Esta entrada se puso integra esta es solo una introduccion debido a la cantidad de correso preguntando quien era esta persona y si el texto (que lo admito) es real.
Los espíritus vampiros es un ensayo sobre vampirismo de la ocultista rusa Helena Blavatsky, a lo largo del cual nos detalla su curiosa teoría sobre los vampiros.
Aquellos
que estén acostumbrados a los vampiros literarios tal vez se sientan un
poco desconcertados, e incluso intimidados, por la visión teosófica con
la que Helena Petrovna Blavatsky explica la existencia de estas
criaturas. De todos modos, nos parece interesante -y hasta inevitable-
incorporar a estos otros vampiros dentro de nuestra biblioteca oculta.
Los espíritus vampiros.
Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891)
Cada
una de las cosas organizadas de este mundo, tanto del visible como del
invisible, tiene un elemento apropiado para sí misma. El pez vive en el
agua; la planta consume el ácido carbónico, el cual, por el contrario,
es mortal para el animal y el hombre. Algunos seres están organizados
para vivir en las capas más enrarecidas del aire; otros en las más
densas. La vida, para unos, pende de la luz del sol, mientras que para
otros precisa de la obscuridad. De este modo la sabia economía de la
Naturaleza adapta siempre alguna forma viva a cada una de las
condiciones existentes.
Estas analogías permiten inferir que en
toda la Naturaleza no existe punto alguno inhabitado, y que además cada
cosa viviente cuenta con cuantas condiciones se precisan para su vida.
Ahora bien; admitiendo que en el universo existe una parte invisible, la
disposición inmutable de la Naturaleza autoriza la conclusión de que
semejante parte está ocupada, ni más ni menos que la parte visible, y
desde el momento en que existen espíritus, fuerza es aceptar la
existencia de una gran diversidad de los mismos, dentro de su mundo
respectivo. Decir que todos los espíritus son iguales entre sí, o que
están adaptados a un mismo medio ambiente, o, en fin, que poseen poderes
idénticos, o que obedecen a las mismas afinidades y atracciones, sería
tan absurdo como pensar que todos los animales son anfibios, o que todos
los hombres pueden nutrirse con la misma clase de alimentos. Razonable
es, pues, el suponer que los espíritus más groseros están sumergidos en
los más profundos abismos de la atmósfera espiritual, es decir, de lo
más cercano a nuestra tierra, mientras que las naturalezas más puras,
están muchísimo mas lejos del terrestre ambiente…Suponer lo contrario y
pensar que cualquiera de estos girados de espíritus pueden ocupar el
sitio ni las condiciones de los otros, equivaldría como a esperar que en
ley de hidráulica dos líquidos de diferentes densidades pueden cambiar
el grado que le corresponde en el aerómetro de Baumé.
Görres
relata (Mystiques, III, 63) una conversación que él tuvo con algunos
hindúes de la costa de Malabar. Habiéndoles preguntado si entre ellos se
presentaban espíritus o apariciones respondieron: “–Sí; pero son malos
espíritus. Los buenos se aparecen poquísimas veces. Los malos espíritus
aquellos son generalmente los de los suicidas y personas asesinadas, es
decir, de las que han muerto de un modo violento, quienes revolotean en
torno nuestro y se nos aparecen como fantasmas, engañando a las gentes
de cortos alcances y tentando a las demás personas de mil maneras
diferentes, siéndoles la noche especialmente favorable para ello.”
Porfirio
(De Sacrificiis, capitulo de El verdadero culto) nos presenta sobre
esto algunos hechos repugnantes cuya verdad está comprobada por la
experiencia de todos los estudiantes de magia. “El alma de las gentes
perversas –dice –tiene, aun después de la muerte, cierto apego a su
cuerpo y una afinidad hacia él proporcionada a la violencia con que se
quebrantó su unión. Por eso nosotros, cuando desarrollamos ciertas
facultades, podemos ve r a muchos espíritus cernerse, poseídos de
desesperación, en torno de sus restos terrenales y hasta buscar
anhelantes los. pútridos despojos de otros cuerpos, y, sobré todo, la
sangre recientemente derramada, la que, por un momento, parece
comunicarles algunas de las facultades de la vida.” Si algún espiritista
pone en duda las palabras del gran teurgo, no tiene más que ensayar en
sus sesiones de materialización los efectos de una poca de sangre humana
fresca. ”Los dioses y los ángeles se nos aparecen –dice Jámblico –en
medio de paz y de Armonía, y los demonios malos, revolviéndolo todo sin
orden ni concierto…En cuanto a las almas ordinarias, es muy raro el que
podamos percibirlas.”
El alma, en efecto, nace en este mundo
abandonando el otro mundo, en el cual ha existido antes de encarnar en
la Tierra…Ella parece luego morir cuando se separa de su cuerpo, en el
cual como en frágil barca ha cruzado por esta vida…Pero esta muerte no
aniquila el alma, sino que la transforma tan sólo, ora en un ser
protector de esos que los romanos conocían y reverenciaban con tal
nombre y con el de manes, penates y lares, ora, si ha sido perverso, en
una larva, un lemur, un espíritu errante, terror de los malvados…Cuando
por razón de vicios, crímenes y pasiones animales un espíritu
desencarnado ha caído en la octava esfera: el Hades alegórico pagano o
el gehnna de la Biblia, que es la región más próxima a nuestra Tierra,
puede arrepentirse con el vislumbre de razón y de conciencia que aún
conserva…Un ardiente deseo de resarcirse de sus sufrimientos; un
ferviente anhelo de retorno, pueden conducirle de nuevo hacia la
atmósfera terrestre, donde quedará errante y sufriendo más o menos en su
triste soledad. Sus instintos le impulsarán a buscar con avidez el
contacto de los vivos…
Tales espíritus son los invisibles, pero demasiado palpables vampiros emocionales;
los demonios subjetivos tan bien conocidos por las monjas y frailes
extáticos de la Edad Media y por los “brujos” a quienes tanta celebridad
dió el Martillo de Hechiceros; verdaderos clarividentes sensitivos
según sus propias confesiones. Son los demonios sanguinarios de
Porfirio; las larvas y lemures de los antiguos; los abominables
instrumentos de sugestión que condujeron a tantas desgraciadas y débiles
víctimas al tormento y al patíbulo. Orígenes sostiene que cuantos
demonios obsesionaban a los energúmenos del Nuevo Testamento eran
“espíritus” humanos…Moisés sabía perfectamente quiénes eran estos
desgraciados y no ignoraba las tremendas consecuencias a que estaban
expuestas las personas que cedían a tales influencias demoníacas, por
cuyo motivo promulgó sus terribles decretos contra tales “brujos”.
