De vez en cuando la policía todavía vuelve a intentar descubrir la causa por la que un pueblo entero de mil doscientos habitantes e incluso los muertos de sus tumbas, se desvanecieron sin dejar ningún rastro, en la oscuridad de un invierno boreal. El misterio comenzó en 1930, cuando el cazador Arnand Laurent y sus dos hijos vieron un extraño destello que cruzaba el cielo septentrional del Canadá. Laurent declaró que la luz cambiaba de forma por momentos, de modo que en un instante era cilíndrica y al siguiente parecía una bala enorme.
Pocos días después, un par de miembros de la policía montada que iban
camino del lago Anjikuni se detuvo en la cabaña de Laurent en busca de
un abrigo. Uno de ellos explicó que en el lago había “algo así como un
problema”. El policía preguntó al confundido Laurent si la luz que había
visto se dirigía hacia el lago y éste le respondió afirmativamente.
El policía movió la cabeza sin más comentarios, durante los años
siguientes los Laurent no volvieron a ser interrogados. Ese fue un
descuido comprensible pues la Real Policía Montada de Canadá ya estaba
ocupada en esa época con el caso más extraño de su historia.
Cuando otro cazador, llamado Joe Labelle, marchaba con sus raquetas
de nieve hacia el pueblo junto al lago Anjikuni, se sintió agobiado por
una extraña sensación de pavor. Normalmente, aquel era un ruidoso núcleo
rural de mil doscientas personas y ese día, Joe hubiera esperado oír a
los perros de los trineos que ladraban para darle su habitual
bienvenida. Pero las chozas rodeadas por la nieve estaban recluidas en
el silencio, y no salía huno de ninguna chimenea.
Al pasar por la orilla del lago Anjikuni, el cazador vio que los
botes y los kayaks todavía se hallaban amarrados a la orilla. Sin
embargo, cuando fue de puerta en puerta, solamente encontró una soledad
misteriosa. Aún estaban apoyados en las puertas los apreciados rifles de
los hombres. Ningún viajero esquimal dejaría jamás su rifle en casa.
Dentro de las cabañas, las ollas de caribú guisado estaban mohosas
sobre los fuegos apagados hacía mucho tiempo. Sobre un camastro había un
anorak remendado a medias y dos agujas de hueso junto a la prenda. Pero
Labelle no encontró cuerpos, ni vivos ni muertos, ni tampoco señales de
violencia.
En algún, momento de un día normal -cerca del almuerzo según parecía-
se produjo una repentina interrupción en el trabajo diario, pero lo que
la vida y el tiempo parecían haberse detenido en seco.
Joe Labelle fue a la oficina de telégrafos y transmitió su informe al
cuartel general de la Real Policía Montada de Canadá. Todos los
oficiales disponibles fueron enviados a la zona de Anjikuni. Al cabo de
unas pocas horas de búsqueda, los policías montados dieron con los
perros de los trineos perdidos. Estaban atados a los árboles cerca del
pueblo y sus cuerpos se hallaban bajo una sólida capa de nieve. Habían
muerto de hambre y de frío.
En lo que fuera el cementerio de Anjikuni, se produjo otro
descubrimiento escalofriante. Ahora, era un lugar de grandes tumbas
abiertas, de las cuales, bajo una temperatura glacial, alguien se había
llevado los cadáveres.
No se veían huellas fuera del pueblo, ni tampoco posibles medios de
transporte por los cuales la gente pudiera haber huido. Sin poder creer
que mil doscientas personas pudieran desvanecerse de la faz de la
tierra, la Real Policía Montada de Canadá amplió su búsqueda. Con el
tiempo, la investigación cubría todo el Canadá y continuaría durante
años. Pero después de tantos años, el caso sigue sin solución.
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