“Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio” (H.P. Lovecraft)
Los peores monstruos son los que vienen
del océano. Hay pocas cosas más hipnóticas y atrayentes que la
superficie del mar, pero también hay pocas cosas más oscuras y
desconocidas que sus negras entrañas —literalmente negras como la más
negra de las noches. Lo mismo que las propias sirenas,
extraordinariamente bellas en la mitad de su cuerpo que asoma del agua,
pero temibles monstruos marinos en la mitad que permanece sumergida.
¿Eran
las sirenas que tentaban a Ulises una metáfora de la mujer, una
representación del juego de seducción, posesión y destrucción que
infunde innumerables obras literarias? No, las sirenas eran la
encarnación del océano mismo, que desde tiempos inmemoriales atrajo a
los seres humanos por sus encantos tanto como por sus ventajas. En él
había alimento, por él se llegaba a los lugares más recónditos del
mundo, y de él nos venían las noticias lejanas y las costumbres e ideas
de otros pueblos. Pero también en él se producía, y se produce, la más
incógnita de las muertes: la del desdichado náufrago que se pierde para
siempre en las honduras. Si el lector recapitula, aunque sea someramente
y sin detenerse demasiado a pensar, la relación de los hombres con los
monstruos y calamidades del cielo es muy distinta de la relación de los
hombres con los monstruos y calamidades del mar.
El cielo es fuente de parabienes, aunque
también fuente de castigos. Pero es siempre justo, o al menos
justiciero, y actúa según una lógica que podemos entender. El cielo es
donde habitan los más grandes dioses, los que nos procuran el bien;
cuando nos procuran el mal, es porque algo hemos hecho para merecerlo.
Pero, en definitiva, la bóveda celeste siempre constituyó un horizonte
consabido y fácil de descifrar: el sol, la luna, las estrellas y los
planetas, con sus trayectorias previsibles y conocidas desde el
principio de los tiempos, forman un orden perfecto que nos conforta. Los
pocos fenómenos anómalos que el hombre ha podido divisar en los cielos,
los pocos que rompían con el orden y la regularidad de las leyes
astronómicas, son más bien escasamente amenazantes: cometas, auroras,
estrellas fugaces, meteoritos, incluso alguna supernova que aparece como
una estrella nueva y brillante, y que se desvanece al poco causando
sorpresa, pero raramente miedo. Incluso en tiempos remotos, al menos los
que nos quedan registrados por escrito, da la impresión de que
únicamente los individuos supersticiosos —que siempre fueron multitud,
como lo siguen siendo ahora— sostenían la creencia de que tales
fenómenos anunciaban cataclismos y desastres. El cielo siempre fue
matemático, transparente, y no escondía secretos. Sólo lo habitaban los
fantasmas invisibles de nuestras religiones y cosmogonías mágicas, pero
bastaba un simple vistazo para comprender que allí arriba no hay nada
más que lo que podemos ver.
Las
profundidades del mar son algo muy distinto. No podíamos observarlas y
hasta resultaba imposible intuirlas. El más cultivado de los sabios no
podía decir, ni aun de forma aproximada, qué se ocultaba en las simas
del océano. A falta de mejor información que los rumores literarios y la
tradición oral de los marinos, imaginábamos un mundo oscuro plagado de
seres monstruosos. Monstruosos en tamaño, y monstruosos en aspecto. Ni
siquiera hoy, con toda nuestra tecnología, hemos conseguido más que
echar una breve ojeada a algunos vericuetos infinitesimales de una
región de tinieblas varias veces más extensa —en lo horizontal, porque
en lo vertical tendríamos que multiplicar aun más— que todas las
naciones de la Tierra juntas. ¿Qué hay ahí abajo? Muy sencillo: ahí
abajo hay misterio.
Cuentan que H.P. Lovecraft
desarrolló una aversión al mar tras consumir productos de pesca en mal
estado que le hicieron enfermar terriblemente, causándole terribles
pesadillas. No es extraño pues que los monstruos de sus historias de
terror provengan de dos lugares: de dimensiones desconocidas perdidas en
el espacio exterior —espacio que por aquel entonces se estaba empezando
a explorar con ahínco, algo de lo que Lovecraft se hizo eco a su
manera— pero también del interior de los mares. Los caminos de la
mitología son inescrutables, pero siempre llegan a los mismos sitios, y
Lovecraft describió el horror de los cielos como un duplicado especular
de los horrores del mar. Aquellas dimensiones paralelas de las que él
hablaba eran, en realidad, versiones abstractas del propio océano:
lugares misteriosos en cuya superficie, de vez en cuando, asoman
extrañas criaturas para luego volverse a sumergir. No podíamos ver más
allá de la superficie de esas dimensiones ocultas: su interior nos
estaba prohibido. Quizá sin pretenderlo, Lovecraft inventó un nuevo
horror: el de los cielos convertidos en una nueva versión del mar. El
horror siempre vuelve al mar.