Jesús, en cambio, lleno de justicia y de divino amor hacia la Humanidad,
se limitaba a curarlos en lugar de matarlos. Más tarde, andando los
tiempos, nuestro clero, el pretendido modelo de virtudes cristianas,
siguió la ley de Moisés, prescindiendo de Aquel a quien llamaban “su
Dios Vivo”, y quemaron por millares a los pretendidos
hechiceros,…¡Hechicero! ¡Fatídico nombre que llevaba aparejada antaño la
muerte más ignominiosa y que hoy día, levanta, en cambio, una tempestad
de sarcasmos y de ridículo!…
La historia de los sortilegios de
Salem, tal como los encontramos registrados en las obras de Cotton,
Mather, Calef, Upham y otros, son un trágico capítulo de la historia de
Norteamérica, que jamás ha sido descrito de acuerdo con la verdad de los
hechos. En el pueblo de Salem Vitcheraft, cuatro o cinco muchachas se
sintieron convertidas en médiums espontáneas, como hoy diríamos, por
haber convivido con una negra india del Oeste norteamericano, quien era
muy ducha en las operaciones de magia negra conocidas por rito de Obeah.
Las indicadas muchachas se empezaron a sentir como maltratadas por
alfilerazos, pellizcos y mordiscos en diferentes partes de su cuerpo,
debidos a invisibles espectros que no las dejaban un momento de reposo.
La célebre Narración de Deodat Lawson (Londres, 1704), consigna que
“aquellos espíritus, obsesores de las muchachas, las maltrataban por el
conocido método hechiceril del emboutement, o sea de las figurillas de
cera, trapos, etcétera, representando a las víctimas, y sobre las que
clavaban los alfileres, daban los pellizcos, etc., que luego, por
telepatía, experimentaban las infelices jovenzuelas”. Mr. Upham nos
refiere que Abigail Hobles, una de estas muchachas, reconoció que había
hecho pacto con el diablo, “el cual se le aparecía bajo la forma de un
mancebo, y le mandaba que atormentase a las doncellas a quienes conocía,
llevándole imágenes de madera que más o menos se les pareciesen y
espinas para clavarlas en dichas imágenes, lo cual hacía ella al pie de
la letra, con estas últimas, recibiendo entonces aquellas muchachas
idéntico dolor al que experimentarían si las propias espinas se clavasen
en sus carnes”.
Todos estos lamentables hechos históricos cuya
validez ha sido comprobada por el irrecusable testimonio de los
Tribunales que entendieron en la causa, confirma la doctrina de
Paracelso, siendo por demás sorprendente que un sabio tan sesudo como
Upham, haya podido acumular en las mil páginas de sus dos volúmenes,
semejante masa de evidencia legal para demostrar la intervención en
aquellos hechos de almas ligadas aun a la Tierra y de los maliciosos
espíritus de la Naturaleza, sin sospechar la verdad ocultista que se
halla detrás de estas tragedias, ya que hace algunos siglos que Lucrecio
ponía en boca del viejo Ennius estas frases de perfecto ocultismo, que
dicen:
Bis duo sunt homínis: mane, caro, spíritus, umbra;
Quator ista loci bis duo suscipiant:
Terra tegil carnem; lumulam circanivolat umbra,
Orcus habet manes.
Respecto
de esta clase de hechos, por increíbles que hoy parezcan a nuestro
escepticismo, no debemos preguntarnos, imparciales, cuál de los autores
antiguos menciona hechos de índole tan aparentemente sobrenatural, sino
más bien, quién de ellos es el que no los menciona. En la Odisea de
Homero (v. 82) hallamos a Ulises evocando el espíritu de su amigo el
adivino Tiresias, mediante la ceremonia de la “fiesta de la sangre”. El
héroe de Troya desenvaina su espada, ahuyentando con ella a los millares
de sedientos fantasmas atraídos por el cruento sacrificio, y su mismo
amigo Tiresias no se atreve a acercarse al hoyo sangriento, mientras que
Ulises blande el arma homicida…Al troyano Eneas, en la Eneida de
Virgilio (libro VI, v. 260), al tratar de descender al reino de las
sombras, la Sibila que le guía a sus umbrales, le ordena que desenvaine
su espada y se abra paso a través de la compacta muchedumbre de las
fugaces sombras que le obstruyen sedientas su camino:
Taque invade víam, vaginâque eripe ferrum.
Glanvil,
en su Sadducismus Triumphatus, da una reseña maravillosa de la
aparición del “tamborilero de Tedworth”, acaecida en 1661, y en la cual
el scin–lecca, o duplicado del brujo tamborilero, se asustaba
grandemente a la vista de una espada. Psellus, en su obra De Daemon,
hace una larga narración acerca del terrible estado en que se vio
sumida. su cuñada por la posesión de un daimon elementario, y de cómo
fue curada aquella por el conjurador Anaphalangis, quien comenzó
amenazando con la espada desenvainada al invisible obsesor de aquel
cuerpo, hasta lograr que le desalojase. Psellus expone luego el
catecismo de la demonología en estos o parecidos términos:
“¿Deseáis
saber si los cuerpos invisibles de los espíritus pueden ser heridos con
una espada u otra arma cualquiera? Pues sabed que si, que pueden serio.
Un objeto duro arrojado contra ellos les causará el correspondiente
dolor como si aun viviesen aquí abajo; porque, aunque sus cuerpos no
estén ya formados de las substancias resistentes que los nuestros, no
por ello dejan de ser sensibles, porque en los seres dotados de
sensibilidad no son únicamente sus nervios los que tienen la facultad de
sentir, sino que también la tiene el espíritu que reside en ellos…Sin
auxilio de organismo físico alguno, el espíritu ve, oye y siente
cualquier contacto…Si le dividís en dos, sentirá el mismo dolor que
experimentaría cualquier hombre vivo, porque su cuerpo actual no deja de
ser materia, aunque de naturaleza tan sutil que generalmente es
invisible para nuestros ojos.
…Sin embargo, hay una cosa que
distingue al cuerpo del vivo del muerto, y es que cuando se seccionan
los miembros de una persona viva no pueden volver a reunirse las dos
porciones fácilmente, mientras que el tenue cuerpo etéreo de un demonio
se reintegra inmediatamente después que se le, ha cercenado por
completo, a la manera como el agua o el aire se unen después que les ha
atravesado un cuerpo sólido cualquiera. Mas, a pesar de ello, cada
rasguño o herida inferida es causa de dolores para aquel demonio, razón
por la cual todos ellos temen la punta de la espada o los demás
instrumentos de defensa.
Bodin, el más sabio demonólogo de su
siglo, sostiene la misma opinión tan repetida así mismo por el Porfirio y
Jámblico, siguiendo a Platón y a Plutarco, como saben además muy bien
todos los teurgistas. En la Demonología de aquel sabio se nos cuenta:
Recuerdo
que en 1557 un demonio elemental de los llamados relampagueantes, cayó
con el rayo en casa del zapatero Pondot, y al punto empezaron a llover
piedras en toda la habitación, con las cuales pudo llenar un arcón el
ama de la casa, cerrando enseguida herméticamente las ventanas, lo que
no impidió, sin embargo, el que las piedras siguiesen cayendo, aunque
sin dañar a ninguno de los allí presentes. El magistrado Latomí vino a
informarse, pero no bien entró cuando el espíritu le arrebató su
sombrero. Seis días iban así transcurridos cuando el consejero M. J.
Morgues llegó también a buscarme para esclarecer tal misterio. Cuando
entramos en la casa ya alguien había aconsejado al dueño de la misma que
se encomendase a Dios de todo corazón y blandiese con energía por todo
el ámbito del aposento su espada desenvainada. Desde aquel momento
cesaron como por encanto aquellos fenómenos que durante una semana les
habían tenido tan molestos.”
