jueves, 15 de marzo de 2012

Moustros marinos....Lovecraft no mentia


“Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio” (H.P. Lovecraft)
Los peores monstruos son los que vienen del océano.  Hay pocas cosas más hipnóticas y atrayentes que la superficie del mar, pero también hay pocas cosas más oscuras y desconocidas que sus negras entrañas —literalmente negras como la más negra de las noches. Lo mismo que las propias sirenas, extraordinariamente bellas en la mitad de su cuerpo que asoma del agua, pero temibles monstruos marinos en la mitad que permanece sumergida.
¿Eran las sirenas que tentaban a Ulises una metáfora de la mujer, una representación del juego de seducción, posesión y destrucción que infunde innumerables obras literarias? No, las sirenas eran la encarnación del océano mismo, que desde tiempos inmemoriales atrajo a los seres humanos por sus encantos tanto como por sus ventajas. En él había alimento, por él se llegaba a los lugares más recónditos del mundo, y de él nos venían las noticias lejanas y las costumbres e ideas de otros pueblos. Pero también en él se producía, y se produce, la más incógnita de las muertes: la del desdichado náufrago que se pierde para siempre en las honduras. Si el lector recapitula, aunque sea someramente y sin detenerse demasiado a pensar, la relación de los hombres con los monstruos y calamidades del cielo es muy distinta de la relación de los hombres con los monstruos y calamidades del mar.
El cielo es fuente de parabienes, aunque también fuente de castigos. Pero es siempre justo, o al menos justiciero, y actúa según una lógica que podemos entender. El cielo es donde habitan los más grandes dioses, los que nos procuran el bien; cuando nos procuran el mal, es porque algo hemos hecho para merecerlo. Pero, en definitiva, la bóveda celeste siempre constituyó un horizonte consabido y fácil de descifrar: el sol, la luna, las estrellas y los planetas, con sus trayectorias previsibles y conocidas desde el principio de los tiempos, forman un orden perfecto que nos conforta. Los pocos fenómenos anómalos que el hombre ha podido divisar en los cielos, los pocos que rompían con el orden y la regularidad de las leyes astronómicas, son más bien escasamente amenazantes: cometas, auroras, estrellas fugaces, meteoritos, incluso alguna supernova que aparece como una estrella nueva y brillante, y que se desvanece al poco causando sorpresa, pero raramente miedo. Incluso en tiempos remotos, al menos los que nos quedan registrados por escrito, da la impresión de que únicamente los individuos supersticiosos —que siempre fueron multitud, como lo siguen siendo ahora— sostenían la creencia de que tales fenómenos anunciaban cataclismos y desastres. El cielo siempre fue matemático, transparente, y no escondía secretos. Sólo lo habitaban los fantasmas invisibles de nuestras religiones y cosmogonías mágicas, pero bastaba un simple vistazo para comprender que allí arriba no hay nada más que lo que podemos ver.
Las profundidades del mar son algo muy distinto. No podíamos observarlas y hasta resultaba imposible intuirlas. El más cultivado de los sabios no podía decir, ni aun de forma aproximada, qué se ocultaba en las simas del océano. A falta de mejor información que los rumores literarios y la tradición oral de los marinos, imaginábamos un mundo oscuro plagado de seres monstruosos. Monstruosos en tamaño, y monstruosos en aspecto. Ni siquiera hoy, con toda nuestra tecnología, hemos conseguido más que echar una breve ojeada a algunos vericuetos infinitesimales de una región de tinieblas varias veces más extensa —en lo horizontal, porque en lo vertical tendríamos que multiplicar aun más— que todas las naciones de la Tierra juntas. ¿Qué hay ahí abajo? Muy sencillo: ahí abajo hay misterio.
Cuentan que H.P. Lovecraft desarrolló una aversión al mar tras consumir productos de pesca en mal estado que le hicieron enfermar terriblemente, causándole terribles pesadillas. No es extraño pues que los monstruos de sus historias de terror provengan de dos lugares: de dimensiones desconocidas perdidas en el espacio exterior —espacio que por aquel entonces se estaba empezando a explorar con ahínco, algo de lo que Lovecraft se hizo eco a su manera— pero también del interior de los mares. Los caminos de la mitología son inescrutables, pero siempre llegan a los mismos sitios, y Lovecraft describió el horror de los cielos como un duplicado especular de los horrores del mar. Aquellas dimensiones paralelas de las que él hablaba eran, en realidad, versiones abstractas del propio océano: lugares misteriosos en cuya superficie, de vez en cuando, asoman extrañas criaturas para luego volverse a sumergir. No podíamos ver más allá de la superficie de esas dimensiones ocultas: su interior nos estaba prohibido. Quizá sin pretenderlo, Lovecraft inventó un nuevo horror: el de los cielos convertidos en una nueva versión del mar. El horror siempre vuelve al mar.
