miércoles, 7 de marzo de 2012

La leyenda de los vampiros de San Antonio

Una tragedia familiar fue el semen que engendró una leyenda de sangre. Un hombre que participó en una romería y que antorcha en mano quiso atrapar a los “muertos vivientes”. Por primera vez la familia habla con la prensa para no llevarse la verdad de esta historia a la tumba, que incluye ajos en un mausoleo y apariciones de espectros a medianoche. Esto no pasa ni en Transilvania.
“¡Alimente por una gamba al lobo de mar!”, grita un tipo flaco de cara curtida por la sal en la terraza del puerto. Los transeúntes sacan cien pesos, compran cabezas de pescado y se las lanzan a un enorme lobo que espera hambriento mientras los pelícanos tratan de arrebatárselas.
“¿Señor, usted sabe algo sobre una familia de vampiros?”, le pregunto al tipo que vende las cabezas de pescado. El hombre mira en todas direcciones y responde: “Los Kifafi”, y agrega: “Por aquí es re conocida esa leyenda, se trata de una familia de Llolleo que vivió una tragedia familiar hace caleta de años, la gente decía que le chupaban la sangre a los animales…”.
El mito de San Antonio habla de una supuesta familia de vampiros que vive en Llolleo. Si bien el tema está más cerca de la ficción que de otra cosa esa condición no significa que debamos dejarlo de lado porque es una historia de sangre, pues la sangre que la ha mantenido con vida todos estos años sigue fluyendo en la memoria colectiva de los lugareños con reminiscencias al amor y al miedo a tres muchachos que fallecieron el 1 de noviembre de 1946.
“Yo estuve en las romerías”
Una fuente cercana a la familia que pide reserva de su identidad nos cuenta que hasta el día de hoy el peso de la leyenda ejerce su fuerza en la vida de los Kifafi. “Yo he ido caminando con ellos y he visto que la gente cruza cuando se los topa en la calle, además el mausoleo que tienen es una cúpula negra que para los domingos de ramos aparece con trenzas de ajos y crucifijos pegados en las paredes”, señala.
Sergio Mardones y Pablo Marchant son porteños de toda la vida.
Don ‘Choche’ tiene 64 años y don Pablo 59. Ambos conocen la historia de los Kifafi y comparten sus recuerdos sin aprensiones.
“Esa cuestión viene de la época que desenterraron a los cabritos que se ahogaron en los ojos de mar de Llolleo. Ahí dijeron que los tres chiquillos estaban igualitos, que tenían las uñas y el pelo largo y que además tenían los zapatos gastados, porque salían en las noches, pero pa’ mí que son puras mentiras como lo que decían de la familia Huidobro, que tenía un pacto con el cola de flecha”, relata Sergio.
En la terraza principal del puerto hay un restaurante tradicional llamado “La Picada”. Ahí trabaja don Manuel (71 años) quien participó en la histeria colectiva que produjo la historia de los vampiros.
“Ahora la leyenda está enterrada, pero hace cuarenta años usted no podría creer lo que hacía la gente. Yo nunca vi ningún muerto ni nada del otro mundo pero sentía miedo al escuchar las cosas que hablaban. Decían que los cabritos salían en las noches a chupar sangre y justo en ese tiempo aparecieron animales muertos en los alrededores. Aquí se armaban tremendas romerías que salían del cuartel de Bomberos hasta el cementerio en busca de los muertos vivientes. Yo participe en varias”, cuenta don Manuel.
-¿Y encontraron algo?
-No, nunca. Íbamos a las doce de la noche, porque a esa hora se supone que aparecían, pero nunca vimos fantasmas.
Como todo mito que se precie de tal, cada persona le pone o le saca antecedentes al relato de acuerdo a lo que le han contado. Hoy no hay romerías ni gente rezando con antorchas rumbo al campo santo, pero queda el panteón como testigo trémulo de silenciosas esperas nocturnas.
El cementerio
Cerca de las seis de la tarde en el Cementerio Parroquial de San Antonio, el sol es como una bola roja que se prepara a hundirse en los confines del mar. En el panteón estábamos solamente un joven guardián y yo . Un silencio sin viento como el de las nubes, era interrumpido apenas por el villancico de tarjetas musicales que los deudos dejan a sus seres queridos.
El panteonero es delgado y joven, su rostro tiene pómulos sobresalientes y su cabello ensortijado le otorgan una apariencia mayor. Pide reservarse el nombre y nos conduce al mausoleo familiar, una construcción lúgubre pintada de negro y blanco, que posee vitrales en los ventanales y una escalera que desciende donde descansan los restos de la familia. Él nos cuenta que “sólo Dios sabe si es verdad o no lo que se dice sobre los vampiros” y confirma el hecho de que los 1 de noviembre y los domingos de ramos aparecen crucifijos y trenzas de ajo en los lindes de la cúpula gris: “Yo he recogido los ajos y las cruces y siempre llega gente preguntando por la tumba de los vampiros”.