Los libros de hechicería de la Edad
Media están llenos de narraciones análogas, pero los más antiguos
filósofos no sólo mencionan relatos análogos, sino que puntualmente los
describen y analizan. Proclo figura en primera línea en punto a
semejantes maravillas. Pasma verdaderamente la colección de hechos que
presenta, corroborados por testigos, entre ellos algunos famosos
filósofos. Al recordar muchos casos de su tiempo en los que a no pocos
cadáveres se los había encontrado con diferentes posiciones en sus
tumbas, lo atribuye a que eran larvas o vampiros,
“como los casos –añade –referidos por los antiguos respecto de Aristio,
Epiménides y Hermodoro”, o como los otros cinco de la Historia de
Clearco, el discípulo de Aristóteles. Para acabar, cita el caso de
Filonea. Esta hija del Demostrator, añade, casada contra su voluntad con
un tal Krotero, murió poco después, pero a los seis meses de muerta
volvió a la vida, como dice Proclo, a causa de su antiguo amor por el
joven Macates, a quien visitó durante muchas noches sucesivas hasta que
ella, o mejor dicho el vampiro
que hacía sus veces, murió de rabia. Su cuerpo muerto, después de su
segundo fallecimiento, fue visto por toda la ciudad en la casa de su
padre, mientras que su sepultura se encontró vacía. Semejante suceso
está confirmado por las Epístolas de Hiparco y por las de Arriedo a
Filipo, según relata Catalina Crowe en su Nighi–Side of Nature, pág.
335. Demócrito en sus escritos referentes al Hades, diserta, en fin,
ampliamente sobre las posibilidades de que algunos muertos retornen a la
vida.
Para hacerse cargo de la timidez, frivolidad y prejuicios
con los que se suelen juzgar estos y otros mil hechos del pasado, no hay
sino hojear la obra del Dr. Figuier, Historia de lo maravilloso en los
tiempos modernos. La obra apoyada en testimonios tan valiosos como el
del célebre Dr. Calmeil, director del asilo de lunáticos de Charentón,
se ocupa documentadísimamente de los profetas de Cevennes; los
camisardos, los jansenistas, el diácono Paris y cien otras epidemias de
neurosis consignadas en la historia de los últimos siglos y que sólo
podemos ligeramente mencionar, máxime habiendo sido descriptos por
cuantos autores modernos se han ocupado de estos problemas. Los
asombrosos fenómenos de los convulsionarios de Cevennes se presentaron
como una verdadera epidemia a fines de 1700. Las medidas inhumanas
adoptadas por los católicos franceses para extirpar aquel espíritu de
profecía que había asaltado a una población entera, son sucesos
históricos sobre los que no tenemos por qué insistir. El mero hecho de
que un puñado de hombres, mujeres y niños, que apenas sumaban dos mil
personas, resistiesen durante años enteros a los 60.000 soldados del
rey, es ya por sí solo un prodigio. Todas las maravillas acaecidas a
aquéllos, están registradas en los procesos que hoy se conservan en los
Archivos de Francia. Existe entre éstos el informe oficial que el feroz
abate Chayla, prior de Lava¡ elevó a Roma, y en el cual se lamenta de
que el espíritu maligno fuese tan poderoso que no bastase exorcismo ni
tortura inquisitorial alguna que alcanzase a desalojarle de los
cevenneses. Añade el abate que él mismo puso las manos de esta gente
sobre carbones encendidos; que envolvió a varios otros en algodón
impregnado en aceite y les prendió fuego, sin conseguir en uno y otro
caso que se chamuscasen ni que se formase una sola ampolla en su
epidermis; que se dispararon tiros sobre ellos a quemarropa,
encontrándose luego aplastadas las bajas entre la ropa y la piel, sin
producirles el menor rasguño, etc…, etc…
“A fines del siglo XVII
–dice el Dr. Figuier después de relatar todo esto –una anciana importó
en Cevennes aquel espíritu de profecía, que bien pronto se comunicó a
diversos jóvenes de ambos sexos, acabando el contagio por ser general.
Hombres, mujeres, tiernos niños se habían constituido en torrentes de la
más extraña inspiración, expresándose, no en patois ordinario, sino en
el más correcto francés, lengua tan poco conocida en la región en aquel
tiempo. Hasta los niños de pecho profetizaban. Ocho mil profetas
–continúa –se esparcieron por el país y la mitad de las facultades de
Medicina de Francia, entre ellas la de Montpeller, se apresuraron a
constituirse en Cevennes, declarándose maravilladas y confundidas al
escuchar a gentes sin cultura literaria alguna disertar eruditamente de
cosas de las que jamás supieron una palabra, y hasta se expresaban con
igual lucidez ¡meros niños de teta!, durando horas y horas los tales
discursos…Aquello –añade el comentador –no fue sino una momentánea
exaltación de las facultades intelectuales, fenómenos que pueden
observarse en muchas afecciones del cerebro”…¡Exaltación momentánea, que
dura muchas horas, en cerebros de niños de pecho, hablando en correcto
francés antes de que hayan podido aprender ni una sola palabra de su
patois: ¡Oh milagro de la fisiología! Prodigio debía ser tu nombre,
exclama el católico Des Mousseaux al comentar la obra de Figuier en la
suya acerca de “Las costumbres y prácticas de los demonios”.
Vengamos
ahora a los no menos célebres prodigios de los jansenistas, según el
Dr. Figuier, con gran copia de datos históricos, nos cuenta. El diácono
Paris era un jansenista que murió en 1727. Inmediatamente después de su
muerte comenzaron a ocurrir junto a su tumba los más sorprendentes
fenómenos. El cementerio rebosaba de gente desde la madrugada hasta la
noche, y los jesuítas, exasperados al ver que los herejes verificaban
las curas más maravillosas y todo género de prodigios, acudieron a las
autoridades, obteniendo de ellas la orden de que se cerrase la entrada a
la tumba del célebre diácono. Pero a pesar de todos los obstáculos, las
maravillas continuaron durante unos veinte años. El obispo Douglas, que
fue a París con este exclusivo objeto, visitó el sepulcro y pudo
comprobar que los milagros continuaban como el primer día entre los
convulsionarios, cosa que, forzosamente, se achacó, como siempre, al
diablo. El propio Hume, en sus Ensayos filosóficos, añade: “Jamás
seguramente se habrán atribuido a una sola persona tantos milagros corno
los que últimamente se han dado como acaecidos junto a la tumba del
diácono Paris. Doquiera se veían enfermos que habían sanado, sordos que
habían oído y ciegos que habían recobrado la vista por la virtud del
sepulcro santo. Pero lo más extraordinario del caso es que muchos de
dichos milagros acaecieron en el sitio mismo de la tumba, ante jueces de
indiscutible seriedad y rectitud, en una época ilustrada, hechos que ni
los propios jesuítas, a pesar de ser gentes de ordinario instruidas; de
contar con el apoyo de las autoridades civiles, y de ser decididos
enemigos de las opiniones en cuyo favor se dice que fueron obrados los
milagros, han sido capaces tú de negarlos, ni de refutarlos, ni de
descubrir su verdadera causa. Tal es la verdad que arroja el testimonio
histórico acerca de semejantes sucesos.”