Steven Spielberg casi lo entendió cuando rodó su célebre Tiburón. Una magnífica película, por momentos más improbablemente lovecraftiana que muchas adaptaciones cinematográficas del verdadero Lovecraft. Y digo que “casi” lo entendió, o que lo entendió a posteriori, porque él mismo admitió que la avería del robot mecánico que simulaba el temible tiburón protagonista le obligó a filmar muchas secuencias sin que apareciese el monstruo en pantalla. Aquellas secuencias fueron las mejores, las más inquietantes. No podíamos ver la amenaza, sólo podíamos intuirla. Estaba allí, bajo las aguas, pero todo cuanto se nos mostraba era una sombra, una aleta quizá; en algunos momentos ni siquiera eso. Un freudiano diría que Spielberg situó el tiburón en la zona invisible y que por ello lo sentimos “navegando en nuestro subconsciente”, que es de donde vienen las peores amenazas. No sería una mala metáfora: el océano podría ser el subconsciente del planeta, el guardián de sus peores secretos. No es lo que el océano nos muestra lo que nos asusta más —los cazadores de ballenas plantaban cara al leviatán encaramados en un bote de remos— sino aquello que el océano nos oculta.
Antes de que Lovecraft hablase de monstruos venidos del fondo del mar —o de otras dimensiones, que vienen a ser lo mismo— cuyo más horroroso defecto es ir contra la ley natural, Herman Melville ya jugó con esta idea en Moby Dick. La ballena blanca no es un monstruo por el mero hecho de ser una ballena: Melville, como buen ballenero de la época, conoce bien a estas criaturas y sabe que son sólo animales. En su célebre novela —que es casi más un tratado sobre los cetáceos— describe cada parte del cuerpo y cada órgano, aunque insiste tozudamente en que son peces y no mamíferos… cosas de balleneros. Si Moby Dick es un monstruo, se debe a que pertenece a la región misteriosa de los océanos. Puede desaparecer bajo las aguas durante meses sin que ningún barco ballenero la localice. No vive en la superficie como los demás cetáceos. Y parece que puede pensar. Por eso es un monstruo y no una ballena vulgar, porque su existencia contradice el orden natural, el orden de Dios —el orden que rige los cielos—y responde al misterio de las profundidades, al desorden, a lo antinatural, esto es: a lo diabólico.
El capitán Achab, obsesionado con dar caza a la ballena blanca —según él, para vengar el que Moby Dick le hubiese arrancado una pierna— es en realidad el único acólito de un culto pagano creado por él mismo. No odia a Moby Dick, pese a que lo afirma una y otra vez como para convencerse de ello. Odia a Dios, que fue quien realmente le arrebató la pierna, porque es Dios quien establece lo que sucede en el mundo. Achab, pese a su intento por persuadirnos de lo contrario, adora a la ballena blanca, que es el mism0 demonio: así, rindiendo culto a una criatura de las desordenadas profundidades, manifiesta su rencor hacia el orden celestial. Achab no quiere vengarse de la ballena blanca: quiere más bien entregarle su alma. Cuando el narrador de la historia, Ismael, está a punto de enrolarse en el Pequod —el barco de Achab— un hombre le advierte a gritos en el puerto de que el barco está maldito. ¿Por qué? Porque Achab es un pagano, un blasfemo, un adorador de ese monstruo de las profundidades con forma de ballena blanca. Achab no pelea contra Moby Dick, sino contra Dios y contra las leyes y designios de Dios. Esta asimilación que Melville hizo entre profundidades, desorden metafísico y paganismo fue reproducida de manera más barroca —y por qué no decirlo, también menos elegante— por Lovecraft en sus mitos, donde ya se habla abiertamente de hombres que rinden culto a las criaturas de las profundidades (del mar, o del espacio)
Melville, en su novela, también hablaba del kraken, calamar o pulpo gigantesco que habita también aquella parte oculta y maldita de los océanos, cuya esencia demoníaca Lovecraft destiló en sus famosas criaturas de otros mundos, como el célebre Chtulhu. El kraken es, al igual que Moby Dick, un ente que desafía la ley de Dios y que por tanto sólo se explica como habitante de las simas abisales, hogar de todos los demonios.
