba para terminar una novela que
le habían estado pidiendo los editores... otra novela de amor que añadir
a la larga lista de éxitos populares. Pero hasta algun tiempo después,
no empezo a abrigar ciertas sospechas disparatadamente fantásticas
acerca de la inteligencia de la rata que una vez se escabulló de debajo
de sus pies, en dirección al oscuro vestíbulo.
La casa tenía
instalación eléctrica, pero la bombilla del vestíbulo era floja y daba
una luz muy pobre. La rata era una sombra negra, deforme, cuando saltó a
pocos metros de él y se detuvo, al parecer, para observarle. En otra
ocasión, Carson pudo echar al animal con un gesto amenazador, y reanudar
su trabajo. Pero el tráfico de Derby Street era desusadamente ruidoso, y
le resultaba difícil concentrarse en su novela. Sus nervios, sin razón
aparente, estaban tensos; por otra parte, la rata, vigilándole fuera de
su alcance, le contemplaba con burlona diversión. Sonriéndose de su
propia presunción, dio unos pasos hacia la rata, ésta echó a correr
hacia la puerta del sótano, y entonces vió él con sorpresa que estaba
entornada. Pensó que debía de habérsele olvidado cerrarla la última vez
que estuvo allí, aunque generalmente tenía cuidado de dejar todas las
puertas cerradas, pues la vieja casa tenía corrientes de aire. La rata
aguardó en la puerta.
Irracionalmente molesto, Carson se fue
hacia ella a toda prisa, poniendo en fuga a la rata escaleras abajo.
Encendió la luz del sotano y la vió en un rincón. La rata le observó
atentamente con sus ojillos relucientes. Al descender las escaleras no
había podido evitar la sensación de que se estaba comportando como un
idiota. Pero su trabajo había sido agotador, y subconscientemente
aceptaba con agrado cualquier interrupción. Cruzó el sotano en dirección
a la rata, viendo con asombro que la bestezuela permanecía inmóvil,
vigilandole. «La rata se comporta de manera anormal», pensó; y la mirada
fija de sus ojos como botones resultaba un tanto inquietante.
Luego
se rió de si mismo, pues la rata dio un brinco repentino y desapareció
por un agujero de la pared del sótano. Desmañadamente, rascó una cruz
con la punta del pie en la suciedad que había delante de la madriguera,
decidiendo poner allí mismo un cepo por la mañana. El hocico de la rata y
sus desiguales bigotes, aparecieron cautelosamente. Avanzó y luego
vació y retrocedió. Después el animal empezó a conducirse de un modo
singular e inexplicable, casi como si estuviese bailando, pensó Carson.
Avanzaba como a tientas, y luego se retiraba otra vez. Daba un saltito
hacia adelante, y se paraba en seco, luego saltaba hacia atrás
apresuradamente, como si hubiese una serpiente enroscada ante la
madriguera, alerta para evitar la huida de la rata. Pero no había nada,
salvo la cruz que Carson había trazado en el polvo.
Indudablemente
era el propio Carson quien impedia la fuga de la rata, pues estaba a
poca distancia de la madriguera. Así que dio un paso adelante, y el
animal desapareció apresuradamente por el agujero. Picado en su
curiosidad, Carson buscó un palo y hurgó en el agujero, tanteando. Al
hacerlo, sus ojos, próximos a la pared, descubrieron algo extraño en la
losa de piedra que había encima de la madriguera de la rata. Una rápida
ojeada en torno a su borde confirmó sus sospechas. La losa debía ser
movible. Carson la inspeccionó minuciosamente, y notó una depresión en
su borde a modo de asidero. Sus dedos se acoplaron cómodamente a la
muesca, y probó a tirar. La piedra se movió un poco y se paró. Tiró con
mas fuerza y, con una rociada de tierra seca, la losa se separó del muro
girando como si tuviese goznes. Un rectángulo negro, hasta la altura
del hombro, quedó abierto en la pared. De sus profundidades emanó un
hedor mohoso, desagradable, de aire estancado, y Carson,
involuntariamente, retrocedió un paso. Súbitamente, recordó las
monstruosas historias sobre Abbie Prinn y los espantosos secretos que se
suponía guardaba en su casa. ¿Había tropezado él con alguna cámara
secreta de la bruja, tanto tiempo desaparecida?
Antes de entrar
en la negra abertura tomó la precaución de coger una linterna de arriba.
Luego, cautelosamente, agachó la cabeza y se deslizó por el estrecho y
maloliente pasadizo, dirigiendo el haz de luz ante sí para explorar el
terreno. Estaba en un estrecho túnel, escasamente más alto que su
cabeza, con pavimento y paredes de losas. Seguía recto quizá unos cinco
metros, y luego se ensanchaba formando una cámara espaciosa. Al llegar
Carson a la habitación del subsuelo -indudablemente escondite de Abbie
Prinn, cuarto secreto, pensó, que sin embargo, no pudo salvarla el día
que el populacho enloquecido de pavor invadió furioso Derby Street-
aspiró con una boqueada de asombro. La habitación era fantástica,
asombrosa.