El Dr. Middleton, en su
Investigación libre, obra que escribió acerca de dichos fenómenos a los
diez y nueve años de haber comenzado y cuando ya estaban en franca
decadencia, declara que la evidencia de tales milagros es tan plena e
indiscutible por lo menos como la de las maravillas que de los apóstoles
se refieren. En efecto, dichos fenómenos, cuya autenticidad está
probada por tantos millares de testigos, ante magistrados y a despecho
del clero católico entonces omnipotente, deben ser colocados entre los
más sorprendentes que registran la Historia. Carré de Montgeron, miembro
del Parlamento, que se hizo famoso por sus relaciones con los
jansenistas, los enumera cuidadosamente en los cuatro gruesos volúmenes
en cuarto dedicados al rey, bajo el título de La Vérité des miraeles
operés par l´intercession de M. de Paris, demontrée contre l'Archevêque
de Sens. Por sus irrespetuosidades hacia el clero romano fue encerrado
en la Bastilla; pero era tal el cúmulo de testimonios personales y
oficiales aducidos para probar cada uno de los casos, que la obra fue
aceptada.
“Una de las –convulsionarias –dice Figuier –apoyada por
sus lomos en la punta de aguda estaca, se mantenía doblada en forma de
arco con la mayor impasibilidad. El placer mayor que podía darse a esta
criatura era recibir en tal posición y sobre su estómago el golpe de un
pedrusco de cincuenta libras suspendido de una polea. Montgeron y muchos
otros testigos añaden que, no sólo no mostraba magulladuras la
muchacha, sino que pedía a voz en grito que golpeasen aún más fuerte.
Juana Maulet, otra joven de veinte años, apoyada su espalda contra la
pared, recibía sobre su epigastrio centenares de golpes dados por un
forzudo gañán con un martillo de treinta libras sobre un taladro de
hierro apoyado así sobre la boca del estómago de la débil paciente.
Pudiera creerse –añade Montgeron al relatarlo –que el taladro debería
hundirse en las entrañas de ésta, pero, al contrario, ella gritaba, con
la cara radiante de felicidad: “¡Oh qué delicia, y cuánto placer me
causa este golpeteo ¡Valor, hermano, y golpead con doble fuerza, si
podéis!…”
La relación oficial de tales maravillas, que es mucho
más completa que la de Figuier, añade otros detalles, tales como el de
aquellos que serenamente se ponían a describir sucesos distantes, luego
infaliblemente comprobados; el de mantenerse en el aire muchos de estos
convulsionarios merced a una fuerza invisible y sin que todos los
esfuerzos reunidos de los miembros de la Comisión eran impotentes para
obligarles a que bajasen. Se vieron ancianas trepando con agilidad de
gatos monteses por muros verticales hasta de treinta pies de altura. El
Dr. Calmeil, director del Asilo de locos de Charentón, dió acerca de
estos y otros fenómenos análogos la acostumbrada explicación que de
ellos dan los médicos: “el meteorismo o plenitud de gases en el tubo
digestivo; el estado espasmódico del útero de las mujeres; la turgencia
de las envolturas carnosas de las capas musculares que protegen y cubren
el abdomen, etc.; añadiendo que la asombrosa resistencia ofrecida por
el cuerpo de los convulsionarios era debida al histerismo o a la
epilepsia, fuerza que tiene algunos puntos de contacto con los cambios
de sensibilidad que se producen por el miedo, la cólera, en una palabra,
cualquiera otra pasión de ánimo llevada hasta el paroxismo. Para el
terrible crítico católico Des Mousseaux, en su obra citada, replica
lleno de indignación ante ésta y otras opiniones semejantes de nuestra
ciencia médica:
“¿Estaba el ilustrado médico completamente
despierto cuando formuló tales teorías?…Si él o el Dr. Figuier quisiesen
mantener seriamente sus categóricas afirmaciones podríamos decirles:
“¿Nos permitiríais una vez, por vía de experimento, insultaros tan
duramente que estallaseis en justa indignación contra nosotros al oír de
nuestros labios, por ejemplo que falseáis la ciencia y estafáis a
vuestro público, y, aprovechando tal momento, repitiésemos con vosotros
los experimentos de Cevennes, dándoos un saludable masaje con estacas o
garrotes, seguros de que otra cosa no resultarían estos terribles
golpes, dado el estado de insensibilidad a que seguramente os llevaría
vuestra cólera?”
Inútil es el añadir que el reto de Des Mousseaux ha quedado, por siempre, sin respuesta. Volvamos a los hechos de vampirismo.
Verdaderas o falsas, existen entre los orientales “supersticiones” de
una naturaleza tal como jamás pudieron soñar un Edgard Allan Poe o un
Hoffmann, y estas creencias se hallan infiltradas en la misma sangre de
las naciones que las dieron vida. Cuidadosamente expurgadas de toda
exageración, se verá que encierran una creencia universal en aquellas
almas astrales, inquietas y errabundas conocidas con los nombres de ghouls o vampiros.
Un obispo armenio del siglo V, llamado Yeznik, cita algunos ejemplos de
esta clase en el libro I, párrafos 20 y 30, de una obra manuscrita que
se conservaba hace unos treinta años en la biblioteca del monasterio de
Etchmeadzine, en la Armenia rusa. Entre otras existe una tradición que
data de los tiempos del paganismo y, según la cual, siempre que un héroe
cuya vida es todavía necesaria en la tierra, cae en el campo de
batalla, los aralez, o sean los antiguos dioses populares del país,
quienes poseen la facultad de poder volver a la vida a los que han
muerto en el combate, lamen las sangrientas heridas de la víctima, y
soplan sobre ellos hasta que les han comunicado una vida nueva y
vigorosa, después de lo cual, el guerrero se levanta; desaparecen todas
sus heridas y vuelve a ocupar su puesto en la batalla. Pero el espíritu
inmortal del héroe vuela muy lejos, entretanto, y vive el resto de sus
días en un templo abandonado y lejano.
Tan luego, por otra parte,
corno un adepto era iniciado en el último y más solemne misterio de la
transmisión de la vida, el séptimo y temible rito de la gran operación
sacerdotal que constituye la más elevada teurgia, ya no pertenece más a
este mundo. Su alma era ya libre desde aquel momento, y los siete
pecados mortales, en acecho siempre hasta entonces para devorar su
corazón al tiempo en que su alma libertada por la muerte cruzase las
siete escaleras y los siete portales, ya no podían dañarle ni en muerte
ni en vida, por cuanto había pasado ya las siete dobles pruebas y los
doce trabajos de la hora final. El Sumo Hierofante era quien únicamente
sabía cómo llevar a cabo esta solemne operación de infundir su propio
aliento vital y su propia alma astral en el adepto escogido por él para
sucederle, y quien de esta suerte quedaba así dotado de una doble vida12
.
La Epístola V a los Hebreos trata del sacrificio de sangre.