Otra persona asidua al cementerio es María López, una mujer de 74 años que viste un delantal floreado y porta no sin dificultad tarros y recipientes para poner sus flores. Ella relata que la gente “decía que los jóvenes que se ahogaron en los ojos de mar de Llolleo salían en las noches: “Yo creo que eran puras tonteras, los pobrecitos están bien enterrados, cómo iba a andar su espíritu vagando por ahí. Siempre vengo al cementerio e incluso he venido de noche con los bomberos y nunca me ha pasado nada. Pero igual la gente decía vamos al mausoleo de los vampiros, como que se transformó en una atracción turística. Hay que tenerle susto a los vivos no a los muertos”, dice antes de marcharse en busca de agua para sus flores.
Tres muertos vivos
En su libro ‘Leyendas de la Provincia de San Antonio y Llolleo’, Ascensio Ronda escribe bajo el título Los tres hermanos: “Que hace 40 años, tres hermanos se ahogaron en el Estero de San Pedro”, al intentar salvar mutuamente sus vidas. “Eran los hermanos Kifafi, los cuales eran muy estimados por los sanantoninos, y fueron sepultados en el Cementerio Parroquial de San Antonio. Pasado un tiempo de la muerte de los tres hermanos, se cuenta que estos salían de sus mausoleos como vampiros”.
El hecho que da vida a esta leyenda es verídico y acaeció el 1 de noviembre de 1946. Ese día, Alí, Abdelfacta y Jalil, hijos del matrimonio formado por Elías Kifafi y Guillermina Álvarez, perecieron ahogados en las fangosas aguas del estero.
Hoy dos miembros de la familia cuentan como vivieron la desgracia y como han lidiado con un mito que seguirá viva en tanto haya un Kifafi pisando esta tierra.
Fátima Kifafi, tenía siete años cuando sus hermanos se ahogaron. “Ese día andábamos en el cementerio viendo a los abuelos. Mis hermanos pidieron permiso para ir a jugar a la pelota y sacaron los trajes de baño escondidos. Fueron con tres amigos mayores que les iban a enseñar a nadar. Alí, el menor, se lanzó al agua luego de una invitación de uno de los amigos y cayó a un hoyo. Como se estaba ahogando, se lanzaron los otros dos, luego los sacó el arquero del club Huracán que estaba jugando a una media cuadra del lugar. Cuando pasó la tragedia los amigos se fueron con las ropas de mis hermanos sin decir nada”.
-¿Cómo se explica usted que una tragedia familiar pasara a convertirse en una leyenda de vampiros?
- Cuando exhumaron a mis hermanos para trasladarlos al mausoleo que construyó mi padre la gente copuchenta dijo que tenían las uñas y el pelo inmensamente largos. Después el panteonero nos contaba que a las doce de la noche se juntaban afuera del cementerio 10 o más autos de periodistas de Santiago porque los Kifafi salían en la noche. Ahí se originó todo.
-¿Cómo han vivido con la leyenda?
- Al principio era extraño y nos daba rabia, pero después no lo tomábamos en serio. Cuando en el colegio me molestaban yo los amenazaba con morderlos , dice Fátima sonriendo. “También había gente que los consideraba milagrosos. Por muchos años encontrábamos velitas encendidas en el mausoleo”.
“Esto es algo que van a heredar nuestros hijos y nuestros nietos. A esta altura de la vida yo lo dejo a la educación de cada persona y pienso en el dolor de mis abuelos”, relata Amine Musa Kifafi, sobrina de Fátima, que se une a la conversación.
“De la noche a la mañana se le blanqueo la cabeza a mi padre producto del sufrimiento. No había día de Dios que mis padres no lloraran la tragedia. Eran tres menos en la casa”, rememora con ojos vidriosos Fátima.
“Hasta el día de hoy cuando vamos al cementerio los niños chicos cuchichean cuando estamos arreglando el mausoleo”. Dicen: “mira la tumba de los vampiros”, y salen arrancando. “A mí me incomoda, porque uno quiere estar tranquila con los suyos”, dice Amine pidiendo respeto por el dolor familiar.
Los Kifafi se toman la leyenda con tranquilidad y piden respeto por los recuerdos dolorosos. Saben que su apellido es sinónimo de vampiros y que mientras la sangre Kifafi corra por las venas de alguno la leyenda va a continuar.
Fuera de los límites del panteón se divisan fábricas y grúas portuarias que flotan en la niebla azul del Océano Pacífico. En el puerto el movimiento rítmico de las olas iluminadas por la luna se reitera como la leyenda y el silencio no es más que el reconocimiento del misterio.

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