Fue el suelo lo que atrajo la mirada de Carson. El
oscuro gris de la pared circular cedía sitio aquí a un mosaico de piedra
multicolor en el que predominaban los azules y los verdes y los
púrpuras: en efecto, no había colores más cálidos. Debía de haber miles
de trocitos de piedras de colores componiendo el dibujo, pues ninguno
era mayor que el tamaño de una nuez. El mosaico parecía seguir algun
trazado concreto, desconocido para Carson; había curvas de color púrpura
y violeta combinadas con líneas angulosas verdes y azules,
entremezcladas en fantásticos arabescos. Había círculos, triángulos, un
pentáculo, y otras figuras menos familiares. La mayoría de las líneas y
figuras irradiaban de un punto concreto: el centro de la cámara, donde
había un disco circular de piedra completamente negra de alrededor de
medio metro de diámetro.
Era muy silenciosa. No se oían los
ruidos de los coches que de cuando en cuando pasaban por Derby Street.
En una alcoba poco profunda excavada en el muro, Carson descubrió unas
marcas sobre las paredes, y se dirigió lentamente hacia allí,
recorriéndolas de arriba abajo con la luz de su linterna. Las marcas,
fueran lo que fuesen, habían sido pintadas en la piedra hacía tiempo,
pues lo que quedaba de los misteriosos símbolos era indescifrable.
Carson vio varios jeroglíficos parcialmente borrados que le recordaban
el estilo árabe, aunque no estaba seguro. En el suelo de la alcoba había
un disco de metal corroído de unos dos metros y medio de diámetro, y
Carson tuvo la clara sensación de que era movible. Aunque no hubo manera
de levantarlo. Se dio cuenta de que se hallaba de pie exactamente en el
centro de la cámara, en el círculo de piedra negra donde convergía el
singular trazado. Nuevamente se le hizó patente el completo silencio.
Movido por un impulso, apagó la luz de su linterna. Instantáneamente
reinó la oscuridad más absoluta. En ese momento, una singular idea se
deslizó en su mente. Se imaginó a si mismo en el fondo de un pozo, y que
de arriba descendía un flujo que se derramaba por el eje de la cámara
para tragárselo. Tan fuerte fue su impresión que realmente le pareció
oir un tronar apagado, como el rugido de una catarata. Singularmente
alarmado, encendió la luz y miró rápidamente en torno suyo. El percutir
que sentía era, naturalmente, el pulso de su sangre, que se hacía
audible en el completo silencio: fenónemo bastante familiar. Pero si
este lugar era tan silencioso...
La idea le asaltó como una
súbita punzada en su conciencia. Este era un sitio ideal para trabajar.
Podía instalar la luz eléctrica, bajar una mesa y una silla, utilizar un
ventilador si era necesario, aunque el olor a moho que había notado al
principio parecía haber desaparecido por completo. Se dirigió hacia la
entrada del pasadizo, y al salir de la habitación experimentó un
inexplicable relajamiento de sus músculos, aunque no se había dado
cuenta de que los tenía contraidos. Lo atribuyó al nerviosismo, y subió a
prepararse un café y a escribir al dueño de la casa, que vivía en
Boston, contándole el descubrimiento que había hecho. El visitante miró
con curiosidad hacia el vestíbulo, una vez que hubo abierto Carson la
puerta, y asintió para sí como con satisfacción. Era un hombre de figura
flaca y alta, con espesas cejas de color gris acero que sobresalían por
encima de unos penetrantes ojos grises. Su rostro, aunque fuertemente
marcado y flaco, carecía de arrugas.
-¿Viene por la Habitación de
la Bruja? -preguntó Carson con sequedad. El dueño de la casa se había
ido de la lengua, y durante la última semana había estado atendiendo de
mala gana a anticuarios y ocultistas deseosos de echar una ojeada a la
cámara secreta en la que Abbie Prinn había murmurado sus ensalmos. El
mal humor de Carson había ido en aumento, y hasta pensó en la
posibilidad de mudarse a un lugar más tranquilo; pero su innata
obstinación le había hecho quedarse, decidido a terminar su novela, pese
a todas las interrupciones. Ahora, mirando a su visitante fríamente,
dijo-: Lo siento, pero no se puede visitar ya más.
El otro le
miró sobresaltado, pero casi inmediatamente brilló en sus ojos un
destello de comprensión. Extrajo una tarjeta y se la ofreció a Carson.
-Michael
Leigh, ocultista, ¿eh? -repitió Carson. Aspiró profundamente. Los
ocultistas, había descubierto, eran los peores, con sus oscuras
alusiones a cosas innominadas y su profundo interés en el trazado del
mosaico del suelo de la Habitación de la Bruja-. Lo siento, señor Leigh,
pero... de veras; estoy muy ocupado. Discúlpeme.
Y secamente, dio media vuelta hacia la puerta.
-Un momento -dijo Leigh con rapidez.
Antes
de que Carson pudiese protestar, había cogido al escritor por el
hombro, y le miraba fijamente a los ojos. Sobresaltado, Carson
retrocedió, pero no antes de ver aparecer una extraordinaria expresión,
mezcla de aprensión y satisfacción, en el flaco rostro de Leigh. Era
como si el ocultista hubiese visto algo desagradable... aunque no
inesperado.
-¿Que es esto? -preguntó Carson con aspereza-. No estoy acostumbrado...