“En donde existe un testamento –dice –necesariamente debe mediar la
muerte del testador…Sin el derramamiento de sangre no hay remisión
alguna…” La sangre produce fantasmas, y sus emanaciones proporcionan a
ciertos espíritus los materiales necesarios para formar sus apariciones
transitorias. “La sangre –dice Eliphas Levi es la primera encarnación
del fluido universal, la luz vital materializada. Su producción es la
más maravillosa de todas las maravillas de la Naturaleza; vive, porque
se transforma perpetuamente, siendo el efectivo Proteo universal. La
sangre procede de principios en los cuales antes no existía nada
análogo, y que se convierte en carne, huesos, cabellos, sudor,
lágrimas…La sustancia universal, con su doble movimiento, es el gran
arcano del Ser, la sangre es a su vez el gran arcano de la vida.
“La
sangre, dice el hindú Ramatsariar, contiene todos los secretos de la
existencia; ningún ser viviente puede existir sin ella. El comer sangre
es profanar la obra del Creador.” Por ello Moisés, siguiendo la
universal tradición prohíbe hacerlo. Paracelso escribe que con los
vapores de la sangre puede uno evocar cualquier espíritu que desee ver,
puesto que con sus emanaciones se formará una apariencia, un cuerpo
visible –pero esto es perfecta hechicería o necromancia. –Los
hierofantes de Baal se inferían profundas incisiones en su cuerpo y con
su propia sangre producían apariciones objetivas y tangibles. Los
secuaces de cierta secta persa, muchos de los cuales se ven en las
cercanías de los establecimientos rusos de Temerchan–Shoura y Derbent,
tienen sus misterios religiosos, durante los cuales forman un gran
círculo y giran en frenética danza. Estando arruinados sus templos,
verifican sus ritos en edificios retirados y cerrados a toda vista desde
el exterior, edificios con una gruesa capa de arena como pavimento.
Todos van vestidos con flotantes vestiduras blancas y las cabezas
desnudas y afeitadas. Armados de cuchillos y excitados por la macabra
danza, pronto llegan a un grado tal de excitación furiosa que comienzan a
herirse a sí propios y a los otros hasta que no pueden más y el
pavimento queda empapado en sangre. Antes de que semejante “Misterio”
termine, cada hombre tiene un compañero con quien danza. Algunas veces
los espectrales bailarines tienen cabellos en sus cráneos lo cual se
diferencian de los naturales de sus inconscientes cabezas. Como hemos
prometido solemnemente el no divulgar los demás detalles de esta
terrible ceremonia que sólo hemos presenciado una vez, debemos abandonar
este punto, añadiendo que durante el tiempo en que estuvimos en
Petrovsk, del Cáucaso, presenciamos otro misterio semejante.
Antiguamente
las hechiceras de Tesalia añadían algunas veces a la sangre del célebre
cordero negro, la de un niño, para mejor evocar las sombras. A los
sacerdotes se les enseñaba el arte de evocar los espíritus de los
muertos, así como los de los elementos, pero su manera de proceder no
era ciertamente las de aquellas terribles hechiceras. Entre los yakuts
de Siberia, en los mismos confines del lago Bai kal y junto al río
Vitema, existe otra tribu que practica la hechicería tal y como la
ejercían las famosas brujas de la Tesalia. Sus creencias religiosas son
una mezcla extraña de superstición y de filosofía…Según ellas las almas
de los muertos se convierten en “sombras” condenadas a vagar sobre la
tierra hasta que se verifique cierto cambio, ora favorable, ora adverso,
que ellos explican, por supuesto. Las sombras luminosas o sean las de
los buenos, se convierten en los guardianes o protectores de aquellos a
quienes han amado en la tierra. Las sombras obscuras, siempre procuran,
por el contrario, causar daño a cuantos en vida conocieron, incitándoles
al crimen y demás malas acciones perjudicando así por todos los medios a
los mortales…Durante los sacrificios de sangre, que siempre se
verifican de noche, los yakuts evocan las sombras obscuras o malvadas
para saber de ellas el modo cómo han de contener su malignidad. La
sangre les es necesaria para esta, porque sin sus vapores, no podrían
aquéllas hacerse visibles, y aun serían, creen, más peligrosas, pues que
la extraerían de las personas vivientes por medio de la transpiración.
En cuanto a las sombras buenas o luminosas, ellas no precisan ser
evocadas así, porque les desagrada, y porque cuando quieren, pueden
hacer sentir, sin necesidad de nada, su presencia.
La evocación
por medio de la sangre se practica también, aunque con diferente objeto,
en distintos puntos de Bulgaria y de Moldavia, especialmente en los
distritos vecinos a los musulmanes. La tiranía y esclavitud horribles a
que han estado sujetos estos desgraciados cristianos durante siglos les
ha hecho mil veces más impresionables y más supersticiosos. El día 7 de
Mayo de cada año, los habitantes de Bulgaria y Moldavia Valaca celebran
“la fiesta de los muertos”. En efecto, después de puesto el sol,
multitud de hombres y mujeres, llevando sendos cirios en las manos,
acuden a los cementerios y oran sobre las tumbas de sus difuntos. Esta
antigua y solemne ceremonia, llamada Trizna, es una reminiscencia
general de los primitivos ritos cristianos; pero era más solemne todavía
mientras duró la esclavitud musulmana…Entre los habitantes de las
ciudades la ceremonia es ya meramente rituaria; pero entre algunos
campesinos el rito toma proporciones de toda una evocación teúrgica. La
víspera del día de la Ascensión, las mujeres búlgaras encienden una
porción de lámparas y cirios; junto a las tumbas colocan crisoles sobre
trípodes, y el incienso perfuma la atmósfera en un grandísimo radio
alrededor. Desde que anochece hasta un poco antes de la media noche, y
en memoria del muerto, se convida a comer a los amigos y a un cierto
número de mendigos, obsequiándoles además con vino y raki o aguardiente,
y se distribuye dinero a los pobres. En cuanto ha terminado la fiesta,
se acercan los convidados a la tumba, y llamando al difunto por su
nombre, le dan las gracias por las bondades de que han sido objeto.
Cuando ya todos, incluso los parientes más cercanos, se han ido
marchando, una mujer, generalmente la de más edad, se queda sola con el
muerto, y se asegura que procede entonces a la ceremonia de la
evocación. Prosternada de hinojos, y después de fervientes súplicas al
muerto una y mil veces repetidas para que se presente, la mujer se
extrae un número mayor o menor de gotas de sangre del lado izquierdo de
su pecho y las deja caer lentamente sobre la tumba. Esto da fuerza al
invisible espíritu del muerto que vaga en derredor del sepulcro,
permitiéndole, por algunos instantes, el asumir forma visible y dar sus
instrucciones adecuadas a la cristiana teurgista o bien bendiciéndola
simplemente y desapareciendo hasta el año próximo. Tan firmemente está
arraigada semejante creencia, que, con motivo de una dificultad de
familia, hemos oído a una mujer moldava proponer a su hermano el demorar
toda decisión acerca del asunto debatido hasta que en la noche de la
Ascensión pudiese el padre resolver la dificultad, cosa a la que el
hermano accedió como si su padre se hallase en la habitación contigua.
Que
en la Naturaleza existen secretos terribles, bien puede creerlo el que,
como nosotros, ha sido testigo del caso del zuachar ruso, caso en el
que no pudo el hechicero morir hasta que comunicase a otro la palabra,
lo cual rara vez dejan de hacerlo por su parte los hierofantes de la
Magia Blanca.
