Durante
los últimos milenios el antiguo mito de una gran Diosa Madre, creadora y
mantenedora del universo, sufrió en casi todas las civilizaciones una
progresiva y radical transformación. Dicha Diosa primigenia pasó de ser
benéfica y sabia a ser transformada en uno o múltiples entes maléficos,
causa de todas las desdichas de la raza humana. Antaño esa Diosa cubría
todas las necesidades espirituales del ser humano. Reunía los arquetipos
y funciones de generadora, protectora, iluminadora, iniciadora en
los misterios, transformadora, inductora o instructora en todas las
facetas del amor, etc. Trabajar espiritualmente con la Diosa era
prepararse para asumir y recibir esos poderes o dones trascendentes y hacerlos
manifiestos.
Sin
embargo una nueva visión religiosa advino a la humanidad, cambiando
drásticamente este ancestral arquetipo que había regido hasta entonces el paisaje espiritual de las
más elevadas mentes humanas. Surgió una visión
espiritual de carácter jerárquico y patriarcal de la divinidad, que desplazó a la
concepción femenina y holográfica del espíritu y el mundo.
Paulatinamente
la cosmovisión de la buena y vieja Diosa fue desplazada y sustituida por todo un nuevo
panteón de dioses en este ciclo de las civilizaciones. Divinidades
celosas, divididas entre el bien y el mal, en conflicto y exigencia
permanente. Estos dioses patriarcales
al principio compartieron con la diosa o diosas el panteón de cada
cultura, más o menos en igualdad o equilibrio. Pero con el trascurso de
los siglos la diosa acabó siendo relegada, demonizada y perseguida. Este
cambió comenzó primero en algunas culturas para ir extendiendose con el paso de
los siglos por toda la faz de la tierra. Simultáneamente el género
femenino sufrió idéntico sometimiento en la sociedad.
No
todas las facetas de la antigua suprema Diosa desaparecieron, sino que
algunos atributos fueron absorvidos por los dioses patriarcales y otros se
trasfirieron bien a diosas menores complementarias o bien al final a
personajes femeninos humanos sacralizados; pero siempre en posición de
subordinación a los principios divinos de la nueva religión
androcéntrica, jerárquica y patriarcal.
¿Pero
que ocurrió con el arquetipo de la gran Diosa Madre, o las múltiples
diosas en que ésta se subdividía en aquella antigua cosmovisión espiritual
matriarcal? Los sacerdotes de las nuevas religiones siguieron la
estrategia de envilecer a la antigua Diosa, atribuyéndole la autoría del
mal a Ella, a quienes aún la seguían venerando y a todos los valores y
formas de entender la vida que su culto representaba.
Con
el trascurso de los siglos la Diosa fue perseguida en todas partes, en
todos los rincones de muchas viejas culturas antaño tolerantes y sabias,
y los que aún la defendían fueron demonizados y asesinados. Así
acontenció en casi todas las civilizaciones durante muchos siglos.
Ante
semejante presión y persecución la Diosa antigua sufrió una
transformación, una metamorfosis, una radical mutación
para sobrevivir en determinados valores de su arquetipo
original. Así algunos atributos de la diosa madre primigenia fueron
domesticados por el patriarcado, pero los que no eran asumibles, los que
debían desterrarse para siempre, fueron
demonizados.
Nacieron
así en las nuevas religiones múltiples demonios que no eran sino
antiguos dioses y diosas ahora proscritos. Se les confería todo tipo de
maldad, de monstruosidades, de fabulaciones, pero también aquellos valores de las ancestrales
y ahora perseguidas religiones
de la Diosa, que no tenían cabida en las religiones patriarcales y sobre
todo en las monoteístas.
La
Diosa fue mutilada. Una parte, manejada y sometida, se la quedó,
incorporándola modificada, el nuevo credo de los sacerdotes de las religiones
androcéntricas. La otra parte rebelde, indomable y revolucionaria, fue
convertida en un ser demoníaco, cuyo único fin era hacer sufrir al ser
humano y enfrentarse al nuevo Dios.
Y
fue esta parte, peligrosa para las creencias y valores que querían
sostener los sacerdotes patriarcales, la que adoptó una nueva imagen, una
imagen deformada que constituyó un disfraz tras el que se ocultaba la
parte libre y rebelde de la Diosa primigenia.
Y
en torno a esta imagen falsa o disfraz fue aglutinándose todo lo
despreciado de los dioses y diosas antiguas, todo lo no comprendido, todo
lo no aceptado, todo lo que podía representar un peligro para determinada
concepción de la sociedad y del mundo.