-Lo
siento muchisimo -dijo Leigh. Su voz era profunda, agradable-. Debo
disculparme. Pensaba... bien, discúlpeme otra vez. Me temo que estoy
algo excitado. Mire, he venido de San Francisco para ver la Habitación
de la Bruja. ¿De veras que no me permite verla? Le pagaría lo que fuese.
-No
-dijo; empezaba a sentir una perversa simpatía por este hombre, con su
voz agradable y modulada, su rostro poderoso y su atractiva
personalidad-. No, sencillamente deseo un poco de paz; no tiene usted
idea de lo que me han molestado- prosiguió, vagamente sorprendido al
darse cuenta de que hablaba en tono de disculpa-. Es una molestia
espantosa. Casi desearía no haber descubierto esa habitación.
Leigh se acercó con ansiedad.
-¿Puedo
verla? Representa muchísimo para mí; estoy inmensamente interesado en
esas cosas. Le prometo no robarle más de diez minutos de su tiempo.
Carson
vaciló, y luego asintió. Mientras conducía a su visitante al sótano, se
puso a contarle las circunstancias del descubrimiento de la Habitación
de la Bruja. Leigh escuchaba atentamente, interrumpiéndole de cuando en
cuando con alguna pregunta.
-Y la rata, ¿sabe usted qué ha sido de ella? - preguntó.
Carson se quedó sorprendido.
-Pues no. Supongo que se ocultaría en su madriguera. ¿Por qué?
-Nunca se sabe -dijo Leigh enigmaticamente, cuando entraban en la Habitación de la Bruja.
Carson
encendió la luz. Había instalado la electricidad, y había unas cuantas
sillas y una mesa; por lo demás, la habitación estaba intacta. Carson
observó el rostro del ocultista, y vio con sorpresa que se había puesto
ceñudo, casi enfadado. Leigh se encaminó al centro de la habitación,
mirando la silla colocada sobre el círculo de piedra negra.
-¿Trabaja usted aquí? -preguntó lentamente.
-Sí.
Es un sitio tranquilo... He visto que no hay manera de trabajar arriba.
Hay demasiado ruido. Pero este sitio es ideal; me resulta muy fácil
escribir aquí. Mi pensamiento se siente...-dudó- libre; o sea,
desvinculado de las demás cosas. Es una sensación de lo más
extraordinaria.
Leigh asintió como si las palabras de Carson
confirmasen alguna idea suya. Se volvió hacia la alcoba del disco
metálico en el suelo. Carson le siguió. El ocultista se acercó a la
pared, repasó los borrosos símbolos con el dedo índice. Murmuró algo en
voz baja, unas palabras que a Carson le sonaron como una especie de
galimatias:
-Nyogtha... k'yarnak...
Se volvió, con el rostro serio y pálido.
-Ya he visto bastante -dijo suavemente-. ¿Nos vamos?
Sorprendido,
Carson asintió, y le condujo de nuevo al sótano. Una vez arriba, Leigh
vaciló, como si le resultase difícil abordar el tema. Por último,
pregunto:
-Señor Carson, ¿le importaría decirme si ha tenido usted algún sueño extraño últimamente?
Carson se quedó mirándole, con la burla bailándole en los ojos.
-¿Sueños?
-repitió-. ¡Oh!, comprendo. Bueno, señor Leigh, puedo decirle que no me
va a asustar. Sus colegas, los otros ocultistas que han venido a
visitar la casa, lo han intentado también.
Leigh alzó sus cejas espesas.
-¿Sí? ¿Le preguntaron si había tenido sueños?
-Varios... sí.
-¿Y qué les contestó?
-Que
no. -Luego, mientras Leigh se echaba hacia atrás en su silla, con una
expresión confundida en el rostro, Carson prosiguió lentamente- : Aunque
en realidad no estoy muy seguro.
-¿Que quiere decir?
-Creo...
tengo la vaga impresión... de que he soñado últimamente. Pero no estoy
seguro. No puedo recordar nada del sueño. Y... ¡bueno, lo más probable
es que sus colegas ocultistas me hayan metido la idea en la cabeza!
-Quizá
-dijo Leigh circunstancialmente, mientras se levantaba. Vaciló-. Señor
Carson, voy a hacerle una pregunta más bien impertinente. ¿Le es
necesario vivir en esta casa?
Carson suspiró con resignación.
-Cuando
me hicieron la primera vez esta pregunta, expliqué que quería un lugar
tranquilo para trabajar en una novela, y que cualquier lugar tranquilo
podría servirme. Pero no es fácil encontrarlo. Ahora que tengo esta
Habitación de la Bruja, y me está saliendo el libro con tanta facilidad,
no veo por qué razón me tengo que mudar y alterar quizá mi programa.
Dejaré esta casa cuando haya terminado la novela; entonces podrán
ocuparla ustedes los ocultistas y convertirla en museo o hacer con ella
lo que quieran. Me tiene sin cuidado. Pero hasta que no haya terminado
la novela, pienso permanecer aquí.
Leigh se frotó la barbilla.
-Desde luego. Entiendo su punto de vista. Pero ¿no hay otro lugar en la casa donde pueda usted trabajar?
Miró a Carson en el rostro un instante, y luego continuó rápidamente:
-No
espero que me crea. Usted es materialista. La mayoría de la gente lo
es. Pero algunos de nosotros sabemos que por encima y más allá de lo que
los hombres llaman ciencia, hay un saber que se funda en leyes y
principios que a los hombres corrientes les resultarían incomprensibles.