Las profundidades del piélago son, pues, el infierno. Los dioses nos amenazan con el fuego pero después, en la práctica, nos castigan con el agua. El Jehová bíblico, furioso con la pecadora humanidad, exterminó a casi toda ella mediante un diluvio, esto es, enviando a los hombres al fondo de los mares. La Atlántida de Platón fue hundida en el mar por los dioses cuando los atlantes se mostraron soberbios e irrespetuosos. No hay fuego eterno como castigo final, sólo eterna inmersión en las aguas; ése es el verdadero tormento. De hecho ¿cuál fue el milagro que Jesús obró sobre sí mismo? No fue el caminar sobre el fuego, sino el caminar sobre las aguas. No hundiéndose, Jesús desafió al infierno, que está allá, escondido bajo el vientre de las olas.
Un infierno de fuego no tiene sentido, aunque la tradición religiosa se haya aferrado a ese concepto, extraído sin duda de la observación del subsuelo y los fenómenos volcánicos. Y no tiene sentido porque el fuego destruye… y una vez destruido el pecador, quedan destruidos también sus pecados, lo cual inhabilita la necesidad misma de dicho infierno. Un infierno de agua, en cambio, ahoga al pecador pero no destruye su cuerpo, ni sus pecados. Además, en un infierno de fuego no puede habitar demonio alguno, pues el fuego, al destruir, lo purifica y elimina todo. Demonios incluidos. Pero el infierno de agua está habitado, porque es habitable, y aparece plagado de ángeles caídos a las profundidades, que sufrieron la metamorfosis del desorden y se convirtieron en aberraciones blasfemas como calamares gigantes y ballenas blancas pensantes.
El infierno tradicional, envuelto en llamas, es probablemente una simplificación que usa el dolor físico —el agudo padecimiento sensorial producido por el fuego— como amenaza inmediata y comprensible, que sustituye la más abstracta e intrincada amenaza del fondo oceánico. Los peligros de dicho fondo están ahí, pero las consecuencias directas de esos peligros son algo que no hemos experimentado nunca y no conocemos bien. Sabemos qué nos ocurre cuando nos quemamos —un dolor intenso, insoportable—pero no sabemos qué sucede si el mar nos lleva con él para siempre. Un castigo de naturaleza misteriosa no constituye una amenaza concreta y el terror que provoca es trascendental, pero sordo y difuso. Además, si el pecador cae en un volcán no puede sobrevivir; pero en un infierno de agua puede intentar nadar, esto es, llegar a un pacto con los demonios como hicieron los personajes de las historias de Lovecraft, o como hizo el capitán Achab. Una idea poco útil para los propósitos proselitistas de una religión organizada. Es muy útil, en cambio, para la literatura y el cine. La ficción se nutre mejor de infiernos hechos de agua, y la amenaza indefinida de lo desconocido resulta más atrayente que la amenaza inmediata de lo experimentado.
Hace unas semanas, un investigador del océano afirmó haber encontrado una cueva submarina en la que hace millones de años habitó un cefalópodo gigante, una versión jurásica del legendario kraken, mucho antes de que existiese el hombre o cualquier ancestro que recordase remotamente al hombre. Según el investigador, las paredes de la caverna están adornadas con esqueletos de ictiosaurios —unos dinosaurios marinos de unos quince metros de largo—con sus huesos cuidadosamente colocados, casi como con intención ornamental, por la gigantesca criatura que les habría dado caza. Aunque la naturaleza del hallazgo sea desmentida en un futuro, lo cual siempre es posible, lo más fascinante no es la idea de que hubiese existido o no esta criatura, sino el imaginarla en su guarida, con los enormes tentáculos recogidos sobre sí, rindiendo culto a los esqueletos que cuelgan de las paredes, como intentando comunicarse con fuerzas desconocidas a través de una extraña ceremonia pagana. Exactamente igual que en las historias de Lovecraft. Quizá fue así como Moby Dick obtuvo su inteligencia y sus aberrantes capacidades, tras vender su alma a demonios submarinos todavía más poderosos que ella. Quizá en el retablo de huesos de ictiosaurio esté la puerta que conduce a los secretos del infierno. En realidad lo de menos es si el hallazgo es lo que su descubridor dice que es, o no. Quién sabe, quizá los huesos que aquel monstruo de eras lejanas ordenó con tanto esmero son un mensaje que, millones de años después, podría desatar las fuerzas de lo profundo. Alguien debería rodar una película sobre ello. Una buena película donde nunca veamos al monstruo, pero sí a sus adoradores fanáticos, sus cuevas-templo repletas de huesos y los extraños efectos de su demoníaco poder. Y al final de la película podrían revelarnos que fue el último de estos monstruos el que mató a Moby Dick, para cobrarse una antigua deuda, mientras Achab retorna convertido en un profeta del averno. Quizá Lovecraft tenía razón, después de todo. Cuanto más pienso en la idea, más me gusta.


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