Los hindúes creen tan firmemente como los serbios y húngaros en los vampiros.
“El hecho de un espectro que reaparece para chupar la sangre humana,
dice el Dr. Pierart famoso mesmerizador, en un artículo sabio de la
Revue Spiritualiste, volumen IV, no es tan inexplicable como parece, y
menos para los espiritistas, quienes admiten los fenómenos llamados de
bicorporeidad o duplicación del alma. Esas manos espectrales que hemos
estrechado, esos miembros materializados que tan palpablemente hemos
visto en las sesiones mediumnímicas, son una prueba evidente acerca de
cuántas y cuántas cosas son posibles, bajo condiciones favorables, para
esos espectros de lo astral evocados por ellas.”
Al así
expresarse el respetable médico, no hace sino reproducir la teoría
cabalista acerca de los shandim, o sea de la categoría más inferior de
todos los seres espirituales. Al referirnos Maimónides en su obra Abodah
Sarah que las gentes de su tiempo se veían obligadas a mantener íntimas
relaciones con sus difuntos, describen las fiestas de sangre que en
tales casos se celebraban. Cavaban al efecto un hoyo en el suelo en el
cual vertían sangre fresca y, colocando encima del mismo una mesa,
evocaban a los espíritus, quienes presurosos acudían, contestando a
todas sus preguntas. No obstante de ello, Pierart, con toda su doctrina
teurgista acerca del vampirismo,
se muestra indignadísimo contra la superstición del clero al ordenar
que se atraviese con una estaca el corazón de todo cadáver sobre quien
hayan recaído sospechas de vampirismo.
En tanto que la forma astral del muerto no esté completamente
desprendida del cuerpo, existe, en efecto, cierta trabazón en virtud de
la cual, mediante la atracción magnética, puede obligarse a aquella
forma a que retorne y se posesione de nuevo del cuerpo. Acontece en
ocasiones que la forma astral no se ha desprendido de éste más que a
medias, por decirlo así, cuando el cuerpo es enterrado por presentar
todas las apariencias de una muerte efectiva. En semejantes horribles
casos, el alma astral, aterrada, retorna violentamente a su envoltura de
carne, y entonces la desdichada víctima, o bien acaba de morir
realmente tras el paroxismo de las atroces angustias de la sofocación, o
bien, si durante su existencia terrestre, ha sido groseramente
material, se convierte en un vampiro…
En
este segundo caso, empieza para el mísero cataléptico, así enterrado en
vida, una existencia verdaderamente bicorpórea, en la que el cuerpo que
yace aprisionado en la tumba es sostenido con la sangre o fluidos
vitales que sus cuerpos astrales fantasmáticos roban aquí y allá a los
vivos, porque, es sabido, que esta última forma etérea puede ir donde le
plazca y, en tanto que el lazo que la mantiene unida al cuerpo no se
rompa, vagar en forma ya visible ya invisible, alimentándose arteramente
de sus humanas víctimas. A juzgar por todas las apariencias, semejante
espíritu logra seguidamente el transmitir, mediante una disposición
misteriosa e invisible que acaso llegue a ser explicada algún día, el
producto de su succiones fluidicas al cuerpo material que yace inerte en
el fondo de la tumba, contribuyendo así a perpetuar en cierto modo
aquel su estado de catalepsia, Brierre de Boismont cita algunos casos
por el estilo, completamente auténticos, que ha tenido a bien calificar
de “alucinaciones”. “Una reciente investigación ha demostrado –dice un
periódico francés –que en 1871 dos cadáveres fueron sometidos al infame
tratamiento de la superstición popular, por instigación del clero…¡Oh
ciega preocupación!, “pero el Dr. Pierart, citado por el escritor
católico Des Monsseaux quien resueltamente admite el vampirismo,
exclama: “–¿Ciega superstición, decís? Sí, tan ciega como gustéis,
pero, ¿de dónde provienen tales preocupaciones? ¿Por qué se han
perpetuado ellas a través de todas las épocas y en tantísimos países?
Después de la infinidad de casos de vampirismo
como se han visto, ¿debemos decir nosotros que hoy ya no sucede tal
cosa y que los casos que de ello se relatan jamás tuvieron sólido
fundamento? De la nada, nada se hace. Cada creencia, cada costumbre,
procede de los hechos y causas que le han dado origen. Si nunca se
hubiese visto aparecer en el seno de las familias de ciertos países,
seres revestidos de las ordinarias apariencias, de los muertos yendo a
chupar la sangre de una o varias personas y si de esto no hubiese
resultado la muerte por extenuación de la víctima, nadie hubiese ido
jamás a desenterrar los cadáveres a los cementerios, ni jamás hubiésemos
presenciado nosotros el hecho increíble de haberse encontrado personas
enterradas varios años antes, con el cuerpo blando y flexible, los ojos
abiertos, la tez sonrosada, con la boca y narices llenas de sangre y
manando sangre a torrentes en el acto de ser decapitada”.
Uno de los más importantes ejemplos de vampirismo
figura en las cartas reservadas del filósofo, marqués d'Argens, y en la
Revue Britanique de Marzo de 1837, el viajero inglés Pashley describe
algunos casos de que tuvo noticia en la isla de Candía. El Dr. Jobard,
sabio belga, anticatólico y antiespiritista, da testimonio de otros
casos análogos en su obra acerca de Les Hauts Phenomenes de la Magie,
pág. 199.
“No quiero examinar, dice el obispo de Avrauches Huet, si los casos de vampirismo
que se relatan diariamente son verdaderos o meros frutos de un error
popular, mas es lo cierto que han sido atestiguados por tantos autores
competentes y fidedignos y por un número tan considerable de testigos de
vista, que nadie debe decidirse en esta cuestión sin contar con una
gran dosis de prudencia.”
Aquel buen señor de Des Mousseaux, que
tanto se ha molestado recogiendo materiales para su teoría demonológica,
nos sale con algunos ejemplos sensacionales para demostrar que todos
estos casos se deben a la intervención del diablo, el cual toma las
formas fantasmáticas de los muertos para revestirse de ellas y vagar por
las noches chupando la sangre de las gentes, explicación que a nosotros
nos parecería excelente si no pudiésemos arreglarnos con otras mejores
sin traer a la escena a personaje tan siniestro. Si de una vez para
siempre queremos creer en el retorno de los espíritus, tenemos una
multitud de perversos sensualistas, miserables y criminales de todas
clases, especialmente suicidas, capaces de rivalizar en malicia con el
mismísimo diablo en sus mejores días, que ya es bastante por sí solo el
vernos actualmente obligados a creer en lo que vemos y sabemos que es un
hecho, o sea en los espíritus, sin necesidad de añadir a nuestro
panteón de espectros a un diablo a quien nadie ha visto nunca.