Si ha leido a Machen, recordará que habla del abismo que existe entre
el mundo de la conciencia y el de la materia. Es posible tender un
puente sobre este abismo. ¡La Habitación de la Bruja es ese puente!
¿Sabe qué es una sala de los secretos?
-¿Eh? - exclamó Carson, mirando con asombro-. Pero no hay...
-Es
una analogía... solamente una analogía. Un hombre puede susurrar una
palabra en una galería o cueva, y si usted se sitúa en un punto
concreto, a unos treinta metros, oye ese susurro, aunque no lo oiga
alguien que se encuentre a sólo tres metros. Es una simple truco de
acústica: consiste en la proyección del sonido en un punto focal. Ahora
bien, este principio es aplicable a otras cosas, además del sonido. A
cualquier onda de impulsos... ¡incluso al pensamiento!
Carson trató de interrumpirle, pero Leigh prosiguió:
-Esa
piedra negra del centro de su Habitación de la Bruja es uno de esos
puntos focales. El dibujo del suelo, cuando usted se sienta en el
círculo negro, se vuelve anormalmente sensible a ciertas vibraciones, a
ciertos mandatos mentales... ¡peligrosamente sensible! ¿Le parece que
tiene la cabeza muy clara cuando trabaja allí? Es una ilusión, una falsa
sensación de lucidez... en realidad, usted es un mero instrumento, un
micrófono, sintonizado para captar determinadas vibraciones malignas
cuya naturaleza no podría comprender. El rostro de Carson era un estudio
de asombro e incredulidad.
-Pero no querrá decirme que cree usted realmente...
Leigh retrocedió, desapareció la intensidad de sus ojos, que se volvieron ceñudos y fríos.
-Muy
bien. Pero he estudiado la historia de Abigail Prinn. Ella conocía
también esa ciencia superior de que le hablo. La utilizo para fines
maléficos: artes negras, como suelen llamarse. He leído que, en sus
últimos días, maldijo a la ciudad de Salem... y la maldición de una
bruja puede ser algo pavoroso. ¿Quiere usted... -se levantó, mordiéndose
el labio-, quiere usted, al menos, permitirme que pasa a verle mañana?
Casi involuntariamente, Carson asintió.
-Pero me temo que desperdiciará su tiempo. No creo... es decir, no tengo... -tartamudeó, sin saber qué decir.
-Solo
es para cerciorarme de que usted...¡Ah!, otra cosa. Si sueña esta
noche, ¿querría tratar de recordar el sueño? Si intenta evocarlo
inmediatamente después de despertar, es posible recordarlo.
-De acuerdo. Si sueño...
Esa
noche, Carson soñó. Se despertó poco antes del amanecer con el corazón
latiéndole furiosamente, y con una extraña sensación de desasosiego.
Dentro de las paredes, y procedentes de abajo, podía oír las furtivas
carreras de las ratas. Saltó de la cama apresuradamente, temblando en la
fría claridad de la madrugada. Una luna desmayada brillaba aún
debilmente en un cielo pálido. Entonces recordó las palabras de Leigh.
Había soñado; de eso no cabía la menor duda. Pero cuál era el contenido
de dicho sueño, era otra cuestión. Por mucho que lo intentó, no pudo
recordarlo en absoluto, aunque tenía la vaga sensación de que corría
frenéticamente en la oscuridad. Se vistió rápidamente, y como la quietud
de la casa en la madrugada le ponía nervioso, salió a comprar el
periódico. Era demasiado temprano para que las tiendas estuviesen
abiertas, sin embargo, y se dirigió hacia el oeste en busca de un
vendedor de periódicos, torciendo por la primera esquina. Mientras
caminaba, una extraña sensación empezó a apoderarse de él: una sensación
de... ¡familiaridad! Había andado por aquí antes, y notaba una oscura y
turbadora familiaridad en las formas de las casas, en las siluetas de
los tejados. Pero -y esto era lo fantástico-, que él supiera, jamás
había estado antes en esta calle. Se entretenía poco paseando por esa
parte de Salem, pues era de naturaleza indolente; sin embargo, tenía una
extraordinaria impresión de recuerdo, y se le hacía más vívida a medida
que avanzaba.
Llegó a una esquina, torció maquinalmente a la
izquierda. La singular sensación iba en aumento. Siguió andando
despacio, reflexionando. Indudablemente, había pasado por aquí antes, y
muy probablemente lo había hecho abstraído, de suerte que no había
tenido conciencia de su trayecto. Sin duda, era ésta la explicación. Sin
embargo, al desembocar en Charter Street, Carson sintió en su interior
una rara intranquilidad. Salem despertaba; con la claridad del día, los
impasibles trabajadores polacos comenzaban a cruzarse con él,
presurosos, en dirección a los molinos. De cuando en cuando, pasaba un
automóvil. A cierta distancia, vio que se había congregado una multitud
en la acera. Apretó el paso, con la sensación de una inminente
calamidad. Con extraordinario estupor, vio que se encontraba en el
cementerio de Charter Street, la antigua y mal afamada Necrópolis. Se
abrió paso entre la multitud.