La
milenaria Diosa disfrazada recibió varios nombres, pero uno sobre todo
triunfó en el orbe cristiano durante la Edad Media. Y ese nombre temido
por muchos, adorado por unos pocos, incompredido para casi todos, es el de
Lucifer.
Este
término designaba al astro crepuscular, el lucero celeste, que tradicional
y universalmente, en todas las culturas, fue siempre el símbolo principal
de la Diosa en sus facetas más transformadoras, iniciáticas y
rebeldes.
Segunda
parte
Deformada
y maldecida por la visión paranoica, esquizofrénica y dogmática
de las fanáticas ideologías de las religiones y doctrinas patriarcales,
la eterna y sagrada diosa permanece hasta ahora oculta en su poder renovador,
en su revolucionario salto conciencial. Encriptada y disfrazada para las
culturas humanas tras el denostado nombre de Lucifer.
El
ser humano ha devenido huerfano y crecientemente desorientado en la
profundidad de su alma desde que hace milenios fue separado de su raíz
espiritual fundamental. Lucifer, el aspecto más esencial de la antigua
divinidad perdida, resiste sin embargo imperturbable en su prístina y
revolucionaria luz, frente al acoso de las tenebrosas y fragmentadoras
ideologías de las restrictivas mentes patriarcales.
Mientras
que los dioses tradicionales son conceptuados en un cielo externo a
nosotros, en una dimensión alejada y superior a la naturaleza humana, el
arquetipo denominado Lucifer sostiene la visión trascendente de que no
hay separación alguna entre lo divino y el ser humano.
Realmente tan sólo
un salto revolucionario de la conciencia nos separa de la divinidad, únicamente
es preciso pasar de la conciencia personal a la conciencia traspersonal
profunda para entrar en el resplandeciente camino que conduce a la manifestación y
encuentro con el ser esencial o divino.
Lucifer
o la divinidad dual (energía trascendente matriz) no se halla en ningún lugar
externo a nosotros, sino que más bien únicamente es posible el encuentro
en nuestro interior. Como seres humanos deambulamos por el espacio-tiempo,
ese lugar o estado conciencial que llamamos el mundo, pero siempre
mantenemos inmanente la capacidad de atraer a Lucifer al advenimiento o
manifestación dentro de nosotros mismos: el estado de reconexión con lo
divino.
Si
cambiamos el interruptor de nuestra conciencia y pasamos de lo personal a
lo traspersonal, al ser, abrimos la puerta para que lo divino entre en el mundo.
Nuestro cuerpo-mente se convierte entonces en la tierra fértil donde
germina y crece la divinidad (el estado sagrado de la conciencia).
Tras
múltiples vidas o encarnaciones en diferentes personalidades el ser
humano puede alcanzar la madurez necesaria para develar su naturaleza
verdadera. Primero descubre su identidad genuina como un alma que transita
en el espacio-tiempo a través de múltiples existencias. Después llega a
comprender que su conciencia personal debe mutar en traspersonal para
metamorfosear lo humano en la cuna/capullo de la naturaleza divina.
Todas
las energías del universo se hallan esperando el momento para
manifestarse en nuestro interior. Lucifer es el principio divino
iluminador que porta y guarda el sagrado legado espiritual del ser humano.
No existe separación entre lo divino y nosotros, tan sólo es necesario
apretar el interruptor que trasforma nuestra conciencia de personal a
traspersonal. Esa es la clave y motivo de la vida humana. Casi todos nos
distraemos en mundanos o egoicos asuntos personales. Incluso buscar
o anhelar el cielo es asunto personal. Y todos olvidamos que no hay ningún
cielo o dios externo a nosotros. Somos nosotros el punto a través del
cual el infinito proyecta su entrada en la individualidad del
espacio-tiempo.
Lucifer
camina en lo más profundo de las tinieblas, pero somos nosotros los que
hemos creado dichas tinieblas. Transitaremos en la oscuridad, sujetos a la
muerte y el olvido, mientras no alcancemos la iluminación de comprender y
saber que nosotros somos el interruptor a la trascendencia.
Precisamos saber que nuestra conciencia debe mutar para conectarnos y ser
uno con la vida divina infinita.
Vivimos
un sueño por el que nos mantenemos separados de nuestra naturaleza
original esencial. Todo camino espiritual verdadero es un camino hacia el
despertar, una senda luciferina. Por ello espiritualmente aún no hemos
nacido, sino que nos hallamos en un devenir de tránsito, como la oruga
que se arrastra y se alimenta de las hojas del campo, ajena a lo que puede
llegar a ser y que no es sino su propia esencia dormida, aún por nacer
tras la necesaria mutación.
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