En el año 1918, un grupo de exploradores, encabezados por el geólogo
suizo François de Loys, realizaba el trazado del plano geológico de la
remota región del Cuboen en Venezuela, un área cercana a la frontera
colombiana. Mientras descansaban de las tareas del día a las orillas del
Río Tarra, en el estado Zulia, fueron atacados por un grupo de animales
salvajes que en principio creyeron que se trataba de osos. Sin embargo,
pronto observaron que se trataba de criaturas del tamaño de un hombre,
de mediana estatura y cubiertos completamente de pelo. Loys dió la órden
de abrir fuego y los extraños animales consiguieron escapar, a
excepción de uno que cayó abatido al piso.
La criatura tenía 32 dientes, media 1,57 metros y carecía de cola.
Ninguno de los miembros del equipo, incluido Loys conocía éste tipo de
animal. Después de comprobar cuidadosamente la defunción del críptido,
decidieron dejar constancia de aquel encuentro. Sentaron al simio en un
guacal vacío, sosteniendo su cabeza erguida con una rama le tomaron una
fotografía. Luego desollaron al animal y finalmente emprendieron el
camino de regreso con su piel y cráneo a cuestas.
El viaje de regreso fue más difícil de lo previsto. Perijá es una
zona montañosa, caliente, húmeda y atacada por furiosas lluvias que
pueden convertir un pequeño arroyo en un torrente iracundo en cuestión
de segundos. Quizás por esto, en el camino, de Loys tuvo que sacrificar
parte de la carga, entre ella, los restos de la criatura.
La literatura de avistamientos de humanoides en distintas regiones de
América del Sur es muy frecuente. En el año 1769, el naturalista Edward Bancroft
quien convivió las tribus indígenas suramericanas relata que los indios
del lugar creían que un ser de éstas cracterísticas vivía en la selva.
De un metro y medio de estatura, andar erguido y cubierto de pelo corto y
negro, era como lo descibían los lugareños.
Algunos años más tarde, en 1876, el explorador británico Charles
Barrington Brown describió uno llamado el Didi. Este era un tipo de
hombre salvaje que vivía en la Guyana Inglesa, y que al igual que el
hombre de Bancroft caminaba erguido y tenía el cuerpo cubierto de pelo.
En las noches, relata Bancroft, podían escucharse sus gritos a
kilómetros de distancia y una vez había sido capaz de reconocer sus
huellas.
Pero de Loys era un geólogo, por lo que el extraño encuentro no pasó
de una curiosidad, que junto a la foto fueron a parar a sus archivos
cuando abandonó Venezuela en 1920. Pero nunca imaginaría la cantidad de
páginas que se escribirían sobre su experiencia y de la controversia que
causarían escépticos de la veracidad de sus afirmaciones. Lo cual fue
ocasionado, en gran medida, por la intervención en su favor de un médico
aficionado a la geología.un hombre al que la historia ha hecho bien en
olvidar: George Montandon.
Montandon, era un médico suizo cuya curiosidad científica lo
acercaría a la geología, la antropología y otro montón de ciencias sin
aparente orden o conexión. De origen aristocrático, recorrió África como
explorador y en Sudán, una montaña llevó su nombre por un tiempo, el
pico Toulou Montandon, hoy Tulu Walel.
Pero para 1929, la curiosidad científica de Montandon se había
desviado en busca de justificación hacia un estudio extraordinario que
había hecho de los tipos humanos y que él llamaba la “teoría de la
hologénesis”. Según esta, el hombre moderno no tenía un origen común,
sino que más bien había evolucionado a partir de distintas razas
primarias. En corto, el hombre blanco provenía del Cro-Magnon, el
amarillo del Orangután, y el negro del gorila. Esta clasificación, fue
toda una revolución, porque planteaba la posible jerarquización de los
tipos humanos, a quien Montandon simplemente encasilló como precoce o
progresivo, y tardif o primitivo.
En el año 1926 Montandon había publicado un libro llamado “El origen
de los tipos judíos”, que aunque sin connotaciones racistas, lo llevó a
ser uno de los científicos más estudiados en Alemania a partir de 1933.
El mismo año en que Montandon público su libro “La raza, las razas” y en
que Adolfo Hitler tomó el poder, convirtiendo el hologenismo en el
dogma de su gobierno y la justificación científica para las campañas de
limpieza étnica.
Alrededor de 1928, Montandon conoció a François de Loys, y este
compartió con él su experiencia en Venezuela. El interés de Montandon
fue inmediato. La existencia de pruebas sobre la existencia de un hombre
primitivo americano le daba más credibilidad a su teoría, porque
llenaba un vacío que había encontrado en sus estudios para determinar el
origen del hombre “rojo” o amerindio. Sin perder tiempo, en marzo de
1929, Montandon envió a la Academia de Ciencias de París, una nota
indicando el descubrimiento clasificándolo como el único miembro de una
nueva familia. Al animal lo bautizó con el nombre de Ameranthropoides
loysi.