A sus oídos llegaron comentarios en
voz baja, y vio ante sí una espalda voluminosa en uniforme azul. Miró
por encima del hombro del policía y aspiró aire, horrorizado. Había un
hombre inclinado sobre la verja de hierro que cercaba el cementerio.
Llevaba un traje barato, llamativo, y se agarraba a las herrumbrosas
barras con una fuerza tal que los tendones le sobresalían como cuerdas
en el dorso peludo de sus manos. Estaba muerto, y en su cara vuelta
hacia el cielo en un gesto dislocado, se había congelado una expresión
de abismal y espantoso horror. Sus ojos, totalmente en blanco,
sobresalían de manera horrible; su boca era una mueca contraída y
amarga. El hombre que estaba junto a Carson volvió su pálido rostro
hacia él.
-Parece como si hubiese muerto de miedo -dijo
roncamente-. Me horrorizaría ver lo que ha debido presenciar este
hombre. ¡Uf, mire esa cara!
Carson se alejó maquinalmente de
allí, sintiendo el hálito helado de algo desconocido que le produjo un
escalofrío. Se restregó los ojos, pero aquel rostro contorsiado y muerto
flotaba ante su vista. Comenzó a desandar su camino, inquieto y algo
tembloroso. Involuntariamente, miró hacia un lado, sus ojos se posaron
en las tumbas y monumentos que punteaban el viejo cementerio. Hacía un
siglo que no enterraban a nadie allí, y las lápidas manchadas de
líquenes, con sus cráneos alados, sus ángeles mofletudos y sus urnas
funerarias, parecían exhalar una miasma indefinible de antiguedad. ¿Que
habría asustado al hombre hasta el punto de causarle la muerte?
Aspiró
profundamente. Desde luego, el cadáver había sido un espectáculo
horrible, pero no debía permitir que esto alterara sus nervios. No podía
consentirlo; esto perjudicaría su novela. Además, razonó consigo mismo,
el caso estaba lo suficientemente claro. El muerto era con toda
seguridad un polaco, del grupo de inmigrantes que vivian en el puerto de
Salem. Al pasar junto al cementerio por la noche, lugar en torno al
cual habían surgido numerosas y horribles leyendas durante casi tres
siglos, los ojos embriagados de aquel desdichado debieron de dar
realidad a los brumosos fantasmas de su mente supersticiosa. Estos
polacos eran de emociones inestables, propensos a la histeria colectiva y
a figuraciones insensatas. El gran Pánico de los Inmigrantes de 1853,
en el que ardieron tres casas de brujas, se debió a la confusa e
histérica declaración de una vieja de que había visto a un misterioso
forastero vestido de blanco que se había quitado la cara. ¿Que podía
esperarse de semejante gente?, pensó Carson. Sin embargo, seguía
nervioso, y no regresó a casa hasta casi mediodía. Cuando, a su llegada,
encontró a Leigh, el ocultista, esperándole, se alegró de verle y le
invitó a pasar con cordialidad.
Leigh estaba muy serio.
-¿Ha
sabido alguna cosa sobre su amiga Abigail Prinn? - preguntó sin
preámbulos, y Carson se le quedó mirando, detenido en el acto de ir a
llenar un vaso con un sifón. Tras un prolongado intervalo, presionó la
palanca, soltando el chorro de líquido y espuma en el whisky. Tendió a
Leigh la bebida y sirvió otro vaso para sí -whisky solo-, antes de
contestar.
-No se de que me habla. Ha... ¿Qué pasa con ella? -preguntó, con un aire de forzada despreocupación.
-He
estado revisando los informes -dijo Leigh-, y he averiguado que Abigail
Prinn fue enterrada el 14 de diciembre de 1690 en el cementerio de
Charter Street, con una estaca en el corazón. ¿Qué ocurre?
-Nada -dijo Carson con voz neutra-. ¿Y bien?
-Pues...
resulta que han abierto su tumba, y han robado su cadáver; eso es todo.
Han encontrado la estaca arrancada, y hay huellas de pisadas por todo
alrededor de la tumba. Huellas de zapatos. ¿Soñó usted anoche, Carson? -
Leigh soltó la pregunta como un latigazo, y sus ojos se endurecieron.
-No
lo sé -contestó Carson confundido, frotándose la frente-. No puedo
recordarlo. He estado en el cementerio de Charter Street esta madrugada,
Tony Brazil tuvo la amabilidad de llevarme.
-¡Ah! Entonces debe de haber oído algo sobre el hombre que...
-Le he visto -interrumpió Carson, con un estremecimiento-. Me ha dejado trastornado.
Apuró el whisky de un trago, Leigh le miró atentamente.
-Bien -dijo luego-, ¿aún está decidido a permanecer en esta casa?
Carson dejó el vaso y se levantó.
-¿Por qué no? -replicó con sequedad-. ¿Hay alguna razón por la que deba irme?
-Despúes de lo que sucedió anoche...
-¿Qué sucedió? Han robado una tumba. Un polaco supersticioso vio a los ladrones y se murió del susto. ¿Y qué?