Steven Spielberg casi lo entendió cuando rodó su célebre Tiburón.
Una magnífica película, por momentos más improbablemente lovecraftiana
que muchas adaptaciones cinematográficas del verdadero Lovecraft. Y digo
que “casi” lo entendió, o que lo entendió a posteriori, porque él mismo
admitió que la avería del robot mecánico que simulaba el temible
tiburón protagonista le obligó a filmar muchas secuencias sin que
apareciese el monstruo en pantalla. Aquellas secuencias fueron las
mejores, las más inquietantes. No podíamos ver la amenaza, sólo podíamos
intuirla. Estaba allí, bajo las aguas, pero todo cuanto se nos mostraba
era una sombra, una aleta quizá; en algunos momentos ni siquiera eso.
Un freudiano diría que Spielberg situó el tiburón en la zona invisible y
que por ello lo sentimos “navegando en nuestro subconsciente”, que es
de donde vienen las peores amenazas. No sería una mala metáfora: el
océano podría ser el subconsciente del planeta, el guardián de sus
peores secretos. No es lo que el océano nos muestra lo que nos asusta
más —los cazadores de ballenas plantaban cara al leviatán encaramados en
un bote de remos— sino aquello que el océano nos oculta.
Antes de que Lovecraft hablase de
monstruos venidos del fondo del mar —o de otras dimensiones, que vienen a
ser lo mismo— cuyo más horroroso defecto es ir contra la ley natural, Herman Melville ya jugó con esta idea en Moby Dick.
La ballena blanca no es un monstruo por el mero hecho de ser una
ballena: Melville, como buen ballenero de la época, conoce bien a estas
criaturas y sabe que son sólo animales. En su célebre novela —que es
casi más un tratado sobre los cetáceos— describe cada parte del cuerpo y
cada órgano, aunque insiste tozudamente en que son peces y no
mamíferos… cosas de balleneros. Si Moby Dick es un monstruo, se debe a
que pertenece a la región misteriosa de los océanos. Puede desaparecer
bajo las aguas durante meses sin que ningún barco ballenero la localice.
No vive en la superficie como los demás cetáceos. Y parece que puede
pensar. Por eso es un monstruo y no una ballena vulgar, porque su
existencia contradice el orden natural, el orden de Dios —el orden que
rige los cielos—y responde al misterio de las profundidades, al
desorden, a lo antinatural, esto es: a lo diabólico.
El
capitán Achab, obsesionado con dar caza a la ballena blanca —según él,
para vengar el que Moby Dick le hubiese arrancado una pierna— es en
realidad el único acólito de un culto pagano creado por él mismo. No
odia a Moby Dick, pese a que lo afirma una y otra vez como para
convencerse de ello. Odia a Dios, que fue quien realmente le arrebató la
pierna, porque es Dios quien establece lo que sucede en el mundo.
Achab, pese a su intento por persuadirnos de lo contrario, adora a la
ballena blanca, que es el mism0 demonio: así, rindiendo culto a una
criatura de las desordenadas profundidades, manifiesta su rencor hacia
el orden celestial. Achab no quiere vengarse de la ballena blanca:
quiere más bien entregarle su alma. Cuando el narrador de la historia,
Ismael, está a punto de enrolarse en el Pequod —el barco de
Achab— un hombre le advierte a gritos en el puerto de que el barco está
maldito. ¿Por qué? Porque Achab es un pagano, un blasfemo, un adorador
de ese monstruo de las profundidades con forma de ballena blanca. Achab
no pelea contra Moby Dick, sino contra Dios y contra las leyes y
designios de Dios. Esta asimilación que Melville hizo entre
profundidades, desorden metafísico y paganismo fue reproducida de manera
más barroca —y por qué no decirlo, también menos elegante— por
Lovecraft en sus mitos, donde ya se habla abiertamente de hombres que
rinden culto a las criaturas de las profundidades (del mar, o del
espacio)
Melville, en su novela, también hablaba
del kraken, calamar o pulpo gigantesco que habita también aquella parte
oculta y maldita de los océanos, cuya esencia demoníaca Lovecraft
destiló en sus famosas criaturas de otros mundos, como el célebre
Chtulhu. El kraken es, al igual que Moby Dick, un ente que desafía la
ley de Dios y que por tanto sólo se explica como habitante de las simas
abisales, hogar de todos los demonios.