Sin embargo, en lo que al vampirismo
se refiere, hay particularidades interesantísimas que recoger, desde el
momento en que la creencia en tal fenómeno ha existido desde las épocas
más remotas en todos los países. Las naciones eslavas, los griegos,
válacos y servios, dudarían primero de la existencia de sus enemigos los
turcos que del hecho relativo a la existencia de los vampiros. Los brucolacos o vrykolakas,
como son denominados estos últimos, son huéspedes sobrado familiares en
el hogar eslavo para que se dude de ellos. Escritores del mayor
talento, hombres tan integérrimos como llenos de perspicacia, se han
ocupado del asunto creyendo en él por supuesto.…¿De dónde proviene esta
máxima creencia a través de los tiempos; esa identidad de detalles y
analogías en las descripciones de aquel singular fenómeno, que
encontramos en el testimonio jurado de pueblos extraños los unos a los
otros y que discrepan, sin embargo, por completo respecto a otras varias
supersticiones?
“Hay –dice Dom Calmet, escéptico monje
benedictino del siglo XIX, en su artículo Apparitions (vol. II, pág. 47
de la obra antes citada) –dos procedimientos distintos para destruir la
creencia de estos pretendidos espectros…El primero consiste en explicar
los prodigios del vampirismo
por medio de meras causas físicas: el segundo en negar completamente la
verdad de tales relatos, cosa que consideramos lo más seguro y más
prudente”.
El primer procedimiento de explicar, en efecto, el vampirismo
por medio de causas físicas, aunque ocultas, es el adoptado por la
escuela de Mesmerismo de Pierart, y, no son ciertamente los espiritistas
quiénes más derecho puedan tener de rechazar lo plausible de esta
explicación. El segundo plan, sin embargo, es el adoptado por los
hombres de ciencia y por los escépticos. Según advierte Des Mousseaux,
no hay camino que menos filosofía requiera que este procedimiento
expedito de la negación rotunda de lo que se ignora. “Cierto día –añade
Dom Calmet –empezó a aparecerse inopinadamente a los habitantes de una
aldea, cerca de Kodom, el espectro de un pastor, y, a consecuencia del
susto, o bien por otra causa cualquiera, todos murieron antes de una
semana. Exasperados los demás campesinos ante aquello, fueron en busca
del cadáver del pastor y le desenterraron, clavándole con una gran
estaca en el suelo. Otra vez se apareció, sin embargo su espectro
aquella. misma noche, sumiendo a la población en terrores casi
apocalípticos y matando por sofocación a varios habitantes, en vista de
lo cual, las autoridades locales entregaron el cuerpo del pastor al
verdugo, el cual le quemó en un campo vecino. El cadáver –añade Des
Mousseaux al comentar el hecho –aullaba como un loco, pateando y
resistiéndose como si estuviese vivo, arrojando rojas oleadas de sangre
por la herida de la estaca, y las apariciones de su espectro no cesaron
hasta que el cuerpo todo no quedó reducido a cenizas.
“En más de
una ocasión –continúa Dom Calmet –varios agentes de la justicia
visitaron los lugares que, según públicos rumores, eran frecuentados por
espectros. Los cadáveres de éstos fueron al punto exhumados y siempre
se observó sano y sonrosado el cuerpo de todos los sospechosos de vampirismo.
Se observaba también que los objetos familiares de las casas antaño
habitadas por ellos en vida, se movían extrañamente sin que nadie los
tocase. Por un celo muy natural, las autoridades se negaban generalmente
a la cremación o a la decapitación, sin cumplir antes los
procedimientos legales: se citaban, pues, testigos, y sus declaraciones
eran oídas y atentamente meditadas. Luego se pasaba al examen de los
cadáveres desenterrados, y si presentaban, por su parte, las inequívocas
señales dichas de su vampirismo, eran entregados al verdugo.
“La dificultad principal, empero, de todo esto –termina Dom Calmet –consiste en saber el cómo y cuándo estos vampiros
pueden abandonar sus tumbas y, luego de realizar sus proezas, tornar a
entrar en ellas, sin que parezca que la tierra haya sido removida lo más
mínimo, habiéndosele visto por los testigos con sus habituales
vestidos, comiendo y vagando en fin, de un lado a otro, cual si
estuviesen vivos…Y si todo ello no es sino pura fantasía por parte de
quienes se vieron favorecidos por semejantes visitas, ¿por qué,
indefectiblemente se encuentran luego en sus respectivas sepulturas los
cadáveres de tales espectros, frescos y flexibles, llenos de sangre, y
sin ofrecer en su cuerpo señales de descomposición alguna? ¿Cómo
explicar el que al día siguiente de la noche en que repetidos espectros
aterrorizaron con su aparición a los vecinos, sus pies resultaban
sucios, y cubiertos de barro, cosa que no se observaba en modo alguno
con los demás cadáveres del mismo cementerio? ¿Por qué, una vez quemados
los cuerpos de los vampiros,
nunca tornan a aparecer sus espectros y por qué, en fin, han ocurrido
casos semejantes con tanta frecuencia en este país, haciendo imposible
el desterrar de él tamañas supersticiones?”.
Existe, a no
dudarlo, un estado de semimuerte, fenómeno de naturaleza desconocida y
desechado, por tanto, como superstición por la fisiología y la
psicología de nuestra época. En semejante estado, el cuerpo está
virtualmente muerto, y en los casos de aquellas personas en los que la
materia haya predominado sobre el espíritu, sin que una perversión
absoluta, sin embargo, haya destruido “el hilo de oro” que une al alma
humana con su Supremo Espíritu, una vez que el cuerpo físico yace
abandonado a sí mismo, el alma astral se irá desprendiendo de él por
medio de esfuerzos graduales, separándose completamente de aquél al
romper el eslabón último de los corpóreos vínculos. A partir de este
momento, una polarización magnética repelerá violentamente al hombre
etéreo, de la masa orgánica de su cuerpo, ya en franca descomposición, y
toda la dificultad consiste, primero, en que nosotros nos imaginamos
que el momento de tal separación entre los dos cuerpos es aquel en que
el hombre es declarado muerto por la ciencia, y no después, y segundo,
en la incredulidad dominante acerca de la existencia, sea del alma, sea
del espíritu, mantenida injustamente por esa misma ciencia.
Pierart
trata de demostrar en su trabajo que son siempre peligrosos los
enterramientos prematuros, aun cuando ofrezca señales indudables de
putrefacción. “Los infelices muertos catalépticos –dice –enterrados como
muertos efectivos en lugares secos y frescos en donde el cuerpo no
puede ser destruido por causas locales, su espíritu, (es decir, su
cuerpo astral), revistiéndose de un cuerpo fluidico (o etéreo) se ve
impelido a abandonar su tumba y a ejecutar, a expensas de los seres
vivientes, los actos peculiares de su vida física, los de nutrición muy
especialmente, y cuyos elementos gracias a un misterioso lazo existente
entre el cuerpo y el alma, lazo que la ciencia espiritualista explicará
algún día, son transmitidos al cuerpo material que yace en la sepultura,
ayudándole de este modo a conservar su mísera existencia. Semejantes
espíritus, vagando en sus cuerpos efímeros, han sido vistos con
frecuencia alejándose o retornando a los cementerios, y se ha sabido
que, cayendo sobre vivos, les han chupado la sangre, vampirizándoles.
Ulteriores investigaciones judiciales, luego, han venido a demostrar
que, a consecuencia de tamaña monstruosidad, sobrevenía una
extraordinaria hemación o desangre de las víctimas, quienes por ello,
más de una vez habían sucumbido.”