-Está
tratando de convencerse a sí mismo -dijo Leigh serenamente-. En su
corazón sabe, debe saber, la verdad. Usted se ha convertido en un
instrumento en manos de una fuerzas poderosas y terribles, Carson. Abbie
Prinn ha estado en su tumba durante tres siglos... no-muerta, esperando
que alguien cayese en la trampa: la Habitación de la Bruja. Quizá
preveía ella lo que iba a suceder cuando la construyó; previó que algún
día, alguien cometería el error de introducirse en esa cámara infernal y
sería atrapadoen ese diagrama de mosaico. Ha caido usted, Carson: y ha
permitido que se horror no-muerto cruzase el abismo que se abre entre la
conciencia y la materia, para ponerse en rapport con usted. El
hipnotismo es un juego de niños para un ser con los sobrecogedores
poderes de Abigail Prinn. ¡Ella podía obligarle fácilmente a ir a su
tumba y arrancarle la estaca que la tenía aprisionada, y luego borrar de
su mente el recuerdo de esa acción, de formas que no pudiese ni
siquiera saber si fue un sueño!
Carson estaba de pie, y en sus ojos ardía una luz extraña:
-¡En nombre de Dios! ¿Sabe usted lo que está diciendo?
Leigh se echó a reir agriamente:
-¡En
nombre de Dios! Diga más bien en nombre del diablo: del diablo que
amenaza a Salem en ese momento; porque Salem está en peligro, en un
terrible peligro. Los hombres, mujeres y niños del pueblo que Abbie
Prinn maldijo cuando la ataron al palo... ¡y descubrieron que no la
podían quemar! He examinado unos archivos secretos esta mañana, y he
venido a rogarle por última vez que abandone esta casa.
-¿Ha
terminado? -preguntó Carson fríamente-. Muy bien. Me quedaré aquí. Usted
estará chiflado o bebido, pero no me va a impresionar con sus
insensateces.
-¿Se marcharía si le ofreciese mil dólares? -preguntó Leigh-. ¿O más, quizá... diez mil? Dispongo de una suma considerable.
-¡No,
maldita sea! -espetó Carson en un arrebato de cólera-. Todo lo que
quiero es que me dejen solo para terminar mi novela. No puedo trabajar
en ninguna otra parte... además; no quiero, yo no...
-Me lo esperaba
-dijo Leigh, con voz súbitamente tranquila, y con una extraña nota de
simpatía-. ¡Señor, usted no puede marcharse! Usted está atrapado, y es
demasiado tarde para sustraerse a los controles cerebrales de Abbie
Prinn, a través de la Habitación de la Bruja. Y lo peor de todo es que
ella sólo puede manifestarse con su ayuda: le extrae sus fuerzas
vitales, Carson, se alimenta de usted como un vampiro.
-Está usted loco -farfulló Carson torpemente-.
-Tengo
miedo. Ese disco de hierro de la Habitación de la Bruja... me da miedo;
y lo que hay debajo. Abbie Prinn rendía culto a extraños dioses,
Carson; y he leído algo en la pared de esa alcoba que me ha hecho
pensar. ¿Ha oído hablar alguna vez de Nyogtha?
Carson negó impacientemente con la cabeza. Leigh se hurgó en el bolsillo y sacó un trozo de papel.
-He
copiado esto de un libro de la Biblioteca Kester -dijo-; el libro se
llama Necronomicón, y fue escrito por una persona que sondeó tan
profundamente los secretos prohibidos que los hombres le tacharon de
loco. Léalo.
Las cejas de Carson se juntaban a medida que iba leyendo la cita:
-Los
hombres conocen con el nombre de Morador de la Oscuridad al hermano de
los Primordiales llamado Nyogtha, la Entidad que no debiera existir.
Puede ser traído a la superficie de la Tierra a través de ciertas
cavernas y fisuras secretas, y los hechiceros le han visto en Siria, y
bajo la torre negra de Leng; ha ido al Thang Grotto de Tartaria para
sembrar el terror y la destrucción entre los pabellones del Gran Khan.
Sólo por la cruz ansada, por el conjuro de Vach-Viraj y por el elixir
Tikkoun, puede ser devuelto a las tenebrosas cavernas de oculta impureza
donde mora.
Leigh sostuvo la confundida mirada de Carson.
-¿Comprende ahora?
-¡Conjuros y elixires! -exclamó Carson, devolviendole el papel-. ¡Estupideces!
-Ni
mucho menos. Los ocultistas y adeptos conocen ese conjuro y ese elixir
desde hace miles de años. Yo he tenido ocasión de utilizarlos en otro
tiempo en determinadas... ocasiones. Y si estoy en lo cierto... -se
volvió hacia la puerta, con los labios apretados en una línea
descolorida -, esas manifestaciones han sido vencidas anteriormente,
pero la dificultad está en conseguir el elixir; es más difícil
obtenerlo. Pero espero... Volveré. ¿Puede abstenerse de entrar an la
Habitación de la Bruja hasta que yo vuelva?
-No le prometo nada
-respondió Carson. Tenía un tremendo dolor de cabeza que le había
aumentado hasta imponerse a su conciencia, y ahora sentía una vaga
náusea-. Adiós.
Vio a Leigh dirigirse a la puerta, y aguardó en
la escalera de la entrada, con una extraña renuencia a entrar en la
casa. Mientras miraba alejarse la figura del ocultista, salió una mujer
de la casa adyacente. Al verle sus enormes pechos se agitaron. Estalló
en una chillona y furiosa diatriba. Carson se volvió y se quedó
mirándola con ojos desconcertados. La cabeza le latía dolorosamente. La
mujer se acercaba agitando un puño gordo y amenazador.
