lunes, 12 de noviembre de 2012

Retando al Diablo


Han pasado ya varios años, pero lo recuerdo todo como si hubiera ocurrido ayer. Los sonidos, sombras y olores, todas las sensaciones de aquel día, inundan aún hoy mis sentidos y me transportan una y otra vez a mi terrible pasado.
Aquella era una noche de verano de un mes de Agosto. Me encontraba con mis amigos pasando unos días de acampada en la sierra. Éramos el grupo de veinteañeros de siempre. Amigos desde pequeños y compañeros para todo. Después de la cena de un largo día repleto de emociones, nos reunimos en torno al fuego siguiendo la costumbre diaria de acabar la jornada con un buen rato de charla.
En aquella ocasión, habíamos bajado al pueblo y traído unas bolsas de hielo, refrescos y alcohol, con los que alegrar la velada. Tras un largo rato de conversación muy animada y bromas, sin saber cómo, terminamos contando historias de miedo. Esas historias tontas, pensadas para asustar a los niños y absurdas siempre. O al menos así me lo parecieron en aquél momento.
La noche invitaba al misterio. Sin luna, el cielo se mostraba totalmente estrellado. Una suave y fresca brisa hacía que las llamas de la hoguera se movieran como queriendo ascender al infinito. Más allá de los escasos metros que iluminaban las llamas, dominaba la oscuridad más absoluta. Se veían las tiendas de campaña y a penas las primeras líneas de árboles que delimitaban el claro donde estábamos acampados. Recuerdo bien cuando mi mejor amigo Enrique, ya muy borracho, comenzó a hablar de la vida y de la muerte. Del premio en el cielo y el castigo del infierno.
La muerte… ¡que lejana palabra para los que piensan que tienen toda la vida por delante!.
Las caras y gestos se tornaron serios y la charla pasó a ser áspera, cuando Enrique comenzó a hablar del Diablo y el desprecio que sentía, por lo que él consideraba el invento religioso más rentable de todos los tiempos. Mi amigo explicaba que el Demonio no era más que un bicho con patas de cabra, cuernos, rabo y tridente, pintado de rojo e inventado por los curas para amedrentar a la gente. No fue eso lo que enrarecía los ánimos. Era su continua mofa a Satanás. Llegó a decir voz alta y en pié:
“¡Si existe Lucifer, que venga y se nos lleve!”.
En aquel momento, lo único que se me ocurrió fue interrumpirle y hacerle abandonar la reunión con la excusa de que viniese a ayudarme al río a traer agua. Todos estaban serios y molestos con Enrique cuando abandonamos el campamento iluminados por la tenue luz del farol que portábamos. Llenando las cantimploras, no me di cuenta cuando mi amigo se tumbó a mi lado a dormir al borrachera.
Tampoco reparé cuando comenzaron las señales a mi alrededor. Fue como si el tiempo se hubiera congelado. La brisa se paró. El monótono y persistente canto de las chicharras se detuvo. El silencio y la oscuridad se adueñaron de todo. Mis intentos por despertar a Enrique fueron vanos. Una fuerte sensación invadía mi alma. En mi interior yo sabía que algo ni iba bien.
Decidí entonces ir al campamento por ayuda para traer de vuelta a Enrique. Lo acomodé de costado por si vomitaba en mi ausencia y mientras me alejaba, pude ver cómo la oscuridad lo envolvía rápidamente a medida que caminaba en busca de los otros. Pero al llegar no encontré a nadie. Habían desaparecido. Quise pensar que era una mala broma, quise pensar que estaban escondidos. Mil ideas desfilaron como rayos por mi cabeza, cuando algo me impulsó a darme la vuelta. Levanté la mirada y allí estaba Enrique.Permanecía quieto. Ya no parecía borracho. Su cara estaba inexpresiva y la mirada de sus ojos vacía. Sé que no fue él quien habló cuando me dijo:
“Por vosotros vendré cuando os llegue la muerte”. Luego se desplomó inconsciente. Y en mi mente ya, una sola palabra. Satanás. Aquella voz diferente al resto, aún rebota por todos los rincones de mi ser. Del grupo que éramos, a excepción de mi amigo y el que os cuenta lo sucedido, no se supo nunca nada. Jamás aparecieron. Los recuerdos de Enrique de aquella noche, se cortan en el río. Él piensa en animales salvajes como explicación a lo sucedido, y con eso logra dormir por las noches.
No le he contado lo que no recuerda de aquella noche ni las palabras que salieron de su boca. Además de que no me creería nunca, no quiero que sepa lo que nos espera al morir. Él sigue sin creer en el Diablo. Por lo que a mí respecta, espero poder vivir muchos años. Ojalá no muriese nunca y pudiera estar para siempre en este infierno que me acompaña desde aquel día maldito. 


 


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