La reacción de los académicos franceses no se hizo esperar, y aunque
al principio Montandon encontró algún foro, en muy poco tiempo el
descubrimiento fue tachado de fraude. Entre las críticas que se exponen,
estaba el hecho de que de Loys, sólo tomó una foto. Nadie ni nada
aparecen en la foto como punto de referencia al tamaño del animal. Las
afirmaciones sobre la dentadura son imposibles de corroborar y además,
el hecho de que no tenga cola es imposible de saber ya que la foto
presenta al simio sólo de frente.
Montandon trató de defender el descubrimiento a capa y espada, pero
los académicos ingleses y franceses finalmente se decidieron a darle
cierre al asunto concluyendo que el simio en la foto, era sólo un mono
araña común y corriente, que por alguna razón o era más grande de lo
normal o al menos así lo parecía. Cuando de Loys murió repentinamente en
1935, el asunto se fue finalmente archivado y olvidado.
Montandon también cerró el capítulo con el inicio de la Segunda
Guerra Mundial. Sus teorías, con Ameranthropoides loysi o sin él,
estaban siendo bien aceptadas en la nueva Alemania. Y quizás por esto, y
porque algunos de los académicos que le habían despreciado eran judíos,
Montandon súbitamente se convirtió en antisemita, y basado en su
hologénesis, abogó por una solución del “problema judío”. Recomendando,
entre cosas, la castración para evitar la reproducción y la mutilación
de las mujeres para que los hombres no las encontraran atractivas. Las
narices de las mujeres judías, a las cuales consideraba particularmente
desagradables, debían cortarse. Pero sólo a las menores de 40 años.
Tras la ocupación de Francia, Montandon fue ensalsado como la máxima
autoridad en asuntos etnológicos en París, y en 1943, fue nombrado
director del Instituto de Estudios para las Preguntas Judías y Étnicas,
donde profundizó en el discurso antisemita, y fue prácticamente el
responsable intelectual de millones de muertes. Ese año escribiría que
el problema de los alemanes, era el mismo que tenían los gangster con
otros gángsteres y por lo tanto la solución debía ser la misma: la
exterminación.
Pero a pesar de todo el discurso, Montandon utilizó su cargo para
hacer fortuna. Los franceses, que según su teoría hologénica eran una
raza mezclada, requerían de un certificado que estableciera su limpieza
de sangre. Para determinarlo, Montandon, regla en mano, medía el largo
de la nariz, el tamaño del cráneo y comparaba otras características
físicas con sus anotaciones. Su trabajo era decidir quién iba a un campo
de concentración o no, y muchos estaban dispuestos a pagar lo que fuera
por no hacerlo.
Relatos de sobrevivientes de la guerra afirman que las sumas llegaron
a ser tan altas como 50,000 francos, y que tras ser pagados Montandon
daba un certificado que decía que, de acuerdo a sus exámenes sobre el
tipo judío, la persona en cuestión definitivamente no lo era.
Por esto no fue ninguna sorpresa cuando el 3 de agosto de 1944 la
resistencia francesa trató de asesinarlo. En el atentado mataron a su
esposa y él fue gravemente herido, muriendo el 30 de agosto de 1944.
Sabiendo muy bien que pasaría de ser llevado a un hospital francés,
insistió en ser trasladado a Alemania. En el camino el tren fue
bombardeado, y una vez en el hospital, la sala donde se encontraba voló
en pedacitos. Aun así sobrevivió, pero solo para que le diagnosticaran
con cáncer en el hígado, órgano en el que se le había alojado la bala
disparado por sus asesinos.
Pero el curioso capítulo sobre la curiosidad científica y sus
protagonistas, sería protagonizado por un venezolano, que cuenta una
historia completamente distinta.
En 1919, cuenta el médico venezolano Enrique Tejera, se encontraba en
París cuando leyó en el periódico sobre una conferencia que iba a ser
dictada acerca del descubrimiento de un antropoide en Venezuela.
Curioso, asistió a la misma, que iba a ser dictada por un tal Montandon.
Lo que escuchó no era nada nuevo, y para su sorpresa era inclusive
demasiado familiar.
En 1917, Tejera trabajaba como médico en un campo de exploración
petrolera en Perijá, donde el geólogo era François de Loys. De Loys,
según Tejera era un bromista por lo que un día le regalaron un mono que
tenía la cola enferma, y como hubo que cortársela, inmediatamente lo
empezó llamar el hombre mono.
Poco después, Tejera volvió a encontrarse con de Loys, esta vez en el
campo de Mene Grande, donde el mono murió poco tiempo después. Y allí
vio como lo sentaban en la caja, le sostenían la cabeza con un palo y le
tomaban una foto.
Tejera escribió esto en una carta a el periódico venezolano El
Universal cuando este publicó noticias sobre el Hombre-Mono venezolano. Y
al final de su carta añadió, y además “Montandon era mala persona.”
Tejera tenía toda la razón, y de Loys definitivamente no. No importa
cuán problemáticos hayan sido los motilones, definitivamente no eran más
salvajes que los alemanes.
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