-¿Por qué asusta usted a mi Sarah? -gritó, con su cara morena congestionada-. Porque la asusta con sus trucos estúpidos, ¿eh?
Carson se humedeció los labios.
-Lo
siento -dijo lentamente-. Lo siento muchísimo. Yo no he asustado a su
Sarah. No he estado en casa en todo el día. ¿Que és lo que la ha
asustado?
-Ese bicho oscuro... dice Sarah que se metió en su casa...
La
mujer se calló de pronto, con la mandíbula colgando de asombro. Sus
ojos se agrandaron. Hizo un signo extraño con la mano derecha, señalando
con sus dedos índice y meñique a Carson, mientras cruzaba el pulgar
sobre los otros dedos.
-¡La vieja bruja!
Se retiró
apresuradamente, murmurando palabras en polaco con voz asustada, tal
como haría Osmo Lukult. Carson dio media vuelta y entró en la casa. Se
sirvió un poco de whisky en un vaso, reflexionó, y luego lo apartó sin
haberlo probado. Empezó a pasear arriba y abajo, frotándose de cuando en
cuando la frente con dedos que sentía secos y ardientes. Vagos,
confusos pensamientos se agolpaban en su mente. Tenía la cabeza febril y
le latía con violencia. Por último, bajó a la Habitación de la Bruja.
Se quedó allí, aunque no trabajó; su dolor de cabeza no era tan opresivo
en la mortal quietud de la cámara del subsuelo. Al cabo de un rato se
durmió.
No sabía cuánto había dormido. Soñó con Salem, y con un
ser confusamente definido, negro y gelatinoso, que recorría las calles a
sobrecogedora velocidad, un ser como una ameba increíblemente grande,
negro como el azabache, que perseguía y se tragaba a los hombres y
mujeres que gritaban y huían en vano. Soñó con un rostro de calavera que
escudriñaba en su interior, un semblante reseco y contraído en el que
sólo los ojos parecían vivos y brillaban con una luz infernal y
perversa. Despertó finalmente, y se incorporó con un sobresalto. Tenía
mucho frío. Reinaba el más completo silencio. A la luz de la lampara
eléctrica, el mosaico verde y púrpura parecía retorcerse y contraerse
hacia él, ilusión que se disipó al aclararse sus ojos enturbiados por el
sueño. Consultó el reloj. Eran las dos. Había dormido toda la tarde y
la mayor parte de la noche. Se sentía débil, y el cansancio le tenía
inmovilizado en su silla. Le daba la sensación de que le habían extraído
las fuerzas del cuerpo. El penetrante frío parecía traspasarle el
cerebro, pero se le había ido el dolor de cabeza. Tenía la mente muy
despejada, expectante, como si esperase que sucediera algo. Un
movimiento, no lejos de él, atrajo su mirada.
Se estaba moviendo
una losa de la pared. Oyó un suave ruido chirriante, y lentamente, se
ensanchó la negra cavidad, convirtiéndose la ranura en un cuadrado. Algo
se movió en la sombra. Un tenso y ciego horror traspasó a Carson al ver
avanzar a rastras hacia la luz a aquella monstruosidad. Parecía una
momia. Durante un segundo que fue eterno, insoportable, el pensamiento
golpeó espantosamente en el cerebro de Carson: ¡Parecía una momia! Era
un cadáver de una delgadez descarnada, con la piel ennegrecida y el
aspecto de un esqueleto con el pellejo de un enorme lagartoextendido
sobre sus huesos. Se agitó, avanzó, y sus largas uñas arañaron
audiblemente en la piedra. Salió a la Habitación de la Bruja, su rostro
impasible se reveló cruelmente bajo la luz cruda, y sus ojos
centellearon con una vida sepulcral. Pudo ver la línea dentada de su
espalda negruzca y encogida...
Carson se quedó paralizado. Un
horror abismal le había privado de la capacidad de moverse. Parecía
estar atrapado en los grillos de la parálisis del sueño, en que el
cerebro, espectador distante, es incapaz o reacio a transmitir los
impulsos nerviosos a los músculos. Se dijo frenéticamente que estaba
soñando, que dentro de un momento despertaría. El seco horror se
incorporó. Se puso en pie, descarnadamente flaco, y se dirigió a la
alcoba en cuyo suelo estaba encajado el disco de hierro. Se detuvo de
espaldas a Carson, y un susurro reseco crepitó en la quietud mortal. Al
oírlo, Carson quiso gritar, pero no pudo. El espantoso murmullo continuó
en un lenguaje que a Carson se le antojó extraterreno, y como en
respuesta, un casi imperceptible estremecimiento sacudió el disco de
hierro.
Se estremeció y comenzó a levantarse, muy lentamente; y
como en un gesto de triunfo, el encogido horror alzó sus delgadísimos
brazos. El disco tenía más de veinte centímetros de espesor; y a medida
que se separaba del suelo, comenzaba a penetrar en la habitación un
hedor insidioso. Era vagamente un olor a reptil, almizclado y
nauseabundo. El disco se elevó inexorablemente, y un dedo de negrura
surgió de debajo del borde. Súbitamente, Carson recordó el sueño que
había tenido, de una criatura negra y gelatinosa que recorría las calles
de Salem. Trató en vano de romper los grillos de la parálisis que le
tenían inmovilizado. La cámara estaba quedandose a oscuras, y un vértigo
tenebroso aumentaba progresivamente para tragárselo a él. La habitación
parecía vacilar. El disco siguió elevándose; siguió el arrugado horror
con sus brazos esqueléticos levantados; y siguió fluyendo la negrura en
un movimiento ameboide.
