sábado, 7 de abril de 2012

Lucifer: el disfraz de la Diosa.

Durante los últimos milenios el antiguo mito de una gran Diosa Madre, creadora y mantenedora del universo, sufrió en casi todas las civilizaciones una progresiva y radical transformación. Dicha Diosa primigenia pasó de ser benéfica y sabia a ser transformada en uno o múltiples entes maléficos, causa de todas las desdichas de la raza humana. Antaño esa Diosa cubría todas las necesidades espirituales del ser humano. Reunía los arquetipos y funciones de generadora, protectora, iluminadora,  iniciadora en los misterios, transformadora, inductora o instructora en todas las facetas del amor, etc. Trabajar espiritualmente con la Diosa era prepararse para asumir y recibir esos poderes o dones trascendentes y hacerlos manifiestos. 
Sin embargo una nueva visión religiosa advino a la humanidad, cambiando drásticamente este ancestral arquetipo que había regido hasta entonces el paisaje espiritual de las más elevadas mentes humanas. Surgió una visión espiritual de carácter jerárquico y patriarcal de la divinidad, que desplazó a la concepción femenina y holográfica del espíritu y el mundo. 
Paulatinamente la cosmovisión de la buena y vieja Diosa fue desplazada y sustituida por todo un nuevo panteón de dioses en este ciclo de las civilizaciones. Divinidades celosas, divididas entre el bien y el mal, en conflicto y exigencia permanente. Estos dioses patriarcales al principio compartieron con la diosa o diosas el panteón de cada cultura, más o menos en igualdad o equilibrio. Pero con el trascurso de los siglos la diosa acabó siendo relegada, demonizada y perseguida. Este cambió comenzó primero en algunas culturas para ir extendiendose con el paso de los siglos por toda la faz de la tierra. Simultáneamente el género femenino sufrió idéntico sometimiento en la sociedad.
No todas las facetas de la antigua suprema Diosa desaparecieron, sino que algunos atributos fueron absorvidos por los dioses patriarcales y otros se trasfirieron bien a diosas menores complementarias o bien al final a personajes femeninos humanos sacralizados; pero siempre en posición de subordinación a los principios divinos de la nueva religión androcéntrica, jerárquica y patriarcal. 
¿Pero que ocurrió con el arquetipo de la gran Diosa Madre, o las múltiples diosas en que ésta se subdividía en aquella antigua cosmovisión espiritual matriarcal? Los sacerdotes de las nuevas religiones siguieron la estrategia de envilecer a la antigua Diosa, atribuyéndole la autoría del mal a Ella, a quienes aún la seguían venerando y a todos los valores y formas de entender la vida que su culto representaba.
Con el trascurso de los siglos la Diosa fue perseguida en todas partes, en todos los rincones de muchas viejas culturas antaño tolerantes y sabias, y los que aún la defendían fueron demonizados y asesinados. Así acontenció en casi todas las civilizaciones durante muchos siglos. 
Ante semejante presión y persecución la Diosa antigua sufrió una transformación, una metamorfosis, una radical mutación para sobrevivir en determinados valores de su arquetipo original. Así algunos atributos de la diosa madre primigenia fueron domesticados por el patriarcado, pero los que no eran asumibles, los que debían desterrarse para siempre, fueron demonizados. 
Nacieron así en las nuevas religiones múltiples demonios que no eran sino antiguos dioses y diosas ahora proscritos. Se les confería todo tipo de maldad, de  monstruosidades, de fabulaciones, pero también aquellos valores de las ancestrales y ahora perseguidas religiones de la Diosa, que no tenían cabida en las religiones patriarcales y sobre todo en las monoteístas. 
La Diosa fue mutilada. Una parte, manejada y sometida, se la quedó, incorporándola modificada, el nuevo credo de los sacerdotes de las religiones androcéntricas. La otra parte rebelde, indomable y revolucionaria, fue convertida en un ser demoníaco, cuyo único fin era hacer sufrir al ser humano y enfrentarse al nuevo Dios. 
Y fue esta parte, peligrosa para las creencias y valores que querían sostener los sacerdotes patriarcales, la que adoptó una nueva imagen, una imagen deformada que constituyó un disfraz tras el que se ocultaba la parte libre y rebelde de la Diosa primigenia.
Y en torno a esta imagen falsa o disfraz fue aglutinándose todo lo despreciado de los dioses y diosas antiguas, todo lo no comprendido, todo lo no aceptado, todo lo que podía representar un peligro para determinada concepción de la sociedad y del mundo.
La milenaria Diosa disfrazada recibió varios nombres, pero uno sobre todo triunfó en el orbe cristiano durante la Edad Media. Y ese nombre temido por muchos, adorado por unos pocos, incompredido para casi todos, es el de Lucifer. 
Este término designaba al astro crepuscular, el lucero celeste, que tradicional y universalmente, en todas las culturas, fue siempre el símbolo principal de la Diosa en sus facetas más transformadoras, iniciáticas y rebeldes. 