Así, pues, al tenor del piadoso
consejo de Dom Calmet, o debemos persistir en negar los hechos, o bien,
si es que hemos de aceptar los testimonios humanos y legales, muy
dignos de respeto, aceptar la única explicación posible dada por Glanvil
al decir en el volumen II, pág. 70 de su Sadducismus Triumphalus, que
“las almas de los difuntos se encarnan en vehículos aéreos o etéreos,
como está plenamente comprobado por hombres tan eminentes como el Dr.
More, al evidenciar que semejante doctrina fue siempre la de los Santos
Padres y los más antiguos filósofos…”
Antes de abandonar el repulsivo tema del vampirismo,
y sin otra garantía que la de habérnoslo comunicado varios testigos
fidedignos, queremos citar un caso más para que pueda servir de ejemplo:
A principios de este siglo, acaeció en Rusia uno de los más horribles
casos de vampirismo
que la Historia registra. El gobernador de la provincia de Tch*** era
un hombre de unos sesenta años, y de un carácter celoso, malicioso y
cruel. Investido de una autoridad despótica, la ejercía sin
contemplación alguna, llevado siempre del primer impulso de sus brutales
instintos. Se había enamorado el gobernador de una linda muchacha, hija
de un oficial subordinado suyo, y, a pesar de que la doncella estaba
prometida a un joven que la amaba extraordinariamente, el tirano obligó
al padre de la muchacha a que la desposase con él y no con el joven.
Presa de la mayor desesperación, la pobre víctima llegó a ser la esposa
del viejo, quien bien pronto se mostró lleno de celos, llegando hasta
golpearla y encerrarla semanas enteras en su domicilio sin dejarla
hablar con nadie más que en su presencia. Por último, el odioso
gobernador cayó enfermo cierto día y murió; pero al sentir ya próximo su
inevitable fin, hizo jurar a su esposa que no se volvería a casar,
conminándola, con las más horribles imprecaciones, de que en el caso de
que faltase a su juramento, llegaría hasta salir del sepulcro, y la
mataría.
El tirano fue enterrado en el cementerio de la ciudad
que cae al otro lado del río, y su libertada viuda, de allí a poco,
venciendo sus escrúpulos por su juramento, dió de nuevo oídos a las
instancias de su antiguo novio, y quedaron comprometidos ambos para
casarse en plazo breve. La noche misma de la acostumbrada fiesta
esponsalicia, cuando ya se había retirado todo el mundo, se alborotó la
antigua casa con unos angustiosos gritos de horror y lamentos que salían
de la cámara de la novia. Se forzaron al punto las puertas y se vio con
sorpresa que la infeliz mujer yacía desmayada en su lecho, al par que
se percibía el ruido como de un carruaje saliendo del patio. El cuerpo
de la joven estaba lleno de cardenales debidos, al parecer, a fuertes
pellizcos recibidos, y en su cuello se veía una como ligerísima punzada
de la que brotaban gotitas de sangre. Todo el mundo quedó pronto pasmado
de. horror al volver en sí la viuda y narrar aterrorizada que su
difunto marido, el gobernador, había entrado súbitamente y sin saber
cómo en la cerrada habitación, exactamente como en vida, con la
diferencia de presentar en su semblante una horrible palidez cadavérica,
y la había golpeado y pellizcado cruelmente, después de haberle echado
en cara su inconstancia.
Inútil es añadir que nadie dio crédito a
semejante relato, pero a la mañana siguiente el centinela apostado en
el otro extremo del puente por el que cruza el río, refirió que,
momentos antes de la media noche, un carruaje arrastrado por seis
caballos, pasó con velocidad vertiginosa por el puente, en dirección de
la ciudad y sin hacer el menor caso de las voces de ¡alto!, que se le
dieron.
El nuevo gobernador, que no creía en la historia de semejante
aparición, tornó la precaución, sin embargo, de doblar los centinelas
de la otra parte del puente, a pesar de lo cual, el suceso se repetía
noche tras noche con desesperante regularidad. Los soldados custodios de
la barrera del pontazgo, declaraban unánimes que, a pesar de todos sus
cuidados y de los esfuerzos hechos para detenerle, el fantástico
carruaje pasaba velozmente por delante sin que fuesen ellos capaces de
impedirlo. Todas las noches también se oía en el patio de la casa el
mismo ruido, prolongado y sordo, del coche consabido; los vigilantes,
juntamente con los criados y la familia de la viuda. quedaban sumidos al
punto en un profundo sueño, y todas las mañanas resultaba, en fin, la
pobre víctima, magullada, ensangrentada y desfallecida.
No hay
que decir la consternación que tamaño suceso producía ya en toda la
ciudad. Los médicos no acertaban a explicar aquel caso; los sacerdotes
se constituían en el palacio de la viuda para en él pasar la noche en
oración, mas al acercarse el instante de la media noche todos caían
presa de un letargo invencible. El mismo arzobispo llegó de la capital y
practicó en persona la ceremonia del exorcismo, pero a la mañana
siguiente se halló a la viuda en estado más deplorable que nunca y ya
próxima a morir. Para calmar, en fin, al horrorizado vecindario, el
gobernador se vio obligado a adoptar las medidas más severas. Situó a
cincuenta cosacos a lo largo del puente con orden terminante de detener a
todo trance al carruaje–fantasma. Sonaron, sin embargo, las doce
campanadas de la media noche y se vio venir veloz el coche por el camino
del cementerio. El oficial de guardia y un sacerdote, crucifijo en
mano, se plantaron delante de la barrera del pontazgo, gritando a la
vez: –En el nombre de Dios y en el del Czar, ¿quién viene aquí? –A lo
que, una cabeza harto conocida por todos, apareció por la ventanilla del
coche, y una voz, que no lo era menos, contestó con energía:
–¡El
Consejero secreto de Estado y Gobernador C!…–y en el mismo instante, el
sacerdote, el oficial y los cincuenta soldados fueron lanzados
violentamente a un lado, cual sacudidos por una conmoción eléctrica, al
par que el fantástico y lujoso tren cruzaba veloz sin que nadie pudiese
detenerle. El arzobispo, entonces, y como último recurso, apeló al
procedimiento sancionado por el tiempo, o sea el de desenterrar el
cuerpo y clavarlo en tierra por medio de una aguda estaca de roble que
le atravesase el corazón, cosa que fue puntualmente ejecutada con gran
pompa religiosa y en presencia de todo el pueblo. Los narradores del
maravilloso hecho me aseguraron que el cuerpo del gobernador se halló,
en efecto, repleto de sangre y con las mejillas y los labios rojos. En
el momento de clavarte la estaca exhaló un gemido, mientras que un gran
chorro de sangre brotó con ímpetu a bastante altura.
El arzobispo pronunció luego el exorcismo acostumbrado, y, desde entonces, no se oyó hablar más del vampiro
ni de su fantástico carruaje. Hasta qué punto las circunstancias del
caso hayan podido ser exageradas por la tradición, no podemos decirlo,
pero nosotros lo sabemos hace años por un testigo ocular, y aun hoy día
existen aún familias en Rusia cuyos ancianos miembros recuerdan
fielmente el espantoso suceso.
Helena Blavatsky (1831-1891)
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