Se oyó un ruido por encima del seco
susurro de la momia, un vivo resonar de pasos presurosos. Por el rabillo
del ojo, Carson vio que alguien entraba corriendo en la Habitación de
la Bruja. Era el ocultista, Leigh, con los ojos llameantes en su rostro
mortalmente pálido. Pasó por delante de Carson y se dirigió a la alcoba
donde estaba emergiendo la negra abominación. Aquel ser agurrado se
volvió con horrible lentitud. Carson vio que Leigh traía una especie de
herramienta en su mano izquierda, una crux ansata de oro y marfil. Y
llevaba la mano derecha pegada a un costado. Su voz retumbó entonces
sonora y autoritaria. Su blanco rostro estaba cubierto de gotas de
sudor:
-Ya na kadishtu nilgh'ri ... stell'bsna kn'aa Nyogtha... k'yarnak phlegethor...
Tronaron
las fantásticas y aterradoras palabras, y retumbaron en las paredes de
la bóveda. Leigh avanzó lentamente, sosteniendo en alto la crux ansata.
¡Y entretanto, la negra abominación seguía manando de debajo del disco!
Cayó el disco a un lado, y una gran oleada de iridiscente negrura, ni
sólida ni líquida, una espantosa masa gelatinosa, se derramó en
dirección a Leigh. Sin detenerse, éste hizo un gesto rápido con su mano
derecha, y lanzó un pequeño tubo de cristal a aquella cosa negra, en la
que se hundió.
La informe abominación se detuvo. Vaciló con un
espantoso estremecimiento de indecisión, y luego se retiró rápidamente.
Un hedor asfixiante de ardiente corrupción empezó a invadir el aire, y
Carson vio cómo la negra monstruosidad se descomponía en grandes
pedazos, arrugándose como bajo el efecto de un ácido corrosivo. Se
contrajo en un vivo movimiento licuescente, goteando su espantosa carne
negra a medida que se consumía. Un seudópodo de negrura se alargó desde
la masa central y atrapó como un tentáculo gigantesco al ser cadavérico,
arrastrándolo al pozo por encima del borde. Otro tentáculo cogió el
disco de hierro, lo arrastró sin esfuerzo por el suelo, y cuando la
abominación desapareció de la vista, el disco cayó en su sitio con un
estampido atronador. La habitación osciló en amplios círculos en torno a
Carson, y una náusea espantosa se apoderó de él. Hizo un tremendo
esfuerzo para tenerse de pie, y luego la luz se desvaneció rápidamente y
se apagó. La oscuridad se había apoderado de él.
Carson no llegó
a terminar la novela. La quemó, pero siguió escribiendo, aunque ninguno
de sus libros posteriores han sido publicados. Sus editores hicieron un
gesto negativo, y se preguntaron por qué un escritor de literatura
popular tan brillante se había convertido de repente en un aburrido
partidario de lo horripilante y lo espectral.
-Resulta
convincente -dijo un hombre a Carson, al devolverle su novela, El dios
negro de la locura-. Es buena en su género, pero la encuentro morbosa y
horrible. Nadie la leería. Carson, ¿por qué no escribe usted el tipo de
novelas que solía escribir, del género que le hizo famoso?
Fue
entonces cuando Carson rompió su promesa de no hablar sobre la
Habitación de la Bruja, y le contó la historia con la esperanza de que
le comprendiera y creyera. Pero al terminar, su corazón desfalleció al
verle al otro la cara de simpatía y escepticismo.
-Lo ha soñado, ¿verdad? - preguntó el hombre, y Carson sonrió amargamente.
-Sí, lo he soñado.
-Debe
de haberle producido una impresión terriblemente vivida en su espíritu.
Algunos sueños la producen. Pero lo olvidará con el tiemo - predijo, y
Carson asintió.
Y porque sabía que sólo despertaría sospechas
acerca de su cordura, no mencionó lo que bullía permanentemente en su
cerebro, el horror que había visto en la Habitación de la Bruja al
despertar de su desvanecimiento. Antes de huir, él y Leigh, pálidos y
temblorosos, de la cámara, Carson había lanzado una fugaz mirada hacia
atrás. Los pedazos arrugados y corroídos que había visto desprenderse de
aquel ser de loca blasfemia habían desaparecido inexplicablemente,
aunque habían dejado negras manchas en las piedras. Abbie Prinn, quizá,
había regresado al infierno que había adorado, y su dios inhumano se
había retirado a los secretos abismos más allá de la comprensión del
hombre, derrotado por las fuerzas poderosas de una magia anterior que el
ocultista había manejado. Pero la bruja había dejado un recuerdo, una
cosa espantosa, que Carson, en esa última mirada hacia atrás, había
visto emerger del borde del disco de hierro, como alzándose en irónico
saludo: ¡una mano arrugada en forma de garra!
Henry Kuttner (1915-1958)
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