Segunda parte

Deformada y  maldecida por la visión paranoica, esquizofrénica y dogmática de las fanáticas ideologías de las religiones y doctrinas patriarcales, la eterna y sagrada diosa permanece hasta ahora oculta en su poder renovador, en su revolucionario salto conciencial. Encriptada y disfrazada para las culturas humanas tras el denostado nombre de Lucifer.
El ser humano ha devenido huerfano y crecientemente desorientado en la profundidad de su alma desde que hace milenios fue separado de su raíz espiritual fundamental. Lucifer, el aspecto más esencial de la antigua divinidad perdida, resiste sin embargo imperturbable en su prístina y revolucionaria luz, frente al acoso de las tenebrosas y fragmentadoras ideologías de las restrictivas mentes patriarcales. 
Mientras que los dioses tradicionales son conceptuados en un cielo externo a nosotros, en una dimensión alejada y superior a la naturaleza humana, el arquetipo denominado Lucifer sostiene la visión trascendente de que no hay separación alguna entre lo divino y el ser humano. Realmente tan sólo un salto revolucionario de la conciencia nos separa de la divinidad, únicamente es preciso pasar de la conciencia personal a la conciencia traspersonal profunda para entrar en el resplandeciente camino que conduce a la manifestación y encuentro  con el ser esencial o divino.
Lucifer o la divinidad dual (energía trascendente matriz) no se halla en ningún lugar externo a nosotros, sino que más bien únicamente es posible el encuentro en nuestro interior. Como seres humanos deambulamos por el espacio-tiempo, ese lugar o estado conciencial que llamamos el mundo, pero siempre mantenemos inmanente la capacidad de atraer a Lucifer al advenimiento o  manifestación dentro de nosotros mismos: el estado de reconexión con lo divino.  
Si cambiamos el interruptor de nuestra conciencia y pasamos de lo personal a lo traspersonal, al ser, abrimos la puerta para que lo divino entre en el mundo. Nuestro cuerpo-mente se convierte entonces en la tierra fértil donde germina y crece la divinidad (el estado sagrado de la conciencia). 
Tras múltiples vidas o encarnaciones en diferentes personalidades el ser humano puede alcanzar la madurez necesaria para develar su naturaleza verdadera. Primero descubre su identidad genuina como un alma que transita en el espacio-tiempo a través de múltiples existencias. Después llega a comprender que su conciencia personal debe mutar en traspersonal para metamorfosear lo humano en la cuna/capullo de la naturaleza divina. 
Todas las energías del universo se hallan esperando el momento para manifestarse en nuestro interior. Lucifer es el principio divino iluminador que porta y guarda el sagrado legado espiritual del ser humano. No existe separación entre lo divino y nosotros, tan sólo es necesario apretar el interruptor que trasforma nuestra conciencia de personal a traspersonal. Esa es la clave y motivo de la vida humana. Casi todos nos distraemos en  mundanos o egoicos asuntos personales. Incluso buscar o anhelar el cielo es asunto personal. Y todos olvidamos que no hay ningún cielo o dios externo a nosotros. Somos nosotros el punto a través del cual el infinito proyecta su entrada en la individualidad del espacio-tiempo. 
Lucifer camina en lo más profundo de las tinieblas, pero somos nosotros los que hemos creado dichas tinieblas. Transitaremos en la oscuridad, sujetos a la muerte y el olvido, mientras no alcancemos la iluminación de comprender y saber que nosotros somos el interruptor a la trascendencia.  Precisamos saber que nuestra conciencia debe mutar para conectarnos y ser uno con la vida divina infinita.
Vivimos un sueño por el que nos mantenemos separados de nuestra naturaleza original esencial. Todo camino espiritual verdadero es un camino hacia el despertar, una senda luciferina. Por ello espiritualmente aún no hemos nacido, sino que nos hallamos en un devenir de tránsito, como la oruga que se arrastra y se alimenta de las hojas del campo, ajena a lo que puede llegar a ser y que no es sino su propia esencia dormida, aún por nacer tras la necesaria mutación.  

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