Las profundidades del piélago son, pues,
el infierno. Los dioses nos amenazan con el fuego pero después, en la
práctica, nos castigan con el agua. El Jehová bíblico, furioso con la
pecadora humanidad, exterminó a casi toda ella mediante un diluvio, esto
es, enviando a los hombres al fondo de los mares. La Atlántida de Platón
fue hundida en el mar por los dioses cuando los atlantes se mostraron
soberbios e irrespetuosos. No hay fuego eterno como castigo final, sólo
eterna inmersión en las aguas; ése es el verdadero tormento. De hecho
¿cuál fue el milagro que Jesús obró sobre sí mismo? No fue el caminar
sobre el fuego, sino el caminar sobre las aguas. No hundiéndose, Jesús
desafió al infierno, que está allá, escondido bajo el vientre de las
olas.
Un
infierno de fuego no tiene sentido, aunque la tradición religiosa se
haya aferrado a ese concepto, extraído sin duda de la observación del
subsuelo y los fenómenos volcánicos. Y no tiene sentido porque el fuego
destruye… y una vez destruido el pecador, quedan destruidos también sus
pecados, lo cual inhabilita la necesidad misma de dicho infierno. Un
infierno de agua, en cambio, ahoga al pecador pero no destruye su
cuerpo, ni sus pecados. Además, en un infierno de fuego no puede habitar
demonio alguno, pues el fuego, al destruir, lo purifica y elimina todo.
Demonios incluidos. Pero el infierno de agua está habitado, porque es
habitable, y aparece plagado de ángeles caídos a las profundidades, que
sufrieron la metamorfosis del desorden y se convirtieron en aberraciones
blasfemas como calamares gigantes y ballenas blancas pensantes.
El infierno tradicional, envuelto en
llamas, es probablemente una simplificación que usa el dolor físico —el
agudo padecimiento sensorial producido por el fuego— como amenaza
inmediata y comprensible, que sustituye la más abstracta e intrincada
amenaza del fondo oceánico. Los peligros de dicho fondo están ahí, pero
las consecuencias directas de esos peligros son algo que no hemos
experimentado nunca y no conocemos bien. Sabemos qué nos ocurre cuando
nos quemamos —un dolor intenso, insoportable—pero no sabemos qué sucede
si el mar nos lleva con él para siempre. Un castigo de naturaleza
misteriosa no constituye una amenaza concreta y el terror que provoca es
trascendental, pero sordo y difuso. Además, si el pecador cae en un
volcán no puede sobrevivir; pero en un infierno de agua puede intentar
nadar, esto es, llegar a un pacto con los demonios como hicieron los
personajes de las historias de Lovecraft, o como hizo el capitán Achab.
Una idea poco útil para los propósitos proselitistas de una religión
organizada. Es muy útil, en cambio, para la literatura y el cine. La
ficción se nutre mejor de infiernos hechos de agua, y la amenaza
indefinida de lo desconocido resulta más atrayente que la amenaza
inmediata de lo experimentado.
Hace unas semanas, un investigador del
océano afirmó haber encontrado una cueva submarina en la que hace
millones de años habitó un cefalópodo gigante, una versión jurásica del
legendario kraken, mucho antes de que existiese el hombre o cualquier
ancestro que recordase remotamente al hombre. Según el investigador, las
paredes de la caverna están adornadas con esqueletos de ictiosaurios
—unos dinosaurios marinos de unos quince metros de largo—con sus huesos
cuidadosamente colocados, casi como con intención ornamental, por la
gigantesca criatura que les habría dado caza. Aunque la naturaleza del
hallazgo sea desmentida en un futuro, lo cual siempre es posible, lo más
fascinante no es la idea de que hubiese existido o no esta criatura,
sino el imaginarla en su guarida, con los enormes tentáculos recogidos
sobre sí, rindiendo culto a los esqueletos que cuelgan de las paredes,
como intentando comunicarse con fuerzas desconocidas a través de una
extraña ceremonia pagana. Exactamente igual que en las historias de
Lovecraft. Quizá fue así como Moby Dick obtuvo su inteligencia y sus
aberrantes capacidades, tras vender su alma a demonios submarinos
todavía más poderosos que ella. Quizá en el retablo de huesos de
ictiosaurio esté la puerta que conduce a los secretos del infierno. En
realidad lo de menos es si el hallazgo es lo que su descubridor dice que
es, o no. Quién sabe, quizá los huesos que aquel monstruo de eras
lejanas ordenó con tanto esmero son un mensaje que, millones de años
después, podría desatar las fuerzas de lo profundo. Alguien debería
rodar una película sobre ello. Una buena película donde nunca veamos al
monstruo, pero sí a sus adoradores fanáticos, sus cuevas-templo repletas
de huesos y los extraños efectos de su demoníaco poder. Y al final de
la película podrían revelarnos que fue el último de estos monstruos el
que mató a Moby Dick, para cobrarse una antigua deuda, mientras Achab
retorna convertido en un profeta del averno. Quizá Lovecraft tenía
razón, después de todo. Cuanto más pienso en la idea, más